2000–2009
“Venid en pos de mí”
Abril 2002


“Venid en pos de mí”

“Los que, con fe, abandonan sus redes y siguen al Salvador, experimentarán un gozo más allá de su capacidad de comprensión”.

Eran pescadores antes de escuchar el llamado. Echando las redes en el mar de Galilea, Pedro y Andrés se detuvieron cuando Jesús de Nazaret se acercó, les miró a los ojos y pronunció las sencillas palabras: “Venid en pos de mí”. Mateo escribe que los dos pescadores, “dejando al instante las redes, le siguieron”.

Después el Hijo del Hombre se dirigió a otros dos pescadores que se encontraban en un barco con su padre, reparando las redes. Jesús les llamó, “y [Santiago y Juan], dejando al instante la barca y a su padre… siguieron [al Señor]”1.

¿Alguna vez se han preguntado cómo hubiera sido vivir en los días del Salvador? Si hubieran estado allí, ¿habrían prestado oídos a su llamado: “¡Venid en pos de mí!”?

Quizás una pregunta más realista sería: “Si el Salvador les llamara hoy, ¿estarían igual de dispuestos a abandonar sus redes e ir en pos de Él?”. Estoy seguro de que muchos lo harían.

Sin embargo, quizás para algunos ésta no sea una decisión tan fácil. Hay quienes han descubierto que, por su naturaleza, muchas veces no es tan fácil salir de las redes.

Existen redes de todos los tamaños y formas. Aquéllas que Pedro, Andrés, Santiago y Juan dejaron eran objetos tangibles, herramientas de trabajo que les permitían ganarse la vida.

A veces pensamos que estos cuatro hombres eran pescadores humildes y que no tuvieron que sacrificar demasiado al dejar las redes para seguir al Salvador. Todo lo contrario, como destaca el élder James E. Talmage en Jesús el Cristo: Pedro, Andrés, Santiago y Juan eran socios en un negocio próspero. Eran “dueños de sus propios barcos y empleaban a otros hombres”. Según el élder Talmage, Simón Pedro “se hallaba en buena posición económica; y la ocasión en que habló de haberlo dejado todo para seguir a Jesús, el Señor no negó que el sacrificio de Pedro, en cuanto a sus bienes materiales, había sido… grande”2.

Más tarde, la red de la riqueza atrapó a un joven rico que declaró que había obedecido todos los mandamientos desde su juventud. Cuando le preguntó al Salvador qué más debía hacer para tener la vida eterna, el Maestro dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme”. Cuando el joven escuchó aquello, “se fue triste, porque tenía muchas posesiones”3.

Las redes se definen en general como utensilios diseñados para la captura, pero en un sentido más estricto, aunque más importante, podríamos definirlas como algo que nos tienta o nos impide seguir el llamado de Jesucristo, el Hijo del Dios viviente.

En ese contexto, algunas de esas redes podrían ser nuestro trabajo, nuestras aficiones, nuestros placeres, y por encima de todo lo demás, nuestras tentaciones y pecados. En resumen, cualquier cosa que nos aleja de nuestra relación con nuestro Padre Celestial y su Iglesia restaurada es una red.

Permítanme darles un ejemplo contemporáneo: una computadora puede ser una herramienta útil e indispensable, pero si perdemos nuestro tiempo con ella en ocupaciones improductivas, vanas e incluso a veces destructivas, se convierte en una red que nos atrapa.

A muchos de nosotros nos gusta ver competencias deportivas, pero si somos capaces de recitar de memoria las estadísticas de nuestros jugadores favoritos y al mismo tiempo nos olvidamos de los cumpleaños o de los aniversarios, desatendemos a nuestra familia, o pasamos por alto la oportunidad de hacer obras de servicio cristiano, también las competencias deportivas pueden convertirse en una red que nos atrapa.

Desde los días de Adán, toda la humanidad ha comido el pan con el sudor de su frente, pero cuando nuestro trabajo nos consume hasta el punto en que desatendemos las dimensiones espirituales de la vida, también se convierte en una red que nos enreda.

Algunos han quedado atrapados en la red de las deudas excesivas. La red del interés les atenaza, requiriéndoles que vendan su tiempo y energías a fin de satisfacer las demandas de sus acreedores, con lo que renuncian a su libertad y se hacen esclavos de su propio derroche.

Es imposible enumerar las muchas redes que pueden atraparnos e impedirnos seguir al Salvador; pero si somos sinceros en nuestro deseo de ir en pos de Él, debemos dejarlas inmediatamente y seguir Sus pasos.

No conozco ningún otro periodo de la historia del mundo donde se haya acumulado tal variedad de redes esclavizantes. La vida con facilidad se nos llena de citas, reuniones y tareas que debemos realizar. Es tan fácil quedar atrapado en una multitud de redes, que a veces incluso la mera sugerencia de romperlas puede resultarnos amenazante o hasta aterradora.

