La Fortaleza Que Nos Da Nuestro Salvador
“Hermanas, fortalézcanse buscando la fuente de la verdadera fortaleza, que es nuestro Salvador. Vengan a El. El las ama.”
Mis queridas hermanas, ¡aloha! Que gran regocijo es reunirnos con ustedes esta noche y sentirnos unidas a todas nuestras hermanas de la Iglesia al prestar servicio, como lo hemos visto en ese video, con el apoyo y la dirección de nuestros lideres del sacerdocio. Me siento agradecida por la guía que recibimos de los profetas, Apóstoles y los demás líderes de la Iglesia.
En esta oportunidad, quisiera darles algunas ideas sobre el modo de fortalecer la familia. Si les preguntara que enseña la Iglesia sobre ello, sin duda me dirían: “pasar tiempo juntos, orar en familia, realizar la noche de hogar y estudiar regularmente las Escrituras también en familia”. Además de esas importantes actividades, quisiera hablar del establecer familias mas firmes, fortaleciéndonos mas nosotras: teniendo una fe mas firme en nuestro Salvador. La familia firme en la fe proviene de personas firmes en la fe.
El presidente Gordon B. Hinckley ha dicho:
“La fortaleza de la Iglesia no esta en los miles de centros de reuniones que tiene en todo el mundo, ni en sus universidades, ni en sus institutos y seminarios. Todos estos son parte de ella, convenientes medios para lograr un fin, pero son solo complementos de su verdadera fortaleza. La fortaleza de esta Iglesia reside en el corazón de su pueblo, en el testimonio y la convicción individuales de la verdad de esta obra” (“¿No es acaso la verdad?”, Mensaje de la Primera Presidencia, Liahona, octubre de 1993, pág. 5).
Todas las mujeres tenemos una imagen de la familia ideal: el casamiento en el templo con un leal poseedor del sacerdocio e hijos obedientes y fieles. Sin embargo, el presidente Benson indicó que solo el 14 por ciento de todas las familias de los Estados Unidos en 1980 eran familias tradicionales constituidas por el padre, la madre que no trabaja fuera del hogar y los hijos. (Véase “Principios fundamentales en las relaciones familiares perdurables”, Liahona, enero de 1983, pág. 1 13.) Estadísticas fidedignas indican que solo una de cada cinco familias mormonas de los Estados Unidos tienen al padre y a la madre casados en el templo con hijos en el hogar (Encyclopedia of Mormonism, tomo IV, pág. 1: 532).
Como lo ha señalado el elder Ballard, hay gran diversidad entre los hogares Santos de los Últimos Días; pero en todos ellos puede reinar la rectitud donde las personas se amen las unas a las otras, amen al Señor y se fortalezcan mutuamente.
Quisiera emplear un ejemplo: Tengo aquí dos acolchados. Los dos se han hecho a mano, son bonitos y deliciosos para envolverse con ellos o para envolver a un nietecito. Fíjense en este acolchado: es hawaiano y tiene un diseño predecible, o sea, que al ver la mitad de el se puede predecir el dibujo que tiene en la otra mitad. A veces, nuestra vida tiene un diseño predecible, feliz y ordenado.
Fijémonos ahora en este otro acolchado … su estilo es extravagante; algunas piezas son del mismo color y todas son de distintos tamaños y de extrañas formas, que se juntan en ángulos raros. Este es un acolchado impredecible. A veces nuestra vida es impredecible, pues no sigue un diseño determinado, ni esta muy en orden.
Y bien, no hay una sola forma apropiada de hacer un acolchado en tanto las piezas se hayan unido con una costura firme. Estos dos acolchados nos darán abrigo. Los dos son bonitos y se han hecho con amor. Tampoco hay una sola forma apropiada de ser una mujer mormona, en tanto nos mantengamos firmemente cimentadas en la fe en nuestro Salvador, hagamos convenios y los guardemos, vivamos los mandamientos y trabajemos juntas con caridad.
Todas encaramos diferentes circunstancias familiares y distintas situaciones en casa, y todas necesitamos fortaleza para hacerles frente. Esa fortaleza proviene de la fe en cl amor de nuestro Salvador y en el poder de Su expiación. Si con confianza ponemos nuestra mano en la del Salvador, haremos efectiva la promesa de la oración sacramental de que su Espíritu nos acompañe siempre. Todos los problemas pueden abordarse con esa fortaleza, y todos los demás problemas son secundarios en urgencia al hecho de mantener una firme vida espiritual.
