Para tu bien
“De nuestra adversidad podríamos buscar nuestros mayores éxitos, y bien podría llegar el día en que, debido a nuestras dificultades, lleguemos a entender las familiares palabras: ‘para tu bien’ ”.
Hace algún tiempo, recibí una carta anónima de una madre que tenía el corazón quebrantado, en la que expresaba sufrimiento y dolor por un hijo que había cometido gravísimas transgresiones, que hicieron sufrir intensamente a seres queridos inocentes.
Desde que recibí su anónima carta y me di cuenta de su desesperación, he tenido el gran deseo de expresar mi amor por ella y por otras personas que se encuentran en circunstancias similares, con el fin de intentar dar algún consuelo y esperanza a los que de manera anónima y privada llevan pesadas cargas, que con frecuencia sólo ellos y un amoroso Padre Celestial conocen.
Hermana Anónima, sé que lo que voy a decirle sólo será un recordatorio, pero aún así será otro testimonio de lo que usted ya sabe.
Cuando el profeta José Smith, al padecer lo que sería uno de sus peores momentos, mientras se hallaba encerrado en una mazmorra, con el nombre de cárcel de Liberty, clamó: “Oh Dios, ¿en dónde estás?” (D. y C. 121:1), el Señor le consoló con las siguientes palabras: “Entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien” (D. y C. 122:7). Qué difícil es, y qué dolorosamente extraño puede parecer encontrar lo bueno en la tragedia y el sufrimiento personal. Cuán contradictorias pueden parecer las palabras “para tu bien”.
Sin embargo, el entender el plan de redención de Cristo nos sirve para poner todo en su verdadera perspectiva. En nuestro estado premortal, nuestro Padre Celestial presentó Su plan para la vida terrenal, el cual Alma describió como “el plan de felicidad”(Alma 42:8). Creo que todos entendimos que al venir a la tierra quedaríamos expuestos a todas las experiencias de esta vida, entre las que se encontraban las no tan agradables pruebas del dolor, el sufrimiento, la desesperanza, el pecado y la muerte. Habría oposición y adversidad. Si eso fuera todo lo que supiéramos del plan, dudo que ninguno de nosotros lo hubiera aceptado, exclamando con gozo: “Eso es lo que siempre había deseado: dolor, sufrimiento, desesperanza, pecado y muerte”. Pero todo se fue aclarando, se convirtió en aceptable, hasta en algo deseable, cuando nuestro Hermano Mayor se adelantó y se ofreció para descender y arreglar las cosas. Del dolor y el sufrimiento Él nos brindaría la paz. De la desesperanza nos brindaría la esperanza. De nuestra transgresión, Él nos brindaría el arrepentimiento y el perdón. De la muerte, el nos brindaría la resurrección de vidas. Con esa explicación y esa oferta de lo más generosa, todos y cada uno concluimos: “Puedo hacerlo. Ese riesgo merece la pena”. Y así escogimos.
Amulek explica en el capítulo 34 de Alma, en el Libro de Mormón, el profundo alcance de la misericordia de Cristo y de Su Expiación. Dice que debe haber “un gran y postrer sacrificio” (Alma 34:10), y luego aclara que no podía ser un sacrificio de bestia ni de ave, semejante a aquellos que conocían los hombres. Tenía que ser el sacrificio de un Dios —Jesucristo— pues debía de tratarse de un sacrificio infinito y eterno. Y de ese modo se llevó a cabo el sacrificio, y por la fe nos hallamos embarcados en esta jornada que llamamos vida terrenal. Como resultado, nuestros corazones se entristecen por la inexplicable pérdida de un hijo, o por la repentina enfermedad o discapacidad de un ser querido. Los padres que crían solos a sus hijos luchan por proporcionar la seguridad económica y la consoladora influencia del Evangelio en sus hogares; pero puede que lo más difícil de todo, sea el dolor que se experimenta al presenciar con impotencia el sufrimiento de un ser amado por culpa del pecado y la transgresión.
