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La enseñanza de los principios del Evangelio a los hijos
Parte 2
Ideas para poner en práctica
De acuerdo con sus propias necesidades y circunstancias, siga una o más de las siguientes sugerencias:
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Como familia, planifiquen una actividad en la que presten servicio juntos.
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Realice un quehacer del hogar con uno de sus hijos o con un nieto, sobrino u otro niño o adolescente de su familia. Converse con éste mientras trabajen. Aproveche las oportunidades propicias para la enseñanza que se presenten, sin criticar los esfuerzos que el hijo haga por ayudar.
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Lea las siguientes secciones del folleto La fortaleza de la juventud (34285 002): “Los medios de comunica-ción: cine, televisión, radio, videocasetes, libros y revistas” (páginas 11–13), “La música y el baile” (páginas 14–15) y “La pureza sexual” (páginas 15–17). Después de haber repasado el material, determine cuál de sus hijos se beneficiaría al leer y analizar este material con usted.
Asignación de lectura
Estudie el siguiente artículo. Si está casado, léalo y analícelo con su cónyuge.
Enseñen a los niños
Presidente Boyd K. Packer
Presidente en Funciones del Quórum de los Doce Apóstoles
El número de personas reunidas aquí y en otros lugares testifica de la insaciable sed de verdad que caracteriza a los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Al orar en cuanto a lo que sería de mayor interés para ustedes, se me ocurrió que dentro de tres semanas voy a cumplir 75 años y entraré en lo que prefiero llamar la edad mediana más elevada.
He sido maestro durante más de cincuenta años y seguramente he aprendido algo que les pueda resultar de utilidad.
La experiencia me ha demostrado que la vida nos enseñará ciertas cosas que pensábamos que no queríamos saber. Esas lecciones difíciles pueden ser las más valiosas.
En mi camino hacia la edad mediana más elevada descubrí algo más en cuanto al aprender. Fíjense en la siguiente conversación sostenida entre un médico y su paciente.
Médico: “¿Cómo puedo ayudarle? ¿Qué le pasa?”
Paciente: “Se trata de la memoria, doctor. Leo cualquier cosa y no la recuerdo. Si voy a un cuarto, no puedo recordar por qué lo hice, ni puedo recordar dónde pongo las cosas”.
Doctor: “Bien, dígame: ¿Desde cuándo le ha estado molestando esta situación?”
Paciente: “¿A qué situación se refiere, doctor?”
Si esto les ha hecho gracia, tienen menos de sesenta años o se están riendo de sí mismos.
La enseñanza de los niños mientras aún son pequeños
A medida que uno envejece, no puede memorizar ni estudiar como cuando se era joven. ¿Podría ser ésa la razón por la que el profeta Alma aconsejó: “…aprende sabiduría en tu juventud; sí, aprende en tu juventud a guardar los mandamientos de Dios”?1
Cada vez se me hace más difícil memorizar pasajes de las Escrituras y estrofas de poemas. De joven me bastaba con repetir una cosa una o dos veces para recordarla. Si la repetía muchas veces, y especialmente si la escribía, dicha cosa se quedaba permanentemente grabada en mi memoria.
La juventud es la época para aprender con facilidad. Por ese motivo, los líderes de la Iglesia, desde el principio, han tenido un especial interés en los maestros de niños y de jóvenes.
Es extremadamente importante que enseñemos las lecciones del Evangelio y de la vida a los niños y a los jóvenes.
El Señor dispone la responsabilidad principal sobre los padres y les amonesta:
“…si hay padres que tengan hijos en Sión… y no les enseñen a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos, al llegar a la edad de ocho años, el pecado será sobre la cabeza de los padres”2.
El propósito básico de la Iglesia es enseñar a los jóvenes: primero en el hogar, luego en la Iglesia.
El almacenamiento de conocimiento
Otra cosa que he descubierto tiene que ver con el recordar lo que aprendimos cuando éramos jóvenes. El conocimiento almacenado en la mente joven puede aguardar durante años el momento en que se haga necesario.
Permítanme ilustrarlo. Estoy muy preocupado por la tendencia que tienen los miembros de no prestar atención al consejo del obispo o, el extremo opuesto, de llegar a depender demasiado de él.
En la conferencia general decidí hablar sobre el obispo.