Si tenemos fe, tendremos deseos de orar a menudo y con sinceridad, y el Espíritu nos enseñará aquello por lo que debemos orar. (Véase Romanos 8:26–27.) Tendremos la disposición de animo indispensable para prestar servicio caritativo al prójimo. Contaremos con la sabiduría que nos haga falta para cumplir con nuestros llamamientos de la Iglesia. Formaremos un compañerismo cariñoso y respetuoso con nuestro marido, nuestros hilos, padres y amistades.
Si siempre tenemos el Espíritu de Cristo con nosotras, tendremos un sabio consultor al cual acudir cuando no sepamos como hacer frente a las necesidades de nuestros hijos. Recibiremos ayuda para tomar decisiones inteligentes y fortaleza para llevarlas a cabo. Daremos y recibiremos amistad leal, y sabremos en nuestro interior cuando el consejo que nos den los demás sea en verdad el adecuado a nuestras necesidades. Tendremos una clara visión de los ideales del evangelio y procuraremos alcanzarlos aunque necesitemos paciencia para enfrentarnos a las trabas que nos presente la realidad. Por medio de la fe en el Salvador, magnificaremos nuestras oportunidades, haremos frente a nuestros problemas, y mantendremos aquellas y estos en su debida perspectiva.
En las familias firmes se forman personas firmes que, a su vez, fortalecen a los demás familiares. Nos animamos unos a otros en ocasiones diversas. Yo he vivido eso en mi propia vida.
Cuando mi esposo y yo nos casamos, yo era miembro de la Iglesia pero cl no lo era. Aunque me inquietaba que no fuera mormón, los dos teníamos una gran fe en nuestro Salvador, y presentía que Ed buscaría la verdad y la aceptaría. Diez meses después de nuestro casamiento, se bautizó. Éramos los únicos miembros de la Iglesia de nuestras respectivas familias, y nos fortaleceríamos el uno al otro.
Cuando Ed fue ordenado al Sacerdocio de Melquisedec, el concepto del sacerdocio nos emocionó vivamente. El fue el primer poseedor del sacerdocio de la familia Okazaki, y, yo, desde luego, no tenía parientes poseedores del sacerdocio. Hablábamos del sacerdocio y nos esforzamos juntos por comprenderlo. Cuan agradecida me siento por la bondad de Ed y por las muchas oportunidades que la Iglesia le dio de ser una bendición para los demás. El nunca tomó su sacerdocio con ligereza, sino que siempre fue un privilegio para el, y lo ejerció con acción de gracias y con humildad. El apoyar a mi marido en sus llamamientos y el apoyarme el a mi en los míos era parte del compañerismo de nuestro matrimonio.
En 1988, se nos llamó a una entrevista con el Comite Misional. Como supusimos que tal vez hubiera un llamamiento en perspectiva, mi marido, que había tenido un ataque de apoplejía dos años antes, lo cual le. afectó el corazón, fue a hacerse un reconocimiento médico para saber a ciencia cierta si podía aceptar un llamamiento misional. El médico le dijo categóricamente que no saliera del país. Por eso, cuando le preguntaron si aceptaba un llamamiento para servir en el extranjero, con tristeza tuvo que repetir el veredicto del médico. Yo lo habría apoyado de todo corazón en ese llamamiento que no pudo ser.
Unas semanas mas tarde, yo recibí el llamamiento de servir en la Mesa Directiva General de la Primaria y, un año y medio después, fui llamada al cargo que ocupo actualmente en la Sociedad de Socorro.
Cuando me iban a apartar, el presidente Monson, que nos había conocido desde hacia años, le dijo a mi esposo: “Eddie, Chieko te ha apoyado en tus llamamientos del sacerdocio-en el obispado, como presidente de misión y como Representante Regional-. Ahora te toca a ti apoyarla a ella”. Ed, sonriente convino en hacerlo. Naturalmente, eso no era nada nuevo para Ed.