De entre nosotros hay muy pocos, si es que en realidad los hay, que no caminemos por el fuego purificador de la adversidad y la desesperación que en ocasiones conocen otras personas, pero que muchas las ocultan en silencio y las soportan en privado. Ahora, quizás no escogeríamos gran parte del quebranto, del dolor y del sufrimiento, pero en aquel momento lo hicimos. Escogimos cuando podíamos ver el plan entero, al tener una clara visión del rescate del Salvador. Y si nuestra fe y entendimiento fueran tan claros hoy día como lo fueron la primera vez que tomamos la decisión, creo que volveríamos a hacer la misma elección. Por tanto, quizá el reto consiste en tener durante los momentos difíciles la clase de fe que tuvimos cuando escogimos por vez primera. Esa clase de fe que convierte la faceta inquisitiva e incluso la ira en el reconocimiento del poder, las bendiciones y la esperanza que sólo pueden proceder de Aquel que es la fuente de todo poder, bendiciones y esperanza. Esa clase de fe que brinda el conocimiento y la certeza de que todo por lo que pasamos forma parte del plan del Evangelio y que, para los justos, todo lo que parece ir mal, con el tiempo se tornará en algo bueno. Esa paz y comprensión para perseverar con dignidad y claridad de propósito pueden ser la dulce recompensa. Esa clase de fe puede ayudarnos a ver lo bueno, aun cuando los senderos de la vida parezcan estar sólo cubiertos de espinos, cardos y rocas escarpadas.
Al pasar Jesús y Sus discípulos ante un hombre ciego de nacimiento, éstos le preguntaron: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Juan 9:2–3).
Yo no creo que nuestro Padre Celestial sea la causa de las tragedias y la desolación de nuestras vidas, pero así como “las obras de Dios” se manifestaron en la curación del hombre ciego, del mismo modo, la forma en que enfrentemos las vicisitudes personales manifestará “las obras de Dios”.
De nuestro pesar debemos extraer la dulzura y lo bueno que con frecuencia se relaciona con los problemas que afrontamos y que es propio de ellos. Podemos buscar esos momentos memorables que frecuentemente están ocultos debido al dolor y a la agonía. Podemos hallar paz al tender una mano a los demás y emplear nuestras experiencias personales para facilitar consuelo y esperanza. Siempre podemos recordar con gran solemnidad y gratitud a Aquel que más sufrió para arreglar las cosas para nuestro bien. Al obrar así, podemos vernos fortalecidos al llevar nuestras cargas en paz, y de ese modo, “las obras de Dios” se harán manifiestas.
Referente a la Expiación de Cristo, me gustan las definiciones que el diccionario da de infinito y eterno, porque creo que explican exactamente la intención de Dios. Infinito: “Que no tiene ni puede tener fin ni término”; y la definición de eterno: “Que no tiene principio ni fin” [Diccionario de la Lengua Española, edición electrónica, versión 21.2.0]. ¿Se da cuenta hermana Anónima? Eso quiere decir que la Expiación fue por usted en su sufrimiento. Es personal, ya que Él está íntimamente familiarizado con sus pruebas y padecimientos, puesto que Él ya los ha padecido. Quiere decir que siempre puede haber un nuevo comienzo para cada uno de nosotros; aun para un hijo que ha cometido serias transgresiones. Significa que al seguir adelante a través de las pruebas y las tribulaciones de la vida, llenos de sentimientos de desesperación, no nos concentramos en dónde hemos estado, sino en hacia dónde vamos. No nos concentramos en lo que ha sido, sino en lo que puede llegar a ser.
Hay que reconocer que la mayoría de nosotros preferiría aprender las duras lecciones de la vida en la segura comodidad de la Escuela Dominical o ante la radiante calidez de la chimenea durante la noche de hogar. Pero permítame señalar que fue desde los fríos rincones de la cárcel de Liberty de donde procedieron algunos de los pasajes de Escritura más hermosos y consoladores que ha recibido el hombre y que concluyen con estas palabras: “todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien”. De igual manera, de nuestra adversidad podríamos buscar nuestros mayores éxitos, y bien podría llegar el día en que, debido a nuestras dificultades, lleguemos a entender las familiares palabras: “para tu bien”.
De las Escrituras aprendemos que cuando el Salvador fue al Jardín de Getsemaní a pagar el precio supremo por nuestras transgresiones y nuestro sufrimiento, sangró por cada poro (véase D. y C. 19). Creo, hermana Anónima, que en medio de Su espantoso dolor Él derramó una gota de sangre por usted, una gota de sangre por su hijo y una gota de sangre por mí.
Creo en la oración, creo en la fe, creo en el arrepentimiento, creo en el poder de la redención. Y, sí, hermana Anónima