El guarda de mi hermano
“Nuestro servicio al prójimo tal vez no sea tan espectacular, pero podemos fortalecer el espíritu humano, arropar cuerpos fríos, alimentar al hambriento, consolar a los acongojados y elevar almas preciosas a nuevas alturas.”
La Santa Biblia es una fuente de inspiración para mi. Este sagrado libro ha inspirado a la humanidad y motivado a sus lectores a vivir los mandamientos de Dios y a amarse los unos a los otros. Se imprime en grandes números, se ha traducido en mas idiomas y ha llegado al corazón de mas hombres que ningún otro libro.
En particular, me gusta leer, del libro de Génesis, el relato que describe la creación del mundo. Meditad en la poderosa declaración: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios …” (Génesis 1:27-28.)
El gozo se transforma en tristeza cuando nos enteramos de la trágica muerte de Abel por mano de su hermano Caín. En este breve versículo se encuentran capítulos de asesoramiento, lecciones para vivir y dirección de Dios: “Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde esta Abel tu hermano? Y el respondió: No se. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4:9.)
Estas dos significativas preguntas se hacen y se contestan en temas que se enseñan en las Escrituras. Uno de estos ejemplos se encuentra en la vida de José y sus hermanos. Como recordareis, José fue grandemente favorecido de su padre, Jacob, lo cual ocasionó celos y amargura por parte de sus hermanos. Estos siguieron el plan que habían tomado para matarlo, poniéndolo en un pozo sin alimento y sin agua para subsistir. Al ver que llegaba una caravana de mercaderes, los hermanos de José decidieron venderlo en lugar de matarlo. Por veinte monedas de plata lo sacaron del pozo y mas tarde fue a parar a la casa de Potifar, en la tierra de Egipto. Allí, prosperó porque “Jehová estaba con José” (Génesis 39:2).
Después de los años de abundancia, siguieron los años de escasez. Durante este ultimo periodo, cuando los hermanos de José llegaron a Egipto para comprar maíz, fueron bendecidos por este hombre tan favorecido en Egipto, o sea, su propio hermano. José muy bien hubiera negociado en forma severa debido al cruel y terrible trato que de ellos había recibido. Sin embargo, fue bondadoso y gentil y se ganó su confianza y apoyo con estas palabras y hechos: “Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios …
“Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación.
“Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios …
“Y besó a todos sus hermanos, y lloró sobre ellos; y después sus hermanos hablaron con el.” (Génesis 45: 5, 7-8, 15.) Habían encontrado a su hermano. José, en todo el sentido de la palabra, era el guarda de sus hermanos.
En el emotivo ejemplo del Buen Samaritano, Jesús enseña vívidamente la interpretación del mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 19:19) y contesta eficazmente la perturbadora pregunta: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”
Un panorama total de oportunidad se despliega ante nosotros cuando contemplamos la magnitud de la amonestación del rey Benjamin, registrada en el Libro de Mormón: “… cuando os halláis en el servicio de vuestros semejantes, sólo estáis en el servicio de vuestro Dios”. (Mosíah 2:17.)
Apenas la semana pasada, a la Primera Presidencia y al Quórum de los Doce, se les di o la oportunidad de visitar la nueva exhibición de la historia de la Iglesia en el museo ubicado al oeste de la Manzana del Templo. Me encantó la replica del vestíbulo del Barrio Cuarto, uno de los barrios originales del valle. Note, con bastante interés, el mapa alumbrado que ilustra el recorrido de los pioneros desde Nauvoo. Sin embargo, me emocioné cuando contemple un carro de mano original colocado en un lugar de honor. Este me comunicó en una forma callada pero elocuente acerca de su larga e impresionante jornada.
