2000–2009
El Evangelio en nuestra vida
Abril 2002


El Evangelio en nuestra vida

“Él nos ha dado Su Expiación, Su Evangelio y Su Iglesia, una combinación sagrada que nos da la seguridad de la inmortalidad y la oportunidad de obtener la vida eterna”.

Hace unos años vi una divertida caricatura en el periódico en la que aparecía un clérigo conversando con una pareja de “hippys” montada en una motocicleta. “Nosotros vamos a la iglesia”, decía uno de ellos al clérigo. “Hemos estado yendo por años… pero aún no hemos podido llegar hasta allí”1.

Muchos de nuestros familiares y amigos aún no han llegado a la iglesia tampoco; tal vez asistan de vez en cuando, pero todavía no están disfrutando de todas las bendiciones de la participación y del prestar servicio en la iglesia. Es posible que otros sí asistan con regularidad, pero se abstienen de obligaciones y del buscar el renacimiento espiritual personal que viene de entregar el corazón a Dios. Ambos tipos de personas se privan de algunas bendiciones especiales en esta vida, y ambos están en peligro de privarse de las bendiciones más gloriosas de la vida venidera.

Pablo enseñó que el Señor dio profetas y apóstoles para “perfeccionar a los santos… la obra del ministerio… [y] la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios 4:12). Las personas que no estén participando plenamente en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y que no estén buscando también una conversión espiritual personal se están privando de experiencias que son esenciales bajo el gran plan de felicidad divinamente establecido. Las enseñanzas y la obra de la Iglesia son esenciales para llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre (véase Moisés 1:39).

Ruego que muchas de las personas que me estén escuchando tengan una confirmación espiritual de la importancia de la misión de la Iglesia de edificar y exaltar a los hijos de Dios. Ruego en especial que aquellos que no estén disfrutando aún las bendiciones de la plena participación y dedicación busquen esa confirmación, la obtengan y hagan algo al respecto.

Hace más o menos diez años, mientras estaba en una conferencia de estaca en los Estados Unidos, me presentaron a un miembro que por muchos años no había participado en la Iglesia. “¿Por qué razón habría de regresar a la actividad de la Iglesia?”, me preguntó ese miembro. Considerando todo lo que el Salvador ha hecho por nosotros, respondí que sería fácil ofrecer algo en servicio a Él y a nuestro prójimo. Mi interrogador consideró esa idea por un momento y luego hizo esta asombrosa respuesta: “¿Y qué ha hecho Él por mí?”.

Esta increíble respuesta me hizo pensar en lo que la gente espera recibir de Jesucristo, de Su Evangelio y de su participación en Su Iglesia. Pensé en otros que han dicho que dejaron de asistir a la Iglesia porque la Iglesia “no satisfacía sus necesidades”. ¿Qué necesidades esperarían que la Iglesia satisficiera? Si las personas simplemente buscan una experiencia social satisfactoria, tal vez se decepcionen en un barrio o en una rama particular y busquen otras relaciones. Hay experiencias sociales satisfactorias en muchas organizaciones. Si esas personas simplemente buscan ayuda para aprender el Evangelio, podrían lograr esa meta mediante la literatura que está a su alcance. Pero, ¿son esos los objetivos primordiales de la Iglesia? ¿Es eso todo lo que esperamos recibir del Evangelio de Jesucristo?

Alguien ha dicho que según lo que busquemos, eso obtendremos. Las personas que asisten a la Iglesia con el único propósito de obtener algo de naturaleza temporal tal vez se desilusionen. El apóstol Pablo escribió desfavorablemente en cuanto a las personas que “no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus propios vientres” (Romanos 16:18). Las personas que asisten a la Iglesia con el fin de dar a su prójimo y servir al Señor raras veces saldrán desilusionadas. El Salvador prometió que “el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39).

La Iglesia nos brinda oportunidades para servir al Señor y a nuestro prójimo. Si se dan de la manera correcta y por las razones correctas, ese servicio nos compensará más que cualquier otra cosa que se nos haya dado. Millones de personas sirven de manera desinteresada y eficaz como oficiales o maestros en las organizaciones de la Iglesia y aquellos que lo hacen experimentan la conversión descrita por el profeta que nos suplicó “venid a Cristo, y perfeccionaos en él” (Moroni 10:32).

A lo largo de mi vida he sido bendecido por pertenecer a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y participar en ella. Es imposible describir las formas en las que la Iglesia ha sido una bendición en mi vida y en la de mis seres queridos, pero menciono unos ejemplos con la esperanza de que eso añada la persuasión personal a los principios descritos.

