Nos queda todavía un sólido eslabón
“A medida que el mundo se va hundiendo más y más en el pecado, esta magnífica Iglesia permanece firme e inamovible como una enorme roca de granito”.
Alexandr Solzhenitsin definió las resoluciones temporáneas como “la práctica de darse por vencidos una y otra vez, y esperar y esperar hasta que el adversario quede satisfecho”.
Mis amados jóvenes amigos, permítanme asegurarles que el adversario nunca queda satisfecho.
Oliver Wendell Holmes dijo: “Cuando el espíritu alienta el corazón, no puede haber descanso, porque aun en las tinieblas de la noche nos queda todavía un sólido eslabón, una luz que no se apagará”.
¿No les hace eso sentirse agradecidos de pertenecer a una Iglesia dirigida por apóstoles y profetas, sabiendo que nos queda todavía un sólido eslabón, una luz que no se apagará? A medida que el mundo se va hundiendo más y más en el pecado, esta magnífica Iglesia permanece firme e inamovible como una enorme roca de granito.
¿No se sienten orgullosos de que la Iglesia nos enseña la verdad? No tenemos que dudar en cuanto a su posición sobre aretes para muchachos y hombres, tatuajes, cabellos hirsutos y teñidos, lenguaje profano o gestos obscenos. Tenemos profetas que nos revelan las normas de vida. Ellos nos enseñan que los Diez Mandamientos no han pasado de moda. La palabra del Señor ha estado resonando por muchas generaciones: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxodo 20:7). El profanar el nombre de Dios es una grave ofensa para el Espíritu, y el hacerlo sólo satisface los propósitos de Satanás de burlarse de nuestro Dios.
Jehová ha declarado también: “No hurtarás” (Éxodo 20:15). El robar es una afrenta a Dios. Éste es sólo uno de los Diez Mandamientos, pero el defraudar, mentir y dar falso testimonio son otras maneras de hurtar.
Queridos jóvenes, ¿no están agradecidos de que los apóstoles y los profetas de Dios nunca los confundan en cuanto al pecado? No importa cuán violentos sean los vientos de la opinión pública, la Iglesia es inamovible. Dios ha mandado que “los sagrados poderes de la procreación se deben utilizar sólo entre el hombre y la mujer legítimamente casados, como esposo y esposa”.
Quienes apoyan principios perversos y una conducta depravada están viviendo en el pecado. Las leyes, las opiniones públicas y los adultos que consienten a ello y que enseñan lo contrario al Evangelio están equivocados aun cuando la mayoría los acepte. El pecado es pecado y ésa es la verdad de Dios. El apóstol Pablo declaró: “¿No sabéis que sois templos de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16).
La pornografía es maligna. Quedé muy impresionado por una historia relatada en los funerales del padre de Henry Eyring. Cuando él era un joven que venía de las colonias mexicanas, al cruzar la frontera hacia los Estados Unidos, el agente de aduanas le preguntó: “Joven, ¿trae usted pornografía en sus valijas?”, a lo cual él respondió: “No, señor, ni siquiera soy dueño de una”. Es maravilloso ser tan puro e inocente como aquel joven. Sabemos que la pornografía causa adicción y es destructiva. Tiene varios compañeros de aventuras: las bebidas alcohólicas, el tabaco y las drogas. Utiliza cierta clase de música y de bailes y usa el Internet y la televisión. Quienes la producen son impíos y carecen de conciencia. Conocen las conse-cuencias, pero no les importan. Así como aquellos que venden drogas, nunca están a la mano para ayudarles cuando ustedes caigan destruidos. Pero nosotros —sus padres, sus obispos y sus líderes— sí estaremos ahí.
Tengan mucho cuidado cuando establezcan amistades. Dos hombres se hallaban conversando y uno de ellos dijo: “Juan, ayer pasé de largo por tu casa”, a lo que Juan respondió: “Gracias”. Agradezcan cuando no se les incluya en los grupos en que no les convenga estar. Siempre recibirán una fuerte advertencia al respecto.
Rudyard Kipling dijo:
“Ésta es la Ley de la Jungla, y es tan antigua y real como el mismo cielo;
y el lobo que la obedezca progresará, y el que la niegue morirá.
Sus verdaderos amigos son sus protectores.
Un consejo a los adultos y a los padres. El padre del élder Bruce R. McConkie dijo que cuando violamos algún mandamiento, no importa cuán simple sea, nuestros jóvenes podrían decidirse a violar tiempo después un mandamiento diez veces mayor y justificarse a raíz del pequeño mandamiento que hayamos quebrantado.
