1990–1999
Somos mujeres de Dios
October 1999


Somos mujeres de Dios

“La única forma en que nosotros podemos vencer al mundo es viniendo a Cristo, y eso significa apartarnos del mundo”.

Hace poco, por una asignación profesional, tuve que viajar fuera del país, pero antes de partir tuve una premonición tan fuerte que pedí una bendición del sacerdocio. Se me advirtió que el adversario intentaría frustrar mi misión, y que me esperaban peligros físicos y espirituales. Se me aconsejó también que éste no debía convertirse en un viaje de turismo ni de compras, y que si me concentraba en mis asignaciones y buscaba la dirección del Espíritu, regresaría a casa a salvo.

La advertencia fue aleccionadora, pero al seguir con mis planes, pidiendo guía con cada paso, comprendí que mi experiencia no era tan singular. Quizás al partírmele la presencia de nuestro Padre, Él nos haya dicho: “El adversario intentará frustrar tu misión, y enfrentarás peligros espirituales y físicos, pero si te concentras en tus asignaciones, escuchas mi voz y rehúsas convertir la mortalidad en un viaje de turismo o de compras, regresarás a casa a salvo”.

El adversario se deleita cuando actuamos como turistas, o sea, como oidores y no hacedores de la Palabra (véase Santiago 1:22), o como compradores, o sea, los que se ocupan de las vanidades de este mundo que sofocan nuestro espíritu. Satanás nos tienta con placeres y preocupaciones perecederos: las cuentas bancarias o el prestigio, la vestimenta o aun la apariencia física, porque sabe que donde esté nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón (Mateo 6:21). Desafortunadamente, es fácil permitir que los señuelos deslumbradores del adversario nos distraigan de la luz de Cristo. “Porque 1 qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16:26).

Los profetas nos han amonestado que renunciemos al mundo y volvamos el corazón a Jesucristo, quien prometió: “…en este mundo vuestro gozo no es completo, pero en vuestro gozo es cumplido” (D. y C. 101:36; cursiva agregada). Dijo el presidente Spencer W. Kimball: “Si insistimos en dedicar nuestro tiempo y recursos a la edificación de… un reino terrenal, eso es exactamente lo que heredaremos” (Ensign, junio de 1976, pág. 3). ¿Con cuánta frecuencia nos concentramos tanto en la búsqueda de la buena vida que perdemos de vista la vida eterna? Es el fatal equivalente espiritual a vender nuestra primogenitura por un guisado de lentejas.

El Señor reveló el remedio para ese desastre espiritual cuando aconsejó a Emma Smith “[desechar] las cosas de este mundo y [buscar] las de uno mejor” (D. y C. 25:10). Y Cristo nos dio el modelo a seguir cuando antes de Getsemaní declaró: “…yo he vencido al mundo” (Juan 16:33; cursiva agregada). La única forma en que nosotros podemos vencer al mundo es viniendo a Cristo, y eso significa apartarnos del mundo. Significa colocar a Cristo y sólo a Él en el centro de nuestra vida, de tal manera que las vanidades y las filosofías de los hombres pierdan su atracción adictiva. Satanás es el dios de Babilonia, o sea, el mundo. Cristo es el Dios de Israel y Su Expiación nos da el poder para vencer al mundo. “…Si esperan la gloria, la inteligencia y vidas sin fin”, dijo el presidente Joseph F. Smith, “…[dejen] de lado las cosas del mundo” (“Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: Joseph F. Smith”, pág. 260; cursiva agregada).

Como hermanas en Sión, nosotras podemos obstaculizar la conspiración del adversario contra las familias y la virtud. Con razón nos tienta a confonnamos con placeres terrenales en lugar de buscar la gloria eterna. Una madre de 45 años con seis hijos me dijo que cuando dejó de leer constantemente las revistas que la abrumaban con imágenes de cómo debían ser su casa y su ropa, sintió más paz. Ella dijo: “Tal vez esté un poco gordita, canosa y arrugada, pero soy una hija de Dios, y Él me conoce y me ama”.