La asistencia a la Iglesia cada semana proporciona la oportunidad de participar de la Santa Cena, como el Señor nos lo ha mandado (véase D. y C. 59:9). Si actuamos con la debida preparación y actitud, el participar de la Santa Cena renueva el efecto purificador de nuestro bautismo y nos hace acreedores de la promesa de que siempre tendremos Su Espíritu con nosotros. Una de las misiones de ese Espíritu, el Espíritu Santo, es el testificar del Padre y del Hijo y de llevarnos hacia la verdad (véase Juan 14:26; 2 Nefi 31:18). El testimonio y la verdad, que son esenciales para nuestra conversión personal, son la cosecha especial de esa renovación semanal de nuestros convenios. Yo he disfrutado del cumplimiento de esa promesa en las decisiones cotidianas de la vida, así como en mi progreso espiritual personal.

Me entristece cuando un Santo de los Últimos Días no entiende la valiosa bendición que reciben aquellos que observan el mandamiento de ofrecer sus sacramentos cada día de reposo. ¿Qué hay en la vida —en los lagos o arroyos, en los lugares de recreo comercial o el quedarse en el hogar para leer el diario dominical— que brinde algo que se le compare a esas bendiciones? Ningún placer recreativo puede igualar la renovación purificadora y la guía y el progreso espirituales que Dios ha prometido a aquellos que participan fielmente de la Santa Cena y le rinden tributo cada día de reposo. Doy gracias por el cumplimiento de esas promesas en mi vida, y reitero que están al alcance de todos.

Al llegar a la edad de responsabilidad y comprender y experimentar el efecto del pecado personal, las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo me dieron la paz y el valor para salir adelante con el conocimiento de que mis pecados podrían ser perdonados y de que siempre hay esperanza y la posibilidad de recibir misericordia para los que son deficientes.

Al pasar por la muerte de seres queridos, entre ellos mi padre, mi madre y mi esposa, las revelaciones consoladoras del Espíritu Santo me dieron la fortaleza para seguir adelante. El Espíritu afirma que hay propósito en las adversidades terrenales y brinda la seguridad de la resurrección y la realidad de las relaciones familiares que han sido selladas por la eternidad.

La doctrina y las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo han sido una bendición a través de mi vida. Tal como lo enseñan las Escrituras y los líderes y maestros de esta Iglesia, el Evangelio ha sido una lumbrera en mi camino y el ímpetu de mi progreso temporal y espiritual. Como enseñó Brigham Young, las leyes del Evangelio “enseñan a los hombres a ser verídicos, honrados, castos, sensatos, trabajadores, ahorrativos y a amar y practicar toda buena palabra y obra… elevan y ennoblecen al hombre… [y] si se obedecen totalmente, traen salud y fortaleza al cuerpo, claridad a las ideas, poder a las facultades del raciocinio así como salvación para el alma”2.

Entre las muchas bendiciones que he recibido de las enseñanzas del Evangelio se encuentran las que se han prometido por observar la Palabra de Sabiduría. Para mí, han sido salud y conocimiento y la capacidad para “[correr] sin fatigarse y [andar] sin desmayar”, y el cumplimiento de la promesa de que “el ángel destructor pasará de ellos, como de los hijos de Israel, y no los matará” (D. y C. 89:18–21).

El Evangelio nos enseña a pagar nuestros diezmos y ofrendas, y nos asegura bendiciones si lo hacemos. Testifico en cuanto al cumplimiento de esas promesas en mi vida. He visto abrirse las ventanas de los cielos en mi propio beneficio para concederme innumerables bendiciones. Entre ellas, está la capacidad de ver la importancia relativamente ínfima que tienen las posesiones, el orgullo, la prominencia y el poder de este mundo en comparación con la eternidad. ¡Cuán agradecido estoy por el enfoque y la paz que provienen de un entendimiento basado en el Evangelio en cuanto al propósito de la vida y su relación con la eternidad!

Desde mis primeros años, a través de mi educación, casamiento, hasta la madurez y más allá, la Iglesia me ha proporcionado relaciones personales con las mejores personas del mundo. Maestros y compañeros en la Escuela Dominical y la Primaria, en escultismo y otras actividades para los jóvenes, en actividades de quórum, barrio y estaca me han brindado los mejores ejemplos y amistades posibles. Naturalmente, en nuestra Iglesia no es el único lugar donde se encuentran buenas personas, pero contamos con una extraordinaria concentración de ellos. Mi asociación en la organización de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días me ha dado la base para reconocer, valorar y ensanchar mi relación con personas de calidad de otras iglesias y organizaciones.