Las espontáneas conversaciones religiosas que se realizan en el hogar son unas de las principales influencias que determinan el grado de religiosidad de nuestros jóvenes. Cuando hablamos sobre aquello que más nos gusta, y no porque lo hayamos programado — como ser, la noche de hogar, las oraciones en familia o el estudio de las Escrituras— sino simplemente porque son de gran valor para nosotros, ello ejercerá una profunda influencia en nuestros hijos.
Grady Bogue, profesor universitario, dijo: “Cuando la enseñanza se hace bien, es una obra maravillosa. Sin embargo, constituye uno de los esfuerzos más perjudiciales cuando se lleva a cabo sin cuidado o aptitud. El conducir al alumno por mal camino, ya sea por ignorancia o por arrogancia —ya sea porque no sepamos o porque no nos importe— es peor que si un cirujano cometiera una torpeza, porque nuestros errores no sangran. Por el contrario, producen cicatrices escondidas cuyas malas y trágicas consecuencias no se percibirán por muchos años y su remedio será doloroso e imposible”.
Jóvenes, no se sientan oprimidos por la obediencia. La obediencia es un maravilloso y extraordinario privilegio. En Abraham 4:18 leemos: “Y los Dioses vigilaron aquellas cosas que habían ordenado hasta que obedecieron”. ¿Qué habría sucedido si los elementos no hubieran obedecido? Habrían sido maldecidos y sujetados. Y así es con nosotros mismos. La obediencia es realmente la única manera de ser libres y ejercer nuestro albedrío. Satanás enseña todo lo contrario y con cada decisión equivocada nos va encadenando. Yo les testifico que la obediencia es un privilegio maravilloso.
Cuando yo era niño, mi madre tenía que ir a una refinería llamada Garfield Smelter y trabajar como un hombre a fin de mantener a sus siete hijos. Siempre que le era posible, trabajaba en horas de la noche; estoy seguro que era para poder estar con nosotros durante el día. No sé a qué horas dormía la pobre mujer. Un sábado temprano, salió del trabajo y llegó a casa entre las 7 y las 8 de la mañana; se acostó por un par de horas y luego se levantó. Había invitado a todos sus familiares para la cena; deben haber sido unas 35 o 40 personas. Decoró las mesas, arregló las sillas y colocó los platos y los cubiertos. Cocinó durante todo ese día y se acumularon los platos, las ollas y las sartenes.
Todos fueron a cenar. Después de comer, llevaron los platos sucios a la cocina y la comida la colocaron sobre la mesa y en las alacenas, cerraron la puerta de la cocina y toda la familia se puso a conversar. Eran ya casi las 8 de la noche.
Recuerdo haberme encontrado a solas en la cocina y con mi mente de niño me puse a pensar: Mi madre ha trabajado todo el día y toda la noche para preparar la cena. Una vez que todos se hayan ido, todavía tendrá que lavar los platos y guardar la comida. Le llevará dos o tres horas y eso no es justo. Entonces se me ocurrió: Yo los lavaré.
Lavé los platos, los cubiertos y los vasos. No teníamos un lavaplatos eléctrico; el nuestro andaba a mano y por tanto, esa noche utilicé mis manos y media docena de paños para secar la loza. Me mojé de la cabeza a los pies. Guardé la comida sobrante, limpié la mesa y el escurridor, y luego me eché de rodillas para lavar el piso. Cuando terminé, pensé que la cocina había quedado impecable, pero me llevó cerca de tres horas.
Entonces escuché que todos se levantaron y se fueron. Cerraron la puerta de calle y oí que mi madre venía hacia la cocina. Yo estaba satisfecho y pensé que también ella lo estaría. Abrió la puerta y, aunque yo tenía sólo 11 años de edad, pude ver que se quedó muy sorprendida. Miró alrededor de la cocina y me miró con una mirada que entonces no alcancé a comprender. Ahora sí me doy cuenta. Fue algo así como “Gracias. Estoy muy cansada. Creo que me entiendes. Te quiero mucho”. Se acercó y me abrazó. Percibí una luz en sus ojos y un sentimiento de amor en mi corazón y aprendí entonces que encender una luz en los ojos de nuestros padres nos brinda un sentimiento maravilloso.