Me preparé concienzudamente y acudió a mi mente una conversación de hace cincuenta años, la cual satisfizo perfectamente mi necesidad como maestro. Cito esa conversación tal y como lo hice en la conferencia general:
“Hace algunos años serví con Emery Wight en un sumo consejo de estaca. Durante 10 años, Emery había servido como obispo del Barrio Harper, en una zona rural. Lucille, su esposa, era nuestra presidenta de la Sociedad de Socorro de estaca.
“Lucille me contó que una mañana de primavera fue a su casa un vecino que quería hablar con Emery. Ella le dijo que su esposo se encontraba arando. El vecino entonces le confió su preocupación: Más temprano esa mañana, al pasar por el campo notó que, en un surco a medio terminar, la yunta de caballos de Emery estaba inmóvil y con las riendas recogidas sobre el arado. Pero Emery no se encontraba allí. El vecino no pensó que ocurriera nada malo hasta que, más tarde, cuando volvió a pasar por el campo, vio que la yunta no se había movido de allí. Saltó la cerca y cruzó el campo hasta donde se hallaban los caballos, pero Emery no estaba por ningún lado; entonces corrió de inmediato a hablar con Lucille.
“Con mucha calma, Lucille le respondió: ‘Ah, no se preocupe; sin duda alguien ha tenido algún problema y vino a buscar al obispo’.
“La sola imagen de aquella yunta de caballos parada en medio del campo durante horas simboliza la devoción de los obispos de la Iglesia y de los conse-jeros que les ayudan. Bien podría decirse, en sentido figurado, que todo obispo y todo consejero deja su yunta en un surco a medio terminar cuando alguien necesita su ayuda”3.
Nunca antes había empleado esa experiencia en un discurso; nunca había pensado en ello.
Quería estar bien seguro de esa anécdota, por lo que me puse en contacto con una de las hijas de Emery Wight, la cual accedió a recibirme en su antiguo hogar y mostrarme el campo en donde su padre habría estado arando aquel día.
Uno de mis hijos me llevó hasta allá un domingo, temprano por la mañana, y tomó varias fotografías.
Era una hermosa mañana de primavera; el campo acababa de ser arado, tal y como había acontecido años atrás, y las gaviotas se alimentaban entre los surcos recién hechos.
El despertar de ese recuerdo, el recordar aquella conversación, no es algo desconocido para mí, sino que reafirma la verdad de un pasaje que, de hecho, memoricé siendo joven:
“Ni os preocupéis tampoco de antemano por lo que habéis de decir; mas atesorad constantemente en vuestras mentes las palabras de vida, y os será dado en la hora precisa la porción que le será medida a cada hombre”4.
Y le sigue una promesa para todos los que atesoran conocimiento:
“Y quienes os reciban, allí estaré yo también, porque iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros”5.
Fue una buena lección para mí, pero ésta no acabó ahí.
De joven había pintado y tallado madera, actividades en las que era, en gran parte, autodidacta. Mientras mis hijos crecían, yo dedicaba tiempo a enseñarles las cosas que había aprendido de joven sobre la vida y sobre pintar y tallar.
Al alcanzar ellos la madurez, empecé a tallar madera como pasatiempo para relajar mi mente. Tallaba pájaros, actividad a la cual dedicaba muchas horas. Cuando me preguntaban: “¿Cuántas horas te tomó tallar esto?”, yo siempre respondía: “No sé. Si lo supiese, dejaría de hacerlo”.
Durante esas horas en las que trabajaba con las manos, meditaba en las maravillas de la creación y empezaba a fluir la inspiración. Mientras tallaba madera, daba forma a los discursos.
El tallar madera me resultaba relajante. Cuando a veces me sentía un poco tenso y de mal humor, mi esposa solía decirme: “Es mejor que empieces a tallar”.
Supongo que si a esta edad mediana más elevada mi memoria se agudizara un poco, podría señalar una de las tallas y decir qué discurso representa. Aprendí que en esos momentos apacibles podía hacer dos cosas a la vez.
La cosecha de la enseñanza
Ya no me es posible hacer esas tallas, pues es un trabajo demasiado delicado para mi vista y para las articulaciones de los dedos, los cuales se ponen un poco rígidos a causa de la polio que sufrí de pequeño. Además, las exigencias cada vez mayores de mi llamamiento limitan el tiempo que puedo dedicar tanto a tallar como a preparar discursos.
He perdido gran parte de la habilidad para tallar, pero mis hijos no, pues les enseñamos cuando eran pequeños.
La imagen de aquella yunta de caballos ha perma-necido en mi mente. Pensé que quizás podría hacer un cuadro de la yunta del obispo en el campo, con las riendas encima del arado.
