La esperanza, ancla del alma
“Nuestra más grande esperanza proviene del conocimiento de que el Salvador rompió las ligaduras de la muerte… Él expió nuestros pecados con la condición de que nos arrepintamos”.
Mis queridos hermanos, hermanas y amigos, llego a este púlpito agradecido por la inspiración y la dedicación de los que construyeron este sagrado, santo e histórico tabernáculo. Rindo homenaje al presidente Brigham Young, quien demostró su genio como líder al construir este edificio excepcional y el portentoso órgano. Al mismo tiempo me regocijo porque, bajo el inspirado liderazgo del presidente Hinckley, estamos construyendo una magnífica casa de adoración para dar cabida a una Iglesia que continúa creciendo. Este nuevo edificio es una expresión de esperanza para la Iglesia en el siglo venidero.
En esta ocasión, “quisiera hablaros”, como dijo Moroni, “concerniente a la esperanza”. Hay excepcionales fuentes de esperanza que exceden nuestra propia aptitud, aprendizaje, fortaleza y capacidad. Entre ellas está el don del Espíritu Santo. Por medio de la prodigiosa bendición de este miembro de la Trinidad, “podremos conocer la verdad de todas las cosas”.
La esperanza es el ancla de nuestras almas. No sé de persona alguna que no tenga necesidad de tener esperanza: jóvenes o mayores, fuertes o débiles, ricos o pobres. Como exhortó el profeta Eter: “de modo que los que creen en Dios pueden tener la firme esperanza de un mundo mejor, sí, aun un lugar a la diestra de Dios; y esta esperanza viene por la fe, proporciona un ancla a las almas de los hombres y los hace seguros y firmes, abundando siempre en buenas obras, siendo impulsados a glorificar a Dios”.
Nefi amonestó a los de su época: “Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna”.
Todas las personas en esta vida tienen sus retos y dificultades. Eso es parte de nuestra prueba mortal. La razón de algunas de estas pruebas no se puede comprender excepto sobre la base de la fe y la esperanza, puesto que suele haber un propósito mayor que no siempre comprendemos. La paz proviene de la esperanza.
Pocas actividades están más libres de riesgos que el cumplir una misión para La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, dado que los misioneros están literalmente en las manos del Señor. Deseamos que a todos ellos se les pudiera conservar totalmente fuera de peligro en todo momento, pero eso no es la realidad. Los misioneros, así como sus familiares y líderes, confían plenamente en la protección del Señor y, cuando ocurre una tragedia poco común, todos ellos son sostenidos por el Espíritu de Aquel a quien sirven.
El verano pasado visité al élder Orin Voorheis en casa de sus padres en Pleasant Grove, Utah. Él es un joven grande de contextura, apuesto y espléndido, que sirvió en la Misión Argentina Buenos Aires Sur. Una noche, cuando llevaba unos once meses en la misión, unos ladrones armados asaltaron al élder Voorheis y a su compañero. En un insensato acto de violencia, uno de ellos le pegó un tiro en la cabeza al élder Voorheis. Durante días, él se debatió entre la vida y la muerte, imposibilitado de hablar, de oír, de moverse e incluso de respirar por su propia cuenta. Gracias a la fe y oraciones de innumerables personas durante un largo tiempo, por fin le retiraron del equipo de mantenimiento de vida y le trajeron a los Estados Unidos.
Tras una prolongada hospitalización y terapia, el élder Voorheis se fortaleció, pero continúa estando paralizado y no puede hablar. El progreso ha sido lento. Los padres decidieron llevar a su hijo a casa y cuidar de él en el entorno de cariño de su propia familia. Sin embargo, su modesta casa carecía del espacio y del equipo necesarios para el tratamiento terapéutico. Muchos vecinos, amigos y benefactores llenos de bondad contribuyeron para agrandar la casa y proporcionarle el equipo de terapia física.