Otra especial ocasión fue un domingo antes del Día de Acción de Gracias, alrededor del año 1943. Me encontraba yo en una reunión de sacerdocio y había allí una cartelera con fotos de todos los jóvenes que se encontraban en el servicio militar. Algunos presbíteros que pocos meses antes habían estado a la mesa de la Santa Cena prestaban ahora servicio en la guerra. Cada semana se cambiaban las fotografías. Los que habían muerto en acción tenían una estrella dorada junto a su foto; los que habían sido heridos tenían una estrella roja y los que habían desaparecido una estrella blanca. Yo, como diácono de 12 años de edad, verificaba cada semana quiénes habían muerto o habían sido heridos.
Pero esa mañana, en la reunión de mi quórum, un miembro del obispado dijo: “El próximo jueves es el Día de Acción de Gracias. Debemos efectuar todos una oración familiar en nuestros respectivos hogares. Anotemos en la pizarra todas las cosas por las que estamos agradecidos”. Así lo hicimos y entonces él dijo: “Incluyan esas cosas en sus oraciones de acción de gracias”. Me sentí descompuesto ya que nunca teníamos una oración ni bendecíamos los alimentos.
Al atardecer fuimos a la reunión sacramental. Casi al terminar la reunión, el obispo se puso de pie; estaba muy emocionado. Nos habló de los jóvenes de nuestro barrio que habían muerto o habían sido heridos. Habló sobre nuestra libertad, nuestra bandera, nuestra patria y nuestras bendiciones. Y entonces agregó: “Espero que cada familia se arrodille y lleve a cabo una oración familiar el día de acción de gracias y dé gracias a Dios por sus bendiciones”.
Me sentía sumamente deprimido y pensé: ¿Cómo podemos tener una oración familiar? Yo quería ser obediente. Esa noche casi no pude dormir. Quería tener una oración el día de acción de gracias y aun pensé que estaría dispuesto a ofrecerla si me lo pidieran, pero era muy tímido para ofrecerme a hacerlo. Me preocupé todo el lunes, el martes y el miércoles en la escuela.
Papá no regresó a casa el miércoles sino hasta el otro día. El jueves nos levantamos; éramos cinco muchachos y dos hermanas. No desayunamos para así tener más apetito para la comida del día de Acción de Gracias. Para aumentar aún más nuestro apetito, fuimos a un campo cercano y cavamos un pozo de 2 metros de profundidad por 2 metros de ancho. Hicimos una trinchera para escondernos. Recuerdo que con cada palada iba pensando: Por favor, Padre Celestial, haz cpue tengamos una oración. Finalmente, a eso de las 2 y media de la tarde, mamá nos llamó a comer. Nos lavamos y nos sentamos a la mesa. De algún modo, mamá había conseguido preparar un pavo con todos los acompañamientos típicos. Cuando puso toda la comida sobre la mesa, sentí como si el corazón se me fuera a salir del pecho. Los minutos pasaban. Miré a mi padre, luego a mi madre y entonces pensé: Por favor, por favor, hagamos una oración. Casi sentía pánico, pero, de pronto, todos empezaron a comer. Yo había estado esforzándome todo el día para tener más apetito, pero en ese momento se me pasó el hambre. No quise comer. Más que ninguna otra cosa en el mundo, quería orar; pero era ya muy tarde.
Amados jóvenes, den gracias por tener padres que hacen sus oraciones y leen las Escrituras; valoren la noche de hogar y agradezcan a aquellos que les enseñan y los adiestran.
Mis queridos jóvenes amigos, hay tantas cosas maravillosas y de gran mérito en este mundo. Me encantan las constantes referencias del presidente Hinckley sobre el amor que siente por ustedes, la confianza que les tiene y el potencial que ve en ustedes, nuestra amada juventud.
Prepárense para entrar en el templo. Un maravilloso poema lo describe así:
Y el presidente Joseph F. Smith enseñó: “Después de que hayamos hecho todo cuanto podamos por la causa de la verdad y de que hayamos resistido el mal que los hombres nos hayan ocasionado, y de que nos hayan abrumado con sus maldades, todavía tenemos el deber de seguir firmes. No podemos darnos por vencidos; no debemos postrarnos. Las causas importantes no triunfan en una sola generación”.
Hombres y mujeres jóvenes, levanten el estandarte; sostengan la antorcha de su generación. Tenemos absoluta confianza en que lo harán.
Agradezco a Dios el sólido eslabón que todavía nos queda, la luz que no se apagará. Recuerden cuán bendecidos son al llevar a cabo sus oraciones en el hogar. Y procuren siempre encender una luz en los ojos de su madre. Es lo menos que todos podemos hacer por ella.
Les amamos, preciados jóvenes, y rogamos a Dios que bendiga a cada uno de ustedes. En el nombre de Jesucristo. Amén.