Dudé en hacerlo porque habían pasado nueve años desde la última vez que pinté un cuadro. Dos amigos con talento e inspiración sobresalientes se ofrecieron para ayudarme a pintar la yunta del obispo y, dado que el mes de julio me daba un descanso de los viajes, decidí empezar.
Aprendí mucho de esos dos amigos y, de una manera muy real, ambos aparecen en el cuadro; pero recibí aún más ayuda de mis dos hijos. Uno tomó fotografías del campo arado, pues siempre intento ser lo más preciso posible al ilustrar cualquier cosa sobre madera, lienzo o con palabras.
Ésa es otra lección. Podía extraer de nuestros hijos algo que habían aprendido siendo niños.
Mi otro hijo decidió hacer una escultura en bronce de la yunta de caballos del obispo, para que le hiciera juego a mi cuadro. Pasamos muchas horas de regocijo ayudándonos el uno al otro.
Se llevó de nuestro establo un par de arneses viejos, los cuales habían estado colgados casi sin que nadie los tocase durante más de cincuenta años. Les quitó el polvo y se los llevó a casa; puso uno de ellos sobre un caballo de montar muy paciente, el cual permaneció tranquilo mientras mi hijo se lo colocaba debidamente a fin de hacer unos esbozos detallados del mismo.
Su vecino había colectado algunos arados viejos, entre los cuales había uno de la época, y del cual también hizo un boceto.
De esa forma volvimos a gozar de aquello que habíamos dado a esos hijos en su juventud. Al igual que con el resto de nuestros hijos, ellos han mejorado lo que nosotros, sus padres, les enseñamos cuando eran pequeños; y si nuestros días se prolongan en la tierra, viene una segunda cosecha —la de nuestros nietos— y quizás una tercera.
El despertar de los talentos adormecidos
Volví a aprender otra cosa. En una ocasión había pintado un cuadro inspirado por los comentarios que había oído cuando era niño; representaba las montañas Willard Peaks. Había oído a la gente mayor referirse a ellas como La Presidencia. Estas tres cumbres imponentes y sólidas que se elevan hacia el cielo simbolizaban a los líderes de la Iglesia.
Eso fue hace nueve años. Mi hijo me había llevado a Willard, Utah, y había tomado fotografías de las montañas. Volvimos una segunda vez, cuando hubiera más sombra y contraste.
Después de esos años, tuve que despertar lo que había permitido que estuviera en estado latente. Al principio fue una lucha terrible. Estuve a punto de rendirme varias veces, mas uno de mis amigos me animó, diciendo: “¡Sigue adelante! Siempre hay muchos que se quedan atrás”.
No me di por vencido por el simple hecho de que mi esposa no me dio permiso para hacerlo, y ahora me alegro de no haberlo hecho. Ya que estoy de nuevo en ello, puede que algún día vuelva a pintar algo, quién sabe.
Supongo que recuperar el talento de pintar no es del todo diferente a alguien que ha estado inactivo en la Iglesia por muchos años y que decide regresar al rebaño. Hay ese período de lucha por intentar recuperar el sentimiento de aquello que ha estado latente pero que no se ha perdido del todo. Y siempre ayuda el tener uno o dos amigos.
Ése es otro principio del aprendizaje: el aprender de las experiencias cotidianas de la vida.
Pronto terminaré el cuadro La yunta del obispo, y la escultura de mi hijo está en la fundición para sacarla en bronce.
De hecho, su escultura es mucho mejor que mi pintura, y así debiera ser. Sus dedos y su mente jóvenes responden con más agilidad que los míos.
Al avanzar hacia la edad mediana más elevada aprendemos que los huesos viejos no son tan flexibles y que las articulaciones viejas no se mueven con tanta rapidez. No es fácil atarse los zapatos una vez que se pasa de los sesenta; es a esa edad cuando ponen más bajo el piso.
Una vez más aprendemos esta lección: “…aprende sabiduría en tu juventud; sí, aprende en tu juventud a guardar los mandamientos de Dios”6.
“La gloria de Dios es la inteligencia, o en otras palabras, luz y verdad”7.
“…yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad”8.
El divino don del Espíritu Santo les es conferido a nuestros hijos cuando sólo tienen ocho años de edad.
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”9.
Presten atención a las palabras enseñará y recordará.
El enseñar a los niños lleva consigo su propia recompensa. ¿Todavía no saben que cuando enseñan, aprenden más al enseñar de lo que sus hijos al aprender?