Unámonos, por un momento, al capitán Edward Martin y a la caravana de carros de mano que el guió. Aunque no sentiremos los agudos dolores del hambre que ellos sintieron, ni el amargo frío que penetró sus débiles cuerpos, obtendremos de nuestra visita un mejor aprecio por los sufrimientos que padecieron, por el valor que demostraron y por su enorme fe. Seremos testigos, con los ojos llenos de lagrimas, de una dramática respuesta a la pregunta: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”
Los carros de mano salieron el 3 de noviembre y llegaron hasta el parcialmente congelado río. Parecería que el cruzarlo requeriría mas valor y fortaleza de lo que la naturaleza humana fuese capaz de acumular. Las mujeres se acobardaron y los hombres lloraron; algunos se abrieron paso mientras que otros no tenían las fuerzas para hacerlo.
“Tres jóvenes de 18 años que formaban parte del equipo de auxilio acudieron al rescate y, para el asombro de todos, cruzaron en medio de las congeladas aguas a casi cada miembro de la desafortunada compañía. La fatiga fue tan terrible y estuvieron expuestos tanto tiempo a la intemperie que mas tarde los tres jóvenes fallecieron debido a sus esfuerzos de rescate. Cuando el presidente Brigham Young se enteró de este acontecimiento tan heroico, lloró como un niño y públicamente declaró: ‘Ese solo acto asegurara que C. Allen Huntington, George W. Grant y David P. Kimball obtengan la salvación en el Reino Celestial de Dios, mundos sin fin’.” (Leroy R. Hafen y Ann W. Hafen, Handcarts to Zion, Glendale, California: The Arthur H. Clark Company, 1960, págs. 132-133.)
Nuestro servicio al prójimo tal vez no sea tan espectacular, pero podemos fortalecer el espíritu humano, arropar cuerpos fríos, alimentar al hambriento, o consolar a los acongojados y elevar almas preciosas a nuevas alturas.
Junius Burt, originario de Salt Lake City, un obrero de muchos años del Departamento de Calles, relató una experiencia muy emotiva e inspiradora. Dijo que en una fría mañana invernal, el grupo de hombres encargados de limpiar las calles estaban quitando grandes pedazos de hielo de las cunetas. Junto con el equipo regular había otros obreros temporales que desesperadamente necesitaban trabajar. Uno de ellos vestía solo una chaqueta liviana y se vea terriblemente resfriado. Un hombre esbelto, con una barba muy bien arreglada, se detuvo y le preguntó al obrero: “¿Dónde esta su abrigo? En mañanas como estas necesita mas que una chaqueta delgada”. El hombre le contestó que no tenia uno. El visitante prosiguió a quitarse el abrigo, se lo dio al hombre y le dijo: “Tenga, se lo regalo; es de lana gruesa y lo mantendrá abrigado. Yo trabajo en el edificio de enfrente”. La calle era South Temple. El Buen Samaritano que se encaminó al Edificio Administrativo de la Iglesia para empezar sus labores diarias sin abrigo fue George Albert Smith, Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. Su obra tan generosa reveló su tierno corazón. Sin duda, era el guarda de su hermano.
En diciembre de 1989, el esperado y hermoso Templo de Las Vegas fue dedicado en inspiradoras sesiones que duraron tres días. Los mensajes y la música de las sesiones dedicatorias elevaron nuestro corazón hacia los cielos e instaron al escuchante a obedecer los mandamientos de Dios y a emular el ejemplo de rectitud que enseñó Jesús de Nazaret. Las intenciones egoístas se convirtieron en genuino interés por el prójimo. Uno de los sermones recalcó el mandamiento del Señor, tal como se encuentra registrado en Mateo:
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan;
“sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.
“Porque donde este vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” (Mateo 6:19-21.)
Después de la sesión en la cual se leyó este pasaje de las Escrituras, uno de los acomodadores me entregó un sobre cerrado con una carta escrita a mano Permitidme compartir con vosotros el contenido de dicha carta:
“Estimado presidente Monson:
“Mi esposo y yo sentimos que la terminación y dedicación de este hermoso Templo de Las Vegas, Nevada, es el mejor regalo que podríamos recibir durante esta sagrada estación. Los templos son un regalo muy especial para todo el mundo; y mientras usted hablaba en cuanto a miembros que son dignos de obtener las bendiciones en la Casa del Señor pero que carecen de los medios económicos para asistir al templo, nuestro corazón se conmovió.
