1990–1999
La Clave Es La Verdad
Octubre 1993


La Clave Es La Verdad

“Todo lo que aprendamos nos llevara a la nada a menos que ese aprendizaje se centre en encontrar las raíces de la verdad, la cual no podemos recibir si primero no somos honrados.”

En la sección 1, versículo 4, de Doctrina y Convenios leemos: “Y la voz de amonestación ira a todo pueblo por boca de mis discípulos, a quienes he escogido en estos últimos días”.

Este mensaje de “advertencia” nos recuerda que como seres humanos somos hijos espirituales de un Padre Celestial que es el autor y consumador de toda verdad y que, en este estado terrenal y caído, estamos perdidos a menos que permitamos que la luz de Cristo, o sea, el Espíritu de verdad, sea nuestro guía constante e infinito.

En el mensaje de la Restauración, vemos que durante nuestra vida mortal se pone a prueba nuestro albedrío por medio de la inseparable conexión que existe entre nuestro espíritu y los elementos de esta tierra: “la carne”, o el “hombre natural” (véase D. y C. 88:15). Por medio de esta revelación, no solo entendemos la causa de la miseria de la humanidad, sino que también recibimos las llaves y el poder que nos permite poner fin a esa miseria de una vez por todas.

Al iluminarse nuestro intelecto mediante el estudio del plan de salvación, llegamos a la conclusión de que nuestra vida significa que “el verdadero yo” o “el hijo espiritual de Dios”, creado en inocencia y belleza, esta en una lucha de vida o muerte con los elementos de la tierra, “la carne”, la que, en el irredimible estado actual, esta sometida a las tentaciones y a la influencia del enemigo de Dios.

De las revelaciones registradas en el Libro de Mormón, sabemos que ese enemigo lucha con toda su fuerza y astucia para que “todos los hombres sean miserables como el” (2 Nefi 2 27). Es Jesucristo el que, por medio de Su luz, busca y encuentra a todo hijo de Dios que añore y luche por la justicia y la verdad y que este pidiendo ayuda. Sin Cristo, perderíamos esa lucha interna; sin Su plan de redención y sin Su sacrificio expiatorio, todos nos habríamos perdido. Nosotros sabíamos eso antes de venir a esta tierra, y volvemos a percibirlo cuando la luz de Cristo “vivifica nuestro entendimiento” (D. y C. 88:11).

La clave es la verdad, mis hermanos, y la única forma de encontrar la verdad es educarnos a nosotros mismos con persistencia y sinceridad para llegar a una total comprensión del “verdadero yo”, el hijo de Dios, con toda su inocencia y potencial, en contraste con la influencia de la otra parte del yo, “la carne”, con todos sus deseos y necedades egoístas. Sólo en ese estado de total honradez podemos ver la verdad en toda su dimensión. Tal vez la honradez no lo sea todo, pero el todo es nada sin ella. La honradez total es un don del Espíritu por medio del cual los verdaderos discípulos de Cristo sienten el deseo de testificar de la verdad de una forma tan poderosa que llega hasta lo mas profundo de nuestra alma.

Un gran ejemplo del efecto que tiene la predica de los profetas esta registrado en el Libro de Mormón, cuando el rey Benjamín, motivado por el amor y el interés que tenía hacia su pueblo, predica la verdad del plan de salvación. Lo hace de un modo tan generoso y puro que despierta en la gente el sentido de su nulidad y de su estado indigno y caído (véase Mosíah 4:5). Este ultimo paso, el de saber conocer la honradez y en el que nos vemos en nuestra existencia terrenal y pecaminosa, hace que el pueblo del rey Benjamín clame a la vez: “¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados” (Mosíah 4:2).

Al oír la palabra verdadera, un discípulo de Cristo, por lo tanto, aun en medio de todas sus actividades regulares, se esfuerza todo el día, por medio de la silenciosa oración y la meditación, por ser totalmente consciente de quien es, a fin de ser manso y humilde de corazón. El profeta Moroni es el que señala que: “… por motivo de la mansedumbre y la humildad de corazón viene la visitación del Espíritu Santo, el cual Consolador llena de esperanza y de amor perfecto” (Moroni 8:26).

Con una clara comprensión de la batalla mortal que se lidia dentro de nosotros, tristemente nos damos cuenta de que sólo podemos pedir y recibir la ayuda del Señor, como el Dios de verdad, si somos totalmente honrados con nosotros mismos.