El sacar fortaleza de los recuerdos espirituales
Existe una diferencia entre adquirir conocimiento temporal y adquirir conocimiento espiritual. Los estudiantes aprenden eso el día del examen. Es tremendamente difícil recordar algo que no se haya aprendido con anterioridad.
Ello es cierto en cuanto al conocimiento temporal, pero espiritualmente podemos sacar fortaleza de un recuerdo anterior a nuestro nacimiento. Podemos desarrollar una sensibilidad hacia las cosas que no entendimos cuando éramos jóvenes.
Wordsworth, el poeta, percibió algo de la vida preterrenal cuando escribió:
Un sueño y un olvido sólo es el nacimiento:
El alma nuestra, la estrella de la vida,
en otra esfera ha sido constituida
y procede de un lejano firmamento.
No viene el alma en completo olvido
ni de todas las cosas despojada,
pues al salir de Dios, que fue nuestra morada,
con destellos celestiales, se ha vestido…10
Extraje esas líneas de mi memoria, donde las había guardado durante una clase de inglés de mi época universitaria.
Las lecciones más importantes proceden de los acontecimientos cotidianos de la vida.
Algunas personas aguardan a tener experiencias espirituales persuasivas para confirmar sus testimonios, pero no funciona de esa manera. Son las impresiones y los impulsos apacibles de las cosas cotidianas los que nos dan la certeza de nuestra identidad como hijos de Dios. Vivimos muy por debajo de nuestros privilegios cuando buscamos señales y “traspasa[mos] lo señalado”11 en busca de acontecimientos maravillosos.
Somos hijos de Dios, pues vivimos con Él en la vida preterrenal. De vez en cuando el velo se rasga y recibimos una sutil indicación de quiénes somos y del lugar que ocupamos en el esquema eterno de las cosas. Llámenle el recuerdo o discernimiento espiri-tual, mas se trata de uno de esos testimonios de que el Evangelio de Jesucristo es verdadero. Recibimos este tipo de revelación cuando estamos enseñando.
Una vez oí al presidente Marion G. Romney (1897–1988) decir: “Siempre sé cuando estoy hablando bajo la influencia del Espíritu Santo, porque siempre aprendo algo de lo que he dicho”.
El Señor dijo a los élderes:
“No sois enviados para que se os enseñe, sino para enseñar a los hijos de los hombres las cosas que yo he puesto en vuestras manos por el poder de mi Espíritu;
“y a vosotros se os enseñará de lo alto. Santificaos y seréis investidos con poder, para que impartáis como yo he hablado”12.
Aun si la cosecha de conversos es escasa para los misioneros, tanto ellos como la Iglesia reciben poder espiritual, ya que ellos aprenden mediante la enseñanza que llevan a cabo.
El presidente de un quórum de diáconos debe sentarse en concilio para enseñar a sus compañeros diáconos13. El presidente de un quórum de élderes debe enseñar a los integrantes de su quórum de acuerdo con los convenios14.
Pablo le dijo a Timoteo: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros”15.
Pablo explicó en doce palabras cómo la enseñanza es una recompensa en sí misma:
“Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas?
“Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras?”16.
El ser un aprendiz dispuesto
Hace unos días recibí una carta de disculpa —como me ha acontecido en muchas ocasiones— procedente de alguien a quien no conozco. La carta hablaba de lo resentido y enfadado que un miembro se había sentido durante mucho tiempo a causa de un discurso que yo había pronunciado. Era una petición de perdón.
Soy presto para perdonar. Tanto al pronunciar un discurso como al perdonar, no soy más que un agente.
Las Escrituras contienen muchas referencias reve-ladoras de lo “duro”17 que fue para los israelitas y los nefitas el dar oído a las palabras de los profetas y los apóstoles. Es muy fácil rechazar una enseñanza y resentirse con el maestro, lo cual ha sido el pan de cada día de los profetas y los apóstoles desde el principio.
Una de las Bienaventuranzas enseña:
“Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.
“Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”18.
Generalmente, las cartas de disculpa dicen: “No podía entender por qué tuvo usted la necesidad de hacerme sentir tan incómodo y culpable”. Entonces, de entre la lucha, emerge un concepto, una inspiración, una comprensión de causas y efectos, para finalmente llegar a ver y entender por qué el Evangelio es como es.