“Presidente Monson, debe haber una familia, en alguna parte, que necesite asistir al templo. Cuando mi querido compañero y yo hablamos del gran gozo que tenemos durante esta estación navideña, los dos acordamos que ningún regalo material se puede comparar con lo que hemos recibido en estos servicios dedicatorios. En lugar de gastar los fondos que habíamos planeado en regalos, quisiéramos darle estos $500 dólares para ayudar a una familia que este esperando recibir sus investiduras y sellarse por toda la eternidad. Apreciamos la ayuda que pueda prestarnos en este deseo de regalarnos esto el uno al otro esta Navidad.”
La carta no estaba firmada; los donadores permanecen anónimos. Quizá este hermano este viendo esta sesión de la conferencia general. Si así es, le agradaría saber que este regalo hizo posible que una familia digna del distrito de Villa Real, Misión Portugal Porto, fuera al templo y recibiera las preciadas bendiciones. A los dadores desconocidos de este preciado regalo les extiendo mi agradecimiento por ser guardas de sus hermanos. Estoy seguro de que vuestra estación navideña estuvo llena de gozo y de paz.
No hay manera de saber cuando se nos presentara el privilegio de extender la mano. El camino a Jericó por el que viaja cada uno no tiene nombre, y el débil viajero que necesita nuestra ayuda tal vez sea un desconocido. Con mucha frecuencia el que recibe estos actos de bondad no expresa sus sentimientos y nos priva de presenciar los destellos de grandeza y del toque de ternura que nos motivan a hacer lo mismo. El autor de una carta que recibimos hace poco en las Oficinas Generales expresó verdadera gratitud; no tenia remitente, pero el matasellos provenía de Portland, Oregon.
“A la Oficina de la Primera Presidencia:
“En una ocasión, la ciudad de Salt Lake me brindó hospitalidad cristiana durante mis días de vagabundo.
“En un viaje que hice en ómnibus, a lo largo del país, con destino a California, me detuve en la terminal de Salt Lake, enfermo y temblando debido a las horas sin dormir y por falta de una medicina muy necesaria. Debido a la prisa por salir de una situación mala, en Boston, me olvide por completo de la medicina.
“En el restaurante del Hotel Temple Square me senté, abatido, con la cabeza gacha, mirando una taza de café, que realmente no quería. De pronto, vi a una pareja que se acercaba a la mesa. “¿Estas bien, joven?’, me preguntó la mujer. Levanté la vista lloroso y, temblando, les conté mi historia y las condiciones en que me encontraba. Escucharon con atención y paciencia mis casi incoherentes divagaciones y se hicieron cargo de la situación. De seguro eran ciudadanos muy importantes, ya que después que hablaron con el gerente del restaurante me dijeron que podía comer todo lo que quisiera durante cinco días. Me llevaron al hotel y alquilaron un cuarto para mí por cinco días. Después me llevaron a una clínica y se aseguraron de que recibiera el medicamento que necesitaba, o en otras palabras, lo que necesitaba para recuperar la cordura y sentirme aliviado.
“Mientras me recuperaba y fortalecía, me propuse asistir diariamente a los recitales del órgano en el Tabernáculo. Los sonidos celestiales de ese instrumento, desde los acordes mas delicados hasta las notas mas fuertes, es la resonancia mas sublime que jamas he escuchado. He obtenido los discos y cintas del órgano y del Coro del Tabernáculo y en ellos me consuelo cuando hay que suavizar y fortalecer el débil espíritu.
“El ultimo día que estuve en el hotel, antes de seguir mi jornada, entregue la llave y me dieron un mensaje de esa pareja: ‘Paganos mostrando generosidad a otra alma acongojada que encuentres en tu camino’. Esa era mi costumbre, pero decidí ser mas presto en identificar al necesitado.