La Sociedad de Socorro nos puede ayudar a apartarnos del mundo, porque su propósito explícito es ayudar a las hermanas y a sus familias a venir a Cristo. En ese espíritu, me uno a las hermanas Smoot y Jensen al declarar quiénes somos, y al abrazar el refinamiento en el enfoque de la Sociedad de Socorro. Ya no podemos darnos el lujo de dedicar nuestra energía a algo que no nos lleve a Cristo junto con nuestra familia. Ésa es la prueba decisiva para la Sociedad de Socorro, y también para nuestra vida. En los días venideros, la dedicación casual a Cristo no será suficiente para sostenemos.

Cuando yo era joven vi la dedicación de mi abuela, quien ayudó a mi abuelo a trabajar la granja en las llanuras de Kansas. De alguna forma superaron ese terreno semidesértico, la Gran Depresión y los tornados que aterrorizan las Grandes Llanuras. A menudo me he preguntado cómo mi abuela toleró los años de pocos ingresos y de mucho trabajo, y cómo siguió adelante cuando murió su hijo mayor en un trágico accidente. La vida de la abuela no era fácil. ¿Pero saben lo que más recuerdo de ella? Su total gozo en el Evangelio. Nunca era más feliz que cuando trabajaba en la historia familiar o enseñaba con las Escrituras en la mano. Ella había abandonado las cosas de este mundo para buscar las de uno mejor.

Para el mundo, mi abuela era ordinaria, pero para mí, representa a las heroínas no reconocidas de este siglo que hicieron honor a sus promesas premortales y dejaron un fundamento de fe sobre el cual podemos edificar. La abuela no era perfecta, pero era una mujer de Dios. Ahora nos corresponde a ustedes y a mí llevar la bandera hasta el siguiente siglo. No somos mujeres del mundo; somos mujeres de Dios. Y como tales seremos contadas entre las más grandes heroínas del siglo veintiuno. Como proclamó el presidente Joseph F. Smith, no nos corresponde “…[ser] guiadas por las mujeres del mundo; …[sino] guiar …a las mujeres del mundo, en todo lo que sea digno de alabanza” (“Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: Joseph E Smith”, pág. 198).

Esto no invalida las vidas de incontables mujeres buenas de todo el mundo. Pero nosotras somos singulares, y lo somos por causa de nuestros convenios, por nuestros privilegios espirituales y por las responsabilidades que éstos conllevan. Somos investidas con poder y dotadas con el Espíritu. Tenemos un profeta viviente, ordenanzas que nos ligan al Señor y unas a otras, y el poder del sacerdocio entre nosotras. Comprendemos nuestro lugar en el gran plan de felicidad y sabemos que Dios es nuestro Padre y que Su Hijo es nuestro Defensor constante.

Con esos privilegios recibimos responsabilidades, porque “…de aquel a quien mucho se da, mucho se requiere” (D. y C. 82:3), y a veces son pesadas las demandas del ser un discípulo. ¿Pero no debemos esperar que nuestra jornada hacia la gloria eterna nos haga crecer? A veces justificamos nuestro interés en este mundo y nuestra actitud casual hacia el crecimiento espiritual al tratar de consolamos mutuamente con la idea de que el vivir el Evangelio no debería requerir tanto de nosotros. Pero la norma de conducta del Señor siempre será más elevada y exigente que la del mundo, porque Sus recompensas son infinitamente más gloriosas: incluso el verdadero gozo, la paz y la salvación.

Entonces, ¿cómo cumplimos nosotras, como mujeres de Dios, con la medida plena de nuestra creación? El Señor recompensa a “…los que le buscan” (Hebreos 11:6), y le buscamos no sólo al estudiar y escudriñar, al suplicar y orar, sino también al renunciar a los placeres mundanales que están sobre la raya que separa a Dios y al mundo. De otra manera, nos arriesgamos a ser llamadas pero no escogidas, porque nuestro corazón estará centrado en las cosas de este mundo (D. y C. 121:34–35).

Consideren el principio fundamental que se enseña en la secuencia de este mandato de las Escrituras: “…Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, alma, mente y fuerza” (D. y C. 59:5; cursiva agregada). Lo que el Señor requiere en primer lugar es nuestro corazón. Imagínense cómo se verían afectadas nuestras decisiones si amáramos al Señor por encima de todo: cómo emplearíamos nuestro tiempo y dinero, cómo nos vestiríamos en un día caluroso, cómo responderíamos al llamamiento de hacer nuestras visitas y de cuidarnos unas a otras, o cómo reaccionaríamos ante los medios de difusión que ofenden al Espíritu.