Esa es una batalla que todos los hijos de nuestro Padre Celestial deben luchar, sean o no conscientes de ello. Y. sin un buen conocimiento del plan de salvación y sin la influencia de la divina luz de Cristo que nos da conocimiento, esa batalla se pelea en el subconsciente y, por lo tanto, ni siquiera sabemos dónde están las líneas delanteras de la lucha y, por consiguiente, no tenemos probabilidades de ganar. Las luchas que se desenvuelven en nuestro interior, sin conocer los campos de batalla, conducen a derrotas, las cuales también nos hieren el subconsciente. Esas derrotas se reflejan en nuestra vida consciente por medio de las expresiones de sufrimiento tales como la falta de propia estimación, la falta de felicidad y de gozo, la falta de fe y de un testimonio, o por medio de reacciones exageradas de nuestro subconsciente, que luego se manifiestan como orgullo, arrogancia y otras formas de mal comportamiento, incluso como actos de crueldad e indecencia.

¡No! No hay salvación sin Cristo, y El no puede estar con nosotros a menos que luchemos constantemente por ser honrados con nosotros mismos.

Una de las tragedias mas grandes de la vida es que el adversario, por medio de la influencia que tiene sobre nuestra “carne”, nos engaña haciéndonos crear nuestras propias imágenes de la verdad o percepciones de la verdad. Nuestra mente, la gran computadora donde se almacenan juntos los recuerdos de los hechos de la vida, también se __ede programar por medio de la “carne” y de sus egó1atras ideas, para engañar al “yo” espiritual. Sin un esfuerzo constante, por medio de la oración y la meditación, por llegar a conocernos y a ser honrados, nuestra mente puede, basándose en falsedades disfrazadas de verdad, jugar muchos juegos para justificarse, para impresionar e intimidar a los demás, para sacar provecho a expensas de otras personas y hasta para manipular la verdad, lo cual resulta en el engaño.

Sobre estas personas, el apóstol Pablo escribió: “… habrá hombres amadores de sí mismos … vanagloriosos … blasfemos … soberbios … que tendrán apariencia de piedad, pero negaran la eficacia de ella … siempre estarán aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2 Timoteo 3:2, 5, 7).

Todo lo que aprendamos nos llevara a la nada a menos que ese aprendizaje se centre en encontrar las raíces de la verdad, la cual no podemos recibir si primero no somos honrados. En medio de esa lucha, nos damos cuenta de lo que debemos pedir en nuestras oraciones. Pablo dijo: “… pues que hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros” (Romanos 8:26).

Iluminados por la luz del Espíritu de verdad, podremos entonces orar pidiendo mas capacidad para continuar en la verdad y no para que esta nos enoje (véase 2 Nefi 28:28). En lo mas profundo de esa oración, es posible que se nos guíe al solitario lugar donde, finalmente, nos veamos a nosotros mismos imparcial y sinceramente tal como somos. Allí no existen todas las pequeñas mentiras que decimos para justificar nuestros actos; allí nos vemos a nosotros mismos con nuestra vanidad y con nuestras falsas esperanzas de tener seguridad carnal; nos. asombra ver todas nuestras limitaciones, nuestra falta de gratitud por las cosas pequeñas que siempre hemos dado por sentado. Estamos en ese sagrado lugar al que, según parece, sólo pocos tienen la valentía de entrar, porque es un terrible lugar donde el inextinguible dolor arde en medio del fuego. Y ese es el lugar donde nace el verdadero arrepentimiento, donde se produce la conversión y donde el alma vuelve a nacer. Ese es cl lugar en donde estuvieron los profetas antes de haber sido llamados a servir; ese es el lugar donde los conversos se encuentran a sí mismos antes de tener cl deseo de ser bautizados para la remisión de sus pecados; ese es el lugar donde se produce la santificación, la redención y donde se renuevan los convenios; ahí es donde, súbitamente, se comprende y se abraza la expiación de Cristo; el lugar donde, súbitamente, una vez que se haya establecido una firme determinación, el alma comienza a cantar la canción del amor que redime y en donde nace la indestructible fe en Cristo. (Véase Alma 5:26.) Ese es el lugar donde, súbitamente, vemos abrirse los cielos al sentir el impacto total del amor de nuestro Padre Celestial que nos llena con un gozo indescriptible. Con este amor en nuestro corazón, nunca volveremos a ser felices pensando sólo en nosotros mismos o llevando una vida egoísta. No estaremos satisfechos hasta que hayamos entregado nuestra vida en los brazos del Cristo lleno de amor, ni hasta que El haya pasado a ser el que motive todas nuestras acciones y todas nuestras palabras. Tal como El lo ha dicho: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mi, y yo en el, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).

Por lo tanto, oigamos la voz de advertencia, mis queridos hermanos. Abracemos el Espíritu de verdad para que aparezcamos sin mancha mediante la expiación de nuestro Señor. Digo esto en el nombre de Jesucristo. Amén.