“Para esto he venido al mundo”
“El símbolo de Jesús y del lugar que ocupa en nuestros corazones debe ser una vida totalmente entregada a Su servicio, a amar y cuidar a los demás”.
Cuando Jesús fue llevado ante Pilato, después de una obscura noche llena de odio, de insultos y de maltrato, el orgulloso Procurador romano rápidamente pudo darse cuenta de que éste no era un hombre común. Jesús no manifestó ninguna actitud servil ni el falso valor característico de aquellos que suplicaban misericordia ante el poder del imperio de Roma; sino que permaneció en silencio ante el orgulloso romano; con la cabeza erguida, majestuoso, con porte dócil pero al mismo tiempo digno de un rey. “¿Luego, eres tú rey?” , inquirió Pilato (Juan 18:37).
Jesús, el Rey de Reyes, cuyo Padre le hubiera dado “más de doce legiones de ángeles” (Mateo 26:53) si tan sólo se lo hubiera pedido, cuya gloria y majestad trascendían cualquier cosa que Pilato o cualquier otro hombre hubiese podido comprender, respondió con sencillez: “Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad” (Juan 18:37). Pilato, un hombre débil e indeciso, carente de integridad e indiferente a los principios correctos, replicó en tono cínico: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18:38). Luego, aunque no halló en Jesús ningún delito y además sabía con certeza que Él no era ningún agitador político ni una amenaza para el poder y la autoridad de Roma, Pilato cedió a la presión de la multitud sedienta de sangre, y entregó a Cristo a quienes lo irían a crucificar.
“Para esto he venido al mundo”. ¿Y qué era esto? ¿Por qué Jesús, el Señor Dios omnipotente, que se sienta a la diestra del Padre, creador de mundos sin fin, legislador y juez, condescendió venir a la tierra para nacer en un establo, vivir la mayor parte de su existencia terrenal en la obscuridad, caminar por los polvorientos senderos de Judea proclamando un mensaje al que violentamente muchos se oponían, para ser al final traicionado por uno de Sus allegados más íntimos, y morir entre dos malhechores en la sombría colina del Gólgota? Nefi, que se glorió en “Jesús, porque él ha redimido mi alma del infierno” (2 Nefi 33:6) comprendía la motivación de Cristo: “Él no hace nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque él ama al mundo, al grado de dar su propia vida para traer a todos los hombres a él” (2 Nefi 26:24). El amor que sentía por todos los hijos de Dios fue lo que llevó a Jesús, único en su perfección sin pecado, a ofrecerse como rescate por los pecados de los demás. Como dice la letra de un himno predilecto: “Pues el Señor Su vida dio y con Su sangre nos salvó” (Himnos, N° 106). Ésa fue, entonces, la causa sublime que trajo a Jesús a la tierra a “sufrir y por los hombres a morir”. Vino como “cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19) para expiar nuestros pecados para que Él, al ser levantado sobre la cruz, pudiese atraer a sí mismo a todos los hombres (véase 3 Nefi 27:14). Según las acertadas palabras de Pablo: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22).
El símbolo de su triunfo sobre la muerte es la tumba vacía. Aquel al que “levantó Dios al tercer día” (Hechos 10:40) desató las “ligaduras de esta muerte temporal, de modo que todos se levantarán” (Alma 11:42, cursiva agregada) y lograrán “la victoria sobre la tumba” (Mormón 7:5). En Él “el aguijón de la muerte es consumido” (Mosíah 16:8).
No obstante, Jesús vino a traer no sólo la inmortalidad, sino también la vida eterna a los hijos de nuestro Padre. A pesar de que la Expiación de Cristo proporciona la resurrección de las personas de todo el universo, ya sea que lo merezcan o no, el don de la vida eterna, o sea la vida con el Padre y el Hijo, en Su presencia perfecta, está reservado para los fieles, para aquellos que manifiestan su amor por Cristo mediante su deseo de seguir Sus mandamientos y hacer convenios santos y guardarlos. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda”, nos recuerda Jesús, “ése es el que me ama” (Juan 14:21). Tal como lo han declarado los profetas a través de los tiempos, únicamente si hacemos convenios sagrados y los guardamos, esos sagrados acuerdos celestiales entre Dios y el hombre, llegaremos a ser “participantes de la naturaleza divina” y escapar a “la corrupción que hay en el mundo” (2 Pedro 1:4).
Antes que nada, Jesús vino a la tierra como el Salvador expiatorio que murió para que todos pudiesen tener “paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59:23). Sin embargo, vino también por otra razón: para servir como ejemplo para todos del potencial divino del hombre, la norma mediante la cual debemos medir nuestra vida. Aquel que proclamó Su divinidad a la mujer samaritona en el pozo de Jacob (véase Juan 4) nos exhorta a ser “aun como yo soy” (3 Nefi 27:27), a ser perfectos “como yo, o como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (3 Nefi 12:48). Desde lo más hondo de esa inefable perfección, Él nos hace el llamado de cuidar a los enfermos, a los pobres, a los afligidos, a orar y a sentir compasión hacia todos los hijos de Dios, porque “Dios no hace acepción de personas” (véase Hechos 10:34). Para Él no hay barreras de raza, género ni idioma: Según explicó Nefi: “a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres; y se acuerda de los paganos; y todos son iguales ante Dios…” (2 Nefi 26:33).
A aquellos de entre nosotros que se preguntan quién es nuestro prójimo, Él habló del buen samaritano; del pastor que dejó a sus noventa y nueve ovejas para ir a buscar a la que se le había perdido; y del hombre que “hizo una gran cena” a la cual invitó “a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos” (Lucas 14:16,21).