Si bien el élder Voorheis todavía está completamente paralizado e imposibilitado de hablar, tiene un espíritu maravilloso y responde, con un movimiento de la mano, a las preguntas que se le hacen. Todavía usa la placa de misionero. Sus padres no preguntan: “¿Por qué le sucedió esto a nuestro noble hijo, que servía en obediencia al Maestro?”. Nadie puede responder a ciencia cierta por qué; sólo que quizá haya en ello un propósito más elevado. Debemos andar por fe. Recordemos la respuesta del Salvador a la pregunta: “…¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?”. El Salvador respondió que no era porque alguien hubiera pecado, sino para que las obras de Dios se manifestaran en él. En lugar de albergar resentimiento, los miembros de la familia Voorheis inclinan la cabeza y dicen al Señor: “Hágase Tu voluntad. Hemos dado gracias por él todos los días de su vida y, con la ayuda de los demás, estamos dispuestos a cuidar de él”.
Mi propósito al visitar al élder Voorheis era unimos con su padre, el obispo, el maestro orientador y otros para darle una bendición de esperanza. Habrá quienes pregunten: “¿Hay alguna esperanza para el élder Voorheis en esta vida?”. Creo que hay una gran esperanza para todas las personas. A veces pedimos milagros a Dios, y éstos suelen ocurrir, aunque no siempre del modo que esperamos. La calidad de vida del élder Voorheis es menos que deseable, pero la influencia de su vida en los demás es incalculable y sempiterna tanto aquí como en Argentina. En efecto, después de su accidente, la Rama Kilómetro 26, de Argentina, creció rápidamente y no tardó en llenar los requisitos para la construcción de una capilla.
La esperanza consiste en confiar en las promesas de Dios, es tener fe en que si obedecemos ahora, las bendiciones que anhelamos se cumplirán en el futuro. Abraham “creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes”. En contra de la razón humana, él confió en Dios estando “plenamente convencido” de que Dios cumpliría su promesa de darles a él y a Sara un hijo en su vejez.
Hace unos pocos años, la hermana Joyce Audrey Evans, una joven madre de Belfast, Irlanda del Norte, tenía dificultades con un embarazo. En el hospital donde la llevaron, una de las enfermeras le dijo que era probable que perdiera la criatura. La hermana Evans le respondió: “Pero no puedo rendirme… tiene que darme esperanza”. Posteriormente, la hermana Evans contó: “No podía darme por vencida sino hasta que se desvaneciera toda esperanza razonable. Se lo debía a mi hijo que aún no nacía”.
Tres días después perdió al niño. De eso, ella escribió: “Durante un largo rato, no sentí nada; pero después un profundo sentimiento de paz embargó todo mi ser. Junto con la paz viene el entendimiento. Comprendí entonces por qué no podía renunciar a la esperanza pese a todas las circunstancias: porque uno vive con esperanza o vive con desesperación. Sin esperanza no es posible perseverar hasta el fin. Había buscado un respuesta a mis oraciones y no me llevé una desilusión: fui sanada físicamente y premiada con un espíritu de paz. Nunca antes me había sentido tan cerca de mi Padre Celestial; nunca antes había sentido una paz así…
“El milagro de la paz no fue la única bendición que recibí en aquella ocasión. Unas semanas después, comencé a pensar en el hijo que había perdido. El Espíritu me trajo a la memoria las palabras de Génesis 4:25: ‘la cual dio a luz un hijo, y llamó su nombre Set: Porque Dios (dijo ella) me ha sustituido otro hijo…’
“Pocos meses después quedé embarazada otra vez. Cuando nació mi hijo, se dijo que era una criatura ‘perfecta’”. Le pusieron por nombre Evan Seth.
La paz en esta vida se basa en la fe y en el testimonio. Todos podemos encontrar esperanza mediante nuestras oraciones personales y hallar consuelo en las Escrituras. Las bendiciones del sacerdocio nos elevan y nos sostienen. La esperanza también se recibe por revelación personal directa, a la cual tenemos derecho si somos dignos. También contamos con la seguridad de vivir en una época en la que existe en la tierra un profeta que posee y que ejerce todas las llaves del reino de Dios.
Samuel Smiles escribió que “‘la esperanza es como el sol, el cual, al avanzar hacia él, proyecta la sombra de nuestra carga detrás de nosotros’… La esperanza endulza el recuerdo de nuestras más bellas vivencias; mitiga nuestras dificultades para nuestro progreso y nuestra fortaleza; es nuestra amiga en las horas tenebrosas y nos anima en las horas felices; brinda promesas para el futuro y da significado al pasado. Transforma el desaliento en determinación”.