Mi marido y yo fuimos felices progresando en el evangelio como familia, agradecidos de poder criar a nuestros hijos y de verlos crecer y convertirse en hombres autosuficientes, preparados para ayudar a los demás. Nos sentimos felices por la fortaleza que una inteligente y delicada nuera trajo a nuestra familia. Nos llenó de alegría ver nacer a nuestros nietos y verlos seguir el ciclo de la vida familiar.
Nunca había reconocido la fortaleza personal de mis hijos como el año pasado cuando mi marido se estaba muriendo. Los tres nos apoyábamos mutuamente y nos consultábamos unos a otros; Ken se encargó de hablar con los médicos y de los asuntos del hospital. Posteriormente, cuando mi esposo Ed falleció, Boh se encargó de los trámites del funeral y de los trámites legales que había que seguir. Del servicio funerario, me encargue yo. Mientras cada uno de nosotros pasaba por las diversas etapas de la conmoción emocional y del dolor, nos servíamos de apoyo el uno al otro. Si uno de nosotros precisaba armarse de valor, podía hacerlo, e igualmente si otro necesitaba estar a solas con su pesar, también tenía la libertad de hacerlo.
He citado el ejemplo de mi propia familia, porque he visto por mí misma que es a nuestros familiares a los que recurrimos en crisis como esas. Pero sean cuales fueren nuestras circunstancias familiares, creo que la fortaleza que necesitemos siempre la recibiremos porque proviene de nuestro Salvador y de Su amor. A veces nuestra propia fe nos permite sacar fuerzas de ese amor. A veces la fe y cl amor de los demás nos dan fuerzas.
Si bien no sabemos los problemas ni los golpes de la adversidad que nos deparara la vida, las Escrituras nos prometen que “nada hay imposible para Dios” (Lucas 1:37), y podemos decir junto con el apóstol Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).
Las Escrituras están llenas de testimonios de la fortaleza que proviene de nuestro Salvador. Siempre me llena de animo y de regocijo el leer las bellas palabras de los profetas:
De Moisés:
“Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación” (Éxodo 15:2).
David cantó:
“Dios es el que me cine de fuerza, y quien despeja mi camino” (2 Samuel 22:33).
A Isaías, el Señor le prometió:
“No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia” (Isaías 41: 10).
¿Cómo podemos llegar a tener esa clase de fe en la fortaleza que nos da nuestro Salvador? David dio a la gente de su época el siguiente consejo:
“Buscad a Jehová y su poder … continuamente …” (1 Crónicas 16:11).
“Bienaventurado el … que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos … Irán de poder en poder …” (Salmos 84:5, 7).
Hermanas, fortalézcanse buscando la fuente de la verdadera fortaleza, que es nuestro Salvador. Vengan a El. El las ama; desea que sean felices y se regocija en sus deseos de ser rectas. Hagan de El su fortaleza, su compañero constante, su vara y su cetro. Permítanle consolarlas. No hay carga alguna que tengan que llevar solas. Su gracia compensa nuestras imperfecciones. La fortaleza de ustedes pasara a sus hijos, a su marido, a sus amigas y a sus hermanas en el evangelio. Esa fortaleza volverá a pasar de ellos a ustedes cuando la necesiten.
A lo largo de los años, mis circunstancias han cambiado. Fui una mujer soltera, luego la esposa de un hombre que no era miembro de la Iglesia, después esposa eterna al ser sellados en el templo, fui madre, y posteriormente, suegra y abuela, y ahora soy viuda. He conocido el amor de nuestro Salvador en todas esas circunstancias. Mi propia fe se ha visto recompensada al sentir la presencia y el poder del Salvador en mi hogar.
Mis queridas hermanas, nuestras circunstancias no siempre serán las ideales, pero aun así podremos esforzarnos por vivir a la altura de nuestros ideales. Desde lo mas profundo de mi alma y con mis mas de cincuenta años de experiencia en la Iglesia, testifico que nuestro Salvador hace llegar a todos la misma misericordia, el mismo poder sanador y el mismo amor perfecto. El nos ha asegurado que Su obra y Su gloria es llevar a cabo nuestra inmortalidad y nuestra vida eterna. ¡Que alegría nos produce el contemplar la vida eterna con nuestros familiares como parte de la gran familia de Dios! Digo esto en el nombre de nuestro Salvador Jesucristo. Amén.