Jesús, el Maestro Supremo, a menudo enseñaba verdades eternas que extraía de las experiencias comunes de la vida. Una de esas lecciones tiene que ver con la necesidad que tenemos de dar con espíritu de sacrificio y con la verdadera intención de bendecir a los que sean menos afortunados que nosotros. Lucas anotó en el registro que cuando Jesús se sentó en el templo, observaba a los que ponían sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Algunos depositaban su obsequio con actitud piadosa y sinceridad de propósito, pero otros, aunque daban grandes sumas de plata y oro, lo hacían de manera ostentosa, principalmente para ser vistos de los hombres.
Entre las largas filas de donantes se encontraba una viuda pobre, quien depositó en el arca de las ofrendas todo lo que tenía, dos pequeñas monedas de bronce conocidas como blancas, que juntas sumaban menos que el valor de medio centavo en dinero americano. Percatándose de la desproporción que había entre lo que ella dio y las ofrendas cuantiosas de algunos otros, Jesús proclamó: “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos”. Si bien el rico había dado de su abundancia, “ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lucas 21:1–4). Jesús sabía que la cantidad que damos no es lo que importa. De acuerdo con la aritmética de los cielos, el valor lo determina la calidad y no la cantidad. Para Dios, lo que es aceptable es la intención del corazón y de la mente bien dispuesta (véase 2 Corintios 8:12).
Jesús sentía un amor especial hacia los niños. Tanto en el viejo continente como en el nuevo, los exhortó a venir a Él (véase Lucas 18:16; 3 Nefi 17:21–24). En el registro nefita se encuentra asentado el dulce testimonio del tierno amor que Cristo tiene hacia los pequeñitos: “…y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos.
“Y cuando hubo hecho esto, lloró” (3 Nefi 17:21–22). Jesús sabía que los niños son puros y sin pecado, “…si no os volvéis y os hacéis como niños”, dijo, “no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). El rey Benjamín, el gran profeta nefita, explicó lo que significa llegar a ser como un niño: “sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él” (Mosíah 3:19).
En un mundo en el que día a día presenciamos tanta indiferencia insensible hacia los menos afortunados, Jesús habló de la necesidad de dar de comer al hambriento, de dar de beber al sediento, de dar albergue al forastero, de vestir al desnudo y de visitar a los enfermos y a los encarcelados.
En una de las pruebas más difíciles del ser un discípulo de Cristo, el Señor nos exhortó: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44). Nos recordó que al hacer actos de caridad en beneficio de los demás, incluso de aquellos que algunos consideran los “más pequeños”, “a mí lo hicisteis” (véase Mateo 25:35–45). Enseñó no sólo acerca de la obligación que tenemos de ayudarnos los unos a los otros temporalmente, sino también en cuanto a las consecuencias poderosas, eternas y espirituales que esto conlleva. En verdad, todos Sus mandamientos, al final de cuentas, son espirituales y no sólo temporales. Por lo tanto, las Escrituras nos amonestan que “a fin de retener la remisión de [nuestros] pecados de día en día, para que [andemos] sin culpa ante Dios… de [nuestros] bienes [demos] al pobre, cada cual según lo que tuviere” (Mosíah 4:26).
Por tanto, a fin de cuentas, la mejor manera de manifestar nuestra devoción a Cristo y nuestro deseo de seguir Sus pasos es por la forma en que vivimos y le servimos. El símbolo de Jesús y del lugar que ocupa en nuestros corazones debe ser una vida totalmente entregada a Su servicio, a amar y cuidar a los demás, a una consagración total a Cristo y a Su causa; a un renacimiento espiritual que produce “un gran cambio” en nuestros corazones y nos prepara para recibir “su imagen en [nuestros] rostros” (Alma 5:13–14). El tomar el nombre del Señor sobre nosotros significa que estamos dispuestos a hacer cualquier cosa que Él requiera de nosotros. Alguien ha dicho que el precio de una vida cristiana es el mismo de siempre: es sencillamente dar todo lo que poseemos sin retener nada, “[abandonar] todos [nuestros] pecados para conocer [le a Él]” (Alma 22:18). Cuando no vivimos de acuerdo con las normas del Señor por pereza, indiferencia o iniquidad; cuando somos inicuos o crueles, egoístas, sensuales o frívolos; en cierto sentido estamos crucificando de nuevo al Señor. Cuando en todo momento nos esforzamos por ser lo mejor; cuando estamos al cuidado de los demás y les servimos; cuando superamos el egoísmo con el amor; cuando ponemos el bienestar de los demás antes que el nuestro; cuando llevamos las cargas los unos de los otros y “[lloramos] con los que lloran”; cuando “[consolamos] a los que necesitan de consuelo, y [somos] testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar” (Mosíah 18:8–9), es entonces que honramos al Señor, recibimos Su poder y llegamos a ser más y más como Él, haciéndonos más y más resplandecientes, si perseveramos, “hasta el día perfecto” (D. y C. 50:24).
No hay voz que pueda declarar, ni lengua que pueda proclamar la plenitud del ejemplo indescriptible de Cristo. Las palabras de Juan, el amado, dicen: “Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Juan 21:25).
Termino en donde comencé, con las majestuosas palabras de Cristo a Pilato: “Para esto he venido al mundo”. Cuan agradecidos debíamos estar de que Él vino hace dos mil años, para expiar nuestros pecados y establecer el ejemplo para nuestras vidas. Nosotros proclamamos esa gran verdad a todo el mundo. Les testifico que Él volverá otra vez como Rey de Reyes y Señor de Señores, con paz y salvación, tu pueblo a libertar (Himnos, N° 26).
En el nombre de Jesucristo. Amén.