“Deseo lo mejor para ustedes. No se realmente si estos son los ‘últimos días’ de los que hablan las Escrituras, pero si se que dos miembros de su Iglesia fueron como santos para mí en mis horas de mas necesidad. Pense que le gustaría saberlo.”
¡Que relato tan emotivo! Acude a la mente la experiencia que tuvo Jesús cuando sanó a los diez leprosos.
“Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz,
“y se postró rostro en tierra a sus pies …
“Y [Jesús] le dijo: Levántante, vete; tu fe te ha salvado.” (Lucas 17:1W16, 19.)
El deseo de ayudar a otra persona, la búsqueda de la oveja perdida, tal vez no de resultados inmediatos. A veces el progreso es lento y hasta indistinguible. Esta fue la experiencia de mi gran y viejo amigo Gil Warner, que servia como un nuevo obispo cuando “Douglas”, un miembro del barrio, transgredió y fue excomulgado de la Iglesia. E1 padre estaba triste, la madre totalmente desconsolada. Douglas se mudó a otro estado. Los años pasaron pero el obispo Warner, ahora miembro del sumo consejo, nunca dejó de pensar en que habría sido de Douglas.
En 1975 asistí a la conferencia de estaca de Parley; el domingo muy temprano se llevó a cabo la reunión para los lideres del sacerdocio. Hable del sistema disciplinario de la Iglesia y de la necesidad de laborar con todo amor para rescatar a los que se hayan extraviado. Gil Warner pidió la palabra y después nos contó la historia de Douglas. Finalizó haciendo la pregunta: “¿Quien es responsable de trabajar con Douglas para que regrese a la Iglesia?” Mas tarde Gil me dijo que la respuesta que yo le había dado había sido directa y sin rodeos: “Gil, es tu responsabilidad; tu eras su obispo y el sabia que te interesabas”.
Sin que Gil Warner lo supiera, la semana anterior la madre de Douglas había ayunado y orado para que alguien ayudara a salvar a su hijo. Gil se enteró de ello cuando sintió que debía llamarla e informarle de su resolución de ayudar.
Gil empezó la odisea de la redención de Douglas. Se comunicó con el y recordaron tiempos felices ya pasados. Le expresó su testimonio, le comunicó su amor y le inspiró confianza; no obstante, todo iba muy despacio. Con frecuencia se percibía el desanimo, pero paso a paso, Douglas iba por el buen camino. Por fin las oraciones fueron contestadas, los esfuerzos recompensados y se obtuvo la victoria. Douglas recibió la aprobación para ser bautizado.
Se fijó la fecha para el bautismo, los miembros de la familia se reunieron y el ex obispo Gil Wamer viajó hasta Seattle para esa ocasión. Podemos imaginamos el gozo supremo que sintió el obispo Wamer, vestido de blanco, al lado de Douglas con el agua hasta la cintura, al levantar el brazo derecho en forma de escuadra y repetir las palabras sagradas: “Habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. (D. y C. 20:73.) Se encontró al que una vez se había perdido. Una misión de 26 años, marcada con amor y determinación, se finalizó con todo éxito. Gil Wamer me dijo: “Ese fue uno de los días mas grandiosos de mi vida. Ahora conozco el gozo prometido por el Señor cuando declaró: ‘Y si acontece que trabajáis todos vuestros días … y me traéis, aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!’” (D. y C. 18:15.)
Si el Señor le preguntara a Gil Wamer hoy, tal como lo hizo con el hijo de Adán hace muchos años: “<Dónde esta Douglas, tu hermano?”, el obispo Warner podría contestar: “Señor, soy el guarda de mi hermano; he aquí a Douglas, tu hijo”.
Que todos nosotros, poseedores del sacerdocio de Dios, demostremos, por nuestro ejemplo, que somos el guarda de nuestro hermano, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.