Cuando abandonamos el mundo y venimos a Cristo, vivimos cada vez más como mujeres de Dios. Nacimos para recibir la gloria eterna, y así como los hombres fieles fueron preordenados al sacerdocio, nosotras fuimos preordenadas para ser mujeres de Dios. Somos mujeres de fe, de virtud, de visión y de caridad que nos regocijamos en la maternidad, en ser mujeres y en la familia. No nos abruma el alcanzar la perfección, pero sí nos esforzamos por ser puras. Y sabemos que con la fuerza del Señor podemos hacer todo lo recto, porque nos hemos sumergido en Su Evangelio (Alma 26:12). Y repito, no somos mujeres del mundo, sino mujeres de Dios de los últimos días. Como dijo el presidente Kimball: “No [podemos] recibir mayor reconocimiento en este mundo que el ser conocidas como [mujeres] de Dios” (Ensign, noviembre de 1979, pág. 102).

Este verano tuve una experiencia inolvidable en la Tierra Santa. Sentada en el monte de las Bienaventuranzas que domina el mar de Galilea, a la distancia vi una ciudad edificada sobre un monte. Fue impactante la imagen visual de una ciudad que no se puede esconder, y al meditar en ese simbolismo tuve una impresión sobrecogedora de que nosotras, como mujeres de Dios, somos como esa ciudad; que si dejamos atrás las cosas del mundo y venimos a Cristo para que el Espíritu irradie en nuestra vida y a través de nuestros ojos, nuestra singularidad será una luz al mundo. Como hennanas de la Sociedad de Socorro, pertenecemos a la comunidad más importante de mujeres de este lado del velo. Somos una ciudad espectacular sobre el monte, y entre menos actuemos como las mujeres del mundo y entre menos tengamos su apariencia, más esperarán ellas que seamos su fuente de esperanza, paz, virtud y gozo.

Hace veinte años, en esta reunión, el presidente Kimball hizo una declaración que hemos citado desde entonces. “Gran parte del progreso y crecimiento que tendrá la Iglesia en estos últimos días… sólo puede suceder si las mujeres de la Iglesia viven en forma justa y prudente, hasta el punto de que las consideren diferentes de las del mundo” (“Vuestro papel como mujeres justas”, Liahona, enero de 1980, pág. 171). Ya no podemos conformarnos con citar al presidente Kimball; nosotras somos las hermanas que debemos hacer realidad su profecía, y lo haremos. Sé que lo lograremos.

El presidente Gordon B. Hinckley dijo recientemente que “la salvación eterna del mundo descansa sobre los hombros de esta Iglesia… Ningún otro pueblo de la historia del mundo ha… recibido un mandato más imperioso… y conviene que pongamos manos a la obra” (“‘ Church is Really Doing Well”’, Church News, 3 de julio de 1999, pág. 3).

Mujeres de Dios; eso nos incluye a nosotras. Esta noche invito a cada una de nosotras a identificar por lo menos una cosa que podamos hacer para salir del mundo y acercarnos más a Cristo. Y el próximo mes, otra, y después otra. Hermanas, éste es un llamado a las armas; un llamado a la acción; un llamado a levantarnos; un llamado a armarnos con poder y con rectitud; un llamado a confiar en el brazo del Señor en lugar del brazo de la carne; un llamado a “[levantarnos] y [brillar], para que [nuestra] luz sea un estandarte a las naciones” (D. y C. 115:5); un llamado a vivir como mujeres de Dios para que junto con nuestra familia regresemos a salvo al hogar.

Tenemos tantos motivos para regocijarnos, ¡porque el Evangelio de Jesucristo es la voz de gozo! El Salvador venció, y por eso nosotras también podemos vencer. Él se levantó al tercer día, y por eso nosotras podemos levantarnos como mujeres de Dios. Que dejemos a un lado las cosas de este mundo y busquemos las de un mundo mejor; que nos dediquemos en esta misma hora a abandonar el mundo y nunca mirar hacia atrás. En el nombre de Jesucristo. Amén.