A veces pensamos que cuanto más ocupados estemos, más importantes somos; como si nuestra actividad definiera nuestro valor. Hermanos y hermanas, podemos pasarnos la vida entera dando vueltas a un ritmo frenético y llevando a efecto listas y listas de cosas que a fin de cuentas no tienen verdadera importancia.

El hacer mucho quizás no sea tan importante. El que concentremos la energía de nuestra mente, corazón y alma a aquellas cosas que tienen importancia eterna, eso sí es esencial.

Entre el bullicio y el ajetreo de la vida a nuestro alrededor escuchamos gritos de “vengan aquí” y “vayan allá”; en medio de ese ruido y de esas voces seductoras que compiten por acaparar nuestro tiempo e interés, una figura solitaria se alza en las orillas del Mar de Galilea y nos llama: “Venid en pos de mí”.

Es muy fácil perder el equilibrio en nuestra vida. Recuerdo unos cuantos años que fueron particularmente exigentes para mí, cuando ya teníamos siete hijos. Yo había servido como consejero en un obispado y se me otorgó el llamamiento sagrado de ser obispo del barrio. Estaba esforzándome por administrar nuestro negocio, lo que requería muchas horas al día. Rindo honor a mi fiel esposa, quien siempre me permitió servir al Señor.

Sencillamente, había demasiadas cosas que hacer en el tiempo del que disponía, pero en vez de sacrificar cosas importantes, decidí levantarme más temprano, encargarme de mi negocio y después dedicar el tiempo necesario para ser un buen padre y esposo y un miembro fiel de la Iglesia. No fue nada fácil. Algunas mañanas comenzaba a sonar el despertador, y yo abría un ojo y me quedaba mirándolo fijamente, desafiándolo a que siguiera sonando si se atrevía.

No obstante, el Señor fue misericordioso y me ayudó a hallar la energía y el tiempo necesarios para hacer todo aquello a lo que me había comprometido. Aunque fue difícil, nunca lamenté el haber tomado la decisión de escuchar el llamado del Salvador y seguirle.

Piensen en todo lo que le debemos. Jesús es la resurrección y la vida. “El que cree en [Él], aunque esté muerto, vivirá”4. Hay quienes poseen una gran riqueza pero que aun así darían todo lo que poseen para alargar unos años, meses o incluso días su vida mortal. ¿Qué daríamos entonces nosotros por la vida eterna?

Hay quienes darían todo lo que tienen por sentir paz. “Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cansados”, enseñó el Salvador, “y yo os haré descansar”5. No obstante, es algo más que paz lo que el Salvador promete a los que guardan Sus mandamientos y perseveran hasta el fin; es la vida eterna, “que es el mayor de todos los dones de Dios”6.

Gracias al Salvador, viviremos para siempre. La inmortalidad significa que nunca moriremos; en cambio, la vida eterna significa vivir para siempre en esferas exaltadas en compañía de nuestros seres queridos, envueltos en un amor profundo, en un gozo exquisito y en gloria.

Ninguna cantidad de dinero puede comprar ese estado exaltado. La vida eterna es un don de un Padre Celestial amoroso que se ofrece de manera gratuita y libre a todos los que presten oídos al llamado del Varón de Galilea.

Lamentablemente, hay muchos que están demasiado atrapados en sus redes para escuchar el llamado. El Salvador explicó que “no creéis, porque no sois de mis ovejas… Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”7.

¿Cómo seguimos al Salvador? Ejerciendo nuestra fe, creyendo en Él, creyendo en nuestro Padre Celestial, creyendo que Dios todavía se comunica con el hombre en la tierra.

Seguimos al Salvador arrepintiéndonos de nuestros pecados, experimentando tristeza por ellos y abandonándolos.

Seguimos al Salvador entrando en las aguas del bautismo y recibiendo la remisión de nuestros pecados, recibiendo el don del Espíritu Santo y permitiendo que esa influencia nos inspire, instruya, guíe y consuele.

¿Cómo seguimos al Salvador? Obedeciéndole. Él y nuestro Padre Celestial nos han dado mandamientos, no para castigarnos o atormentarnos, sino para ayudarnos a alcanzar una plenitud de gozo tanto en esta vida como en las eternidades que están por venir, por los siglos de los siglos.

Por el contrario, cuando nos aferramos a nuestros pecados, a nuestros placeres y a veces incluso a lo que percibimos como nuestras obligaciones, nos resistimos a la influencia del Espíritu Santo y dejamos de lado las palabras de los profetas, entonces nos quedamos en la orilla de nuestra propia Galilea, bien atrapados en nuestras redes. Nos encontramos incapaces de abandonarlas y seguir al Cristo Viviente.

Pero el Pastor nos llama a todos hoy. ¿Reconoceremos la voz del Hijo de Dios? ¿Le seguiremos?

