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Lecciones que aprendí como voluntaria en un campo de refugiados
La autora vive en Utah, EE. UU.
Serví en el campo de refugiados más grande de Grecia, y fue una experiencia que me cambió la vida.
En noviembre de 2015, desde la comodidad de mi cálida cama, vi un video sobre la devastadora crisis de los refugiados que estaba ocurriendo en Grecia. Cuando terminó el video, sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Sabía lo que significaba esa sensación familiar. Había tenido una impresión, y pocas semanas después, me encontré adentrándome en el inquietante núcleo del campo de refugiados más grande de la isla de Lesbos.
Como dijo el élder Patrick Kearon, del Cuórum de los Setenta, en una conferencia general: “… [l]a realidad de esas situaciones se tiene que ver para creer”1.
Puedo testificar que esto es verdad.
Después de presenciar por mí misma las increíbles condiciones y de saber lo peligroso que habría sido para los refugiados del campo llegar hasta allí con vida, le pregunté a un hombre sirio por qué arriesgaba tanto para llegar hasta allí. Su respuesta acabó con mi ingenuo desconcierto:
“O nos quedamos y morimos, o nos vamos y a lo mejor morimos”.
Mi estancia en el campo de refugiados de Moria fue una de las experiencias más difíciles de mi vida, pero también llegó a ser rápidamente una de las más inspiradoras. Al principio no creía que las pequeñas tareas que se me asignaban estuvieran marcando la diferencia para nadie, pero experimenté de primera mano el poder verdadero e indiscutible que tiene, en verdad, el amor.
La influencia del amor
Una tarde estaba hablando con Ebrahim, un nuevo amigo de Irán. Él quería saber cuánto me pagaban por ayudar en el campo. Sonreí y le dije a Ebrahim que era voluntaria. Él nunca había oído hablar de esa palabra, así que se lo expliqué. Se quedó sorprendido y me preguntó cuánto dinero ganaba mi líder del equipo. Me reí y le dije que todos en ese campamento éramos voluntarios.
Supongo que se corrió la voz, porque más de mis nuevos amigos empezaron a comentar sobre ello, mencionando lo sorprendidos que estaban de que les ayudáramos a cambio de nada. Nunca habían visto nada parecido.
Después del trato horrible e inhumano que habían recibido, tenían razón al pensar que nadie los ayudaría, especialmente desconocidos. Muchos me dijeron que no tenían idea de lo que les pasaría una vez que llegaran a suelo europeo. Qué gran sorpresa debe haber sido el ser recibidos desde un mar embravecido hacia brazos abiertos y solidarios y mantas de emergencia.
No pasó mucho tiempo después de que estas conversaciones sobre nosotros, los voluntarios, empezaran a rondar por el campamento que me di cuenta de algo muy interesante. ¡Los refugiados empezaron a ayudarme con mis tareas! Empezaron a recoger la basura, preguntaron si podían ayudar a preparar bebidas calientes y servirlas durante las noches heladas, ayudaron a doblar, clasificar y distribuir la ropa donada y a desmontar las tiendas. Y, para mi sorpresa, al final de mi servicio, apenas quedaban tareas por hacer.
No podía cargar un cántaro de agua pesado sin que un hombre se ofreciera a llevarlo por mí. No podía lavar los platos sin que los refugiados me dijeran alegremente que lo harían ellos. Y no solo no podía abrir una bolsa de basura sin que un grupo de muchachos se apresurara a ayudar, sino que ¡los refugiados casi habían dejado de tirar la basura al suelo!
Los cambios que presencié dentro del campamento fueron innegables.
Cuando llegó el sombrío día en que tenía que dejar a las personas que tanto había llegado a querer, un hombre me reconoció en el ferry. Se acercó para agradecerme lo que había hecho, cuando vio que solo tenía un billete de clase turista. Insistió en que cambiara mi billete por el suyo de primera clase para el largo viaje de 14 horas. Me dijo que el ver los ejemplos de los voluntarios le había cambiado. Él también quería ayudar a otra persona, y cambiar su billete era lo mejor que podía hacer en ese momento.
“Por favor”, suplicó. “Por favor”.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al ser testigo, una vez más, del efecto dominó que pueden causar el servicio y el amor genuinos.
Había sido muy ingenua al pensar que las pequeñas tazas de té que había estado sirviendo realmente no estaban marcando la diferencia para nadie.
Nos necesitamos el uno al otro
Gracias a esa experiencia, me he dado cuenta de que esas personas realmente nos necesitan. Necesitan nuestro tiempo, necesitan nuestras donaciones, necesitan nuestro amor y necesitan nuestros ejemplos. Y nosotros también las necesitamos.
Qué hermoso sería el mundo si, en lugar de darles la espalda o dejar que se adapten solos a sus nuevas circunstancias, pudiéramos abrazarlos como lo haría nuestro Salvador; mostrándoles amor, pertenencia y gratitud, e inculcándoles el deseo de servir a los demás cuando ellos mismos puedan hacerlo.
Con las continuas crisis de refugiados en todo el mundo y las distintas creencias sobre cómo manejarlas, a menudo recuerdo el principio de Mosíah 4:19: “Pues he aquí, ¿no somos todos mendigos? ¿No dependemos todos del mismo Ser, sí, de Dios, por todos los bienes que tenemos; por alimento y vestido; y por oro y plata y por las riquezas de toda especie que poseemos?”.
Ruego que algún día lleguemos a darnos cuenta de que todos somos mendigos. Todos necesitamos ayuda en esta vida, y ahora creo firmemente que el Padre Celestial espera que aprendamos del inevitable sufrimiento que ocurre a nuestro alrededor en la vida terrenal. Podemos aprender a amar y servir a los necesitados.
Experiencias como la de servir en un campo de refugiados nos dan la oportunidad de ser seres humanos más humildes, más comprensivos y más compasivos. Y nos dan el honor y el privilegio sagrados de tender la mano a nuestros hermanos y hermanas y desarrollar un amor mutuo verdadero y perfecto, semejante al de Cristo.
Ya sabía que Dios ama a esos refugiados tanto como para haber enviado a otras personas a ayudarlos, pero ahora comprendo que Él también me ama como para permitirme aprender de ellos también.
Al principio de mi servicio, me sentía desanimada e inútil y deseaba tanto poder arreglar todos los problemas, o al menos hacer algo más que simplemente servir té a esas personas que lo merecían. Pero al final fui testigo de los efectos, mucho más grandes, de lo que en realidad estaba haciendo ahí. Mi llamamiento en realidad consistía en difundir la esperanza, la bondad y la luz en un mundo que se oscurece.
Todos somos hijos de padres celestiales, y hay mucho que podemos hacer para ayudarnos los unos a los otros, doquiera que estemos.