Debido a que mi padre falleció cuando yo tenía ocho años de edad, a temprana edad tuve razón para dudar en cuanto a los propósitos del Señor al haberme privado de una relación que otros muchachos disfrutaban y que pasaban por alto. Como sucede con muchos otros desafíos mortales, la perspectiva del Evangelio de Jesucristo llenó ese vacío. Cuán agradecido estoy de que mi hermano, mi hermana y yo fuimos criados por una madre viuda que se valió de su fe y del casamiento en el templo de mis padres para que nuestro padre desaparecido fuese una presencia cotidiana en nuestras vidas. Nunca tuvimos razón para sentir que no teníamos padre; teníamos un padre, pero estaba ausente por un tiempo. Pocas cosas son más importantes en esta vida que el saber el lugar que ocupamos en la mortalidad y el potencial que tenemos en la eternidad. Los matrimonios sellados por la eternidad en un templo del Señor proporcionan esa posibilidad para todo niño y para todo adulto.

A través de los años, mi activa participación en la Iglesia me ha dado acceso al consejo y a la inspiración de los líderes de la Iglesia en cuanto a lo que debía hacer como esposo y padre, y como líder de mi familia. Una y otra vez, en conferencias de estaca y generales, en quórumes del sacerdocio y en clases de la Escuela Dominical, he recibido enseñanzas y la inspiración de padres, madres y abuelos maravillosos y con experiencia. Me he esforzado por seguir esas enseñanzas a fin de mejorar mi participación en esos vínculos que perdurarán en la eternidad. Para citar un ejemplo, se me ha enseñado el poder de una bendición del sacerdocio, no tan sólo de una bendición para sanar, sino una de bendición de consuelo y guía que un padre que posee el Sacerdocio de Melquisedec tiene el privilegio de dar a los miembros de su familia. El aprender ese principio y llevarlo a la práctica me ha bendecido a mí y a mis seres queridos con la dulzura y la unidad que únicamente se logra al percibir el significado que tiene el sacerdocio de Dios en una familia eterna.

Estoy también agradecido por las amonestaciones de las Escrituras y de los líderes de la Iglesia en cuanto a lo que debemos evitar. Al seguir ese consejo, he podido evitar los peligros que de otro modo me atraparían y me esclavizarían. El alcohol, el tabaco, las drogas, la pornografía, los juegos de azar son sólo unos cuantos ejemplos de las sustancias peligrosas y las prácticas adictivas que se nos ha instado evitar. Ruego a todos, en especial a la juventud, que oigan y presten atención a las palabras de los hombres y de las mujeres que Dios ha llamado como sus líderes y maestros. Ustedes serán bendecidos si se abstienen de poner en primer plano su propia sabiduría o deseos antes que los mandamientos de su Creador y las amonestaciones de Sus siervos.

En las Escrituras se nos exhorta a tomar sobre nosotros “toda [la] armadura” de Dios a fin de que podamos “resistir el día malo”. Nos prometen que “la coraza de la rectitud” y “el escudo de la fe” “[apagarán] todos los dardos encendidos de los malvados” (D. y C. 27:15–17). Les exhorto a que obedezcan esas enseñanzas y obtengan esas bendiciones, las cuales incluyen la conversión espiritual personal —“un potente cambio… en nuestros corazones” (Mosíah 5:2)— que nos ayudará a llegar a ser lo que nuestro Padre Celestial desea que lleguemos a ser.

Los líderes de esta Iglesia dicen, como dijo el Salvador: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:16–17).

Al igual que el rey Benjamín, sus líderes dicen: “…quisiera que consideraseis el bendito y feliz estado de aquellos que guardan los mandamientos de Dios. Porque he aquí, ellos son bendecidos en todas las cosas, tanto temporales como espirituales; y si continúan fieles hasta el fin, son recibidos en el cielo, para que así moren con Dios en un estado de interminable felicidad” (Mosíah 2:41).

En la revelación moderna el Señor ha declarado: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis” (D. y C. 82:10).

¿Qué ha hecho nuestro Salvador por nosotros? Nos ha dado Su Expiación, Su Evangelio y Su Iglesia, una combinación sagrada que nos da la seguridad de la inmortalidad y la oportunidad de obtener la vida eterna. Testifico que esto es verdadero, y testifico de Dios el Padre, el Autor del Plan, y de Su Hijo Jesucristo, el Expiador, Quien lo ha hecho todo posible, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Calvin Grondahl, Ogden, UTA, Standard Examiner, 26 de mayo de 1990.

  2. Carta al editor de Religio-Philosophical Journal, 7 de enero de 1869, citada en Jed Woodworth, “Brigham Young and the Mission of Mormonism”, Brigham Young University Studies, tomo 40, No. 2, pág. 11.