¿Me permitirían darles una palabra de advertencia? Hay quienes piensan que si seguimos al Salvador, nuestra vida estará libre de preocupaciones, de dolores y de miedos. ¡No es así! El Salvador mismo fue descrito como un varón de dolores8. Aquellos primeros discípulos que siguieron al Cristo experimentaron grandes persecuciones y pruebas. El profeta José Smith no fue la excepción, ni lo fueron el resto de los primeros Santos de esta última dispensación; y en la actualidad, las cosas tampoco han cambiado.

Tuve una vez la oportunidad de hablar con una mujer que escuchó el llamado del Salvador cuando tenía dieciocho años. Su padre, que era un ministro prominente de una iglesia diferente, se enfadó con ella y le prohibió bautizarse. Le dijo que si se hacía miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, quedaría apartada de la familia.

Aunque el sacrificio fue grande, esa joven escuchó el llamado del Salvador y entró en las aguas del bautismo.

Sin embargo, su padre no podía aceptar su decisión e intentó obligarla a abandonar su nueva fe. Él y su esposa la vilipendiaron por su decisión de unirse a la Iglesia y le exigieron que negara y abandonara su nueva religión.

Aun en medio de la ira, de la amargura y de la humillación, su fe se mantuvo fuerte y soportó el abuso verbal y emocional, sabiendo que había escuchado el llamado del Salvador y que le seguiría, sean cuales fueren las consecuencias de ello.

Finalmente, esa joven pudo encontrar un cobijo seguro, un lugar de refugio junto a una amable familia miembros de la Iglesia, lejos de las amenazas y la crueldad de su padre.

Conoció a un joven fiel y los dos se casaron en el templo y recibieron las inestimables bendiciones que acompañan al matrimonio en el templo.

Hoy ya forma parte de los muchos que han sacrificado tanto para seguir el llamado del Salvador.

En efecto, no insinúo que el camino vaya a ser fácil, pero les doy mi testimonio de que los que, con fe, abandonan sus redes y siguen al Salvador, experimentarán una felicidad más allá de su capacidad de comprensión.

Cuando me reúno con los maravillosos miembros de esta Iglesia —tanto jóvenes como mayores— cobro ánimo y me lleno de gratitud por la fidelidad de los que han escuchado el llamado del Salvador y le han seguido.

Como ejemplo, un trabajador del sector siderúrgico sigue al Salvador día tras día durante un periodo de más de treinta años, en los que sacaba las Escrituras para leer durante la hora de la comida, en medio de las burlas de sus compañeros. Y aquella viuda de setenta años que, confinada a su silla de ruedas, alegra el ánimo a cada persona que la visita, y nunca deja de decirles lo afortunada que se siente; ella también sigue al Salvador. El niño que busca la comunión con el Señor del universo a través de la oración, también sigue al Salvador. El miembro acaudalado que da generosamente a la Iglesia y a sus semejantes, sigue al Salvador.

Así como Jesús el Cristo estuvo en la orilla del Mar de Galilea hace 2.000 años, también hoy está haciendo el mismo llamado que extendió a aquellos pescadores fieles, esta vez para todos los que quieran escuchar su voz: “¡Venid en pos de mí!”.

Tenemos redes por echar y redes por arreglar, pero cuando el Señor del océano, de la tierra y del cielo nos dice “venid en pos de mí”, debemos abandonar los enredos mundanos y seguir sus pasos.

Hermanas y hermanos míos, proclamo con una voz llena de gozo que ¡el Evangelio ha sido restaurado una vez más! Los cielos se abrieron al profeta José Smith y él vio y conversó con Dios, el Padre, y Su Hijo, Jesucristo. Bajo la dirección y la tutela divina de seres celestiales, ¡las verdades eternas se han restaurado otra vez al hombre!

En nuestros días vive otro gran profeta que día tras día aporta su testimonio de estas verdades sacrosantas. El presidente Gordon B. Hinckley desempeña su sagrado oficio como el portavoz del Dios eterno. A su lado están sus nobles consejeros, el Quórum de los Doce Apóstoles y otras Autoridades Generales, todos alzando la voz para proclamar las gloriosas y gozosas nuevas: ¡El Evangelio eterno se ha restaurado otra vez al hombre!

Jesús el Cristo es “el camino, la verdad y la vida: nadie viene al Padre, sino por [Él]”9. Como testigo especial de Él, les testifico en este día que llegará el tiempo en que todo hombre, mujer y niño podrá mirar los ojos llenos de amor del Salvador. Ese día sabremos con seguridad de lo valiosa que es nuestra decisión de seguirle al instante.

Que cada uno de nosotros escuche el llamado del Maestro y abandone al instante las redes de esclavitud y le siga con gozo, es mi ferviente oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Mateo 4:18–22.

  2. James E. Talmage, Jesús el Cristo, pág. 231.

  3. Mateo 19:21–22.

  4. Juan 11:25.

  5. Mateo 11:28.

  6. D. y C. 14:7.

  7. Juan 10:26–27.

  8. Véanse Isaías 53:3 y Mosíah 14:3.

  9. Juan 14:6.