La fuente inagotable de nuestra esperanza es que somos hijos e hijas de Dios y que Su Hijo, el Señor Jesucristo, nos ha salvado de la muerte. ¿Cómo podemos saber que Jesús es en verdad nuestro Salvador y Redentor? En términos humanos, Su realidad es prácticamente indefinible, pero Su presencia se puede conocer de modo patente por medio del Espíritu si procuramos de continuo vivir bajo la sombra de Su influencia. En el Libro de Mormón, leemos el relato de Aarón cuando explicaba el Evangelio al padre de Lamoni; le dijo: “…si te arrodillas delante de Dios… e invocas con fe su nombre, creyendo que recibirás, entonces obtendrás la esperanza que deseas”. El anciano rey siguió ese consejo al pie de la letra y recibió un testimonio de la verdad que Aarón había impartido, lo cual redundó en que él y toda su casa se convirtieran y viniesen al Señor.
Nuestra más grande esperanza proviene del conocimiento de que el Salvador rompió las ligaduras de la muerte. Él logró la victoria por medio de Su dolor, padecimiento y aflicción espantosos. Él expió nuestros pecados con la condición de que nos arrepintamos. En el huerto de Getsemaní exclamó angustiado: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Lucas describe la intensidad del dolor: “Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”.
Todos podemos hallar esperanza en lo que le ocurrió a Pedro durante los sucesos que llevaron a la Crucifixión. Quizá el Señor nos hablaba a todos nosotros cuando dijo a Pedro: “…he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo;
“pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto [convertido], confirma a tus hermanos”.
Y Pedro le respondió: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte”.
Y él le dijo: “Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces”.
Cuando Pedro observaba el curso de los acontecimientos, alguien lo reconoció como discípulo de Cristo. Una criada dijo: “También éste estaba con él”, pero Pedro respondió que no lo conocía. Otras dos personas también le reconocieron como discípulo del Señor, y Pedro volvió a negar que conocía al Salvador. Y mientras él hablaba, cantó el gallo.
“Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces.
“Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente”.
Ese suceso fortaleció a Pedro de tal manera que nunca más falló y se le conoció como la roca. Su esperanza llegó a cimentarse firmemente en la Roca eterna, o sea, nuestro Redentor Jesucristo. En calidad de Apóstol principal, llevó a cabo la obra con fidelidad y valentía.
Así como Pedro llegó a tener esperanza después de un momento de debilidad, ustedes, yo y todos podemos tener la esperanza que proviene del conocimiento de que Dios en verdad vive. Esa esperanza emana de la creencia de que, si tenemos fe, Él nos ayudará durante nuestras dificultades: si no en esta vida, ciertamente lo hará en la existencia venidera. Como dijo Pablo a los corintios: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres”. En el plan eterno de las cosas, todo lo malo que nos haya ocurrido se rectificará. En la justicia perfecta del Señor, a todos los que vivan dignamente se les compensarán las bendiciones que no hayan recibido aquí.
En mi opinión, nunca ha habido en la historia de esta Iglesia motivo de tanta esperanza con respecto al futuro de la Iglesia y de sus miembros en todo el mundo. Creo, y testifico de ello, que vamos avanzando hacia un nivel más elevado de fe y de actividad del que ha habido. Ruego que cada uno de nosotros sea hallado haciendo su parte en este gran ejército de rectitud. Cada uno de nosotros vendrá ante el Santo de Israel y dará cuentas de su rectitud personal. Se nos ha dicho que “allí él no emplea ningún sirviente”.
Junto con mi llamamiento apostólico he recibido el testimonio seguro de la vida y el ministerio del Salvador. Junto con Job declaro: “Yo sé que mi Redentor vive”. Mi testimonio “está en los cielos”. Jesús es el Cristo, el Salvador de todo el género humano. José Smith fue el inspirado profeta que restauró las llaves, la autoridad y la organización salvadoras que le fueron delegadas bajo la dirección de Dios el Padre y de Su Hijo, el Señor Jesucristo. De esto testifico en el santo nombre de Jesucristo. Amén.