Menciono uno de muchos temas. Una hermana puede llegar a entender por fin por qué hacemos tanto hincapié en la importancia de que las madres se queden en casa con los niños. Entiende que ningún servicio iguala el refinamiento exaltador que emana de la maternidad abnegada. Tampoco debe renunciar al refinamiento intelectual, cultural y social; todas esas cosas tienen su lugar —en el momento apropiado— pues son inherentes a la virtud eterna que procede de la enseñanza de los niños.
Ninguna enseñanza es semejante ni es más espiri-tualmente gratificante ni más sublime que la de la madre que enseña a sus hijos. Es posible que una madre piense que no está a la altura en el conocimiento de las Escrituras porque está ocupada enseñando a su familia, mas no por ello recibirá una recompensa menor.
El presidente Grant Bangerter estaba teniendo una conversación doctrinal con el presidente Joseph Fielding Smith, quien realizaba una gira de esa misión en Brasil. La hermana Bangerter los escuchaba y, finalmente, dijo: “Presidente Smith, he estado ocupada criando a mis hijos y no he tenido tiempo de convertirme en una erudita de las Escrituras como mi esposo. ¿Iré al reino celestial con Grant?”.
El presidente Smith meditó un momento y entonces dijo: “Bueno, tal vez, si es que le hace un pastel”.
A un hombre le costará igualar la medida de refinamiento espiritual que se desarrolla en su esposa al enseñar ésta a sus hijos; y si él entiende siquiera algo del Evangelio, sabrá que no puede ser exaltado sin ella. Su mejor esperanza reside en ser un guía atento y un compañero responsable en la educación de los hijos.
Las bendiciones a los maestros
Consideren esta promesa:
“Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará [a los maestros], para que [el maestro, la madre, el padre] seáis más perfectamente instruidos en teoría, en prin-cipio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que os conviene [al padre y a la madre] comprender”20.
Fíjense en que la promesa es más para el maestro que para el estudiante.
“Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará [a ustedes que enseñan a sus hijos, o en la Primaria, en la Escuela Dominical, en los Hombres y Mujeres Jóvenes, en el sacerdocio; seminario o Sociedad de Socorro]”, para que puedan llegar a saber:
“de cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de la tierra; cosas que han sido, que son y que pronto han de acontecer; cosas que existen en el país, cosas que existen en el extranjero; las guerras y perplejidades de las naciones, y los juicios que se ciernen sobre el país; y también el conocimiento de los países y de los reinos,
“a fin de que [vosotros que enseñáis] estéis prepa-rados en todas las cosas, cuando de nuevo os envíe a magnificar el llamamiento al cual os he nombrado y la misión con la que os he comisionado”21.
Pablo profetizó al joven Timoteo “que en los pos-treros días vendrán tiempos peligrosos”22. Dijo, además: “…los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados”23.
Pero aún así podemos estar a salvo, pues nuestra seguridad reside en enseñar a los niños.
“Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”24.
Pablo aconsejó a Timoteo:
“Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido;
“y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”25.
Ésta es la Iglesia de Jesucristo; es Su Iglesia. Él es nuestro ejemplo, nuestro Redentor. Se nos manda ser “como él es”26.
Él fue un maestro de niños. Él mandó a Sus discípulos en Jerusalén: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos”27.
En el relato del ministerio del Salvador entre los nefitas, quizás más que en cualquier otro lugar, podemos ver en lo más profundo de Su alma:
“Y aconteció que mandó que trajesen a sus niños pequeñitos.
“De modo que trajeron a sus niños pequeñitos, y los colocaron en el suelo alrededor de él, y Jesús estuvo en medio; y la multitud cedió el paso hasta que todos le fueron traídos…
“[Él] lloró, y la multitud dio testimonio de ello; y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos.
“Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo;
“y habló a la multitud, y les dijo: Mirad a vuestros pequeñitos.
“Y he aquí, al levantar la vista para ver, dirigieron la mirada al cielo, y vieron abrirse los cielos, y vieron ángeles que descendían del cielo cual si fuera en medio de fuego; y bajaron y cercaron a aquellos pequeñitos, y fueron rodeados de fuego; y los ángeles les ministraron.
“Y la multitud vio y oyó y dio testimonio; y saben que su testimonio es verdadero, porque todos ellos vieron y oyeron”28.
Sé que ese registro es verdadero. Testifico de Él y bendigo a todos ustedes que en Su nombre enseñan a los niños.
De un discurso pronunciado en una reunión espiritual de la Semana de la Educación celebrada en la Universidad Brigham Young el 17 de agosto de 1999 (véase Liahona, mayo de 2000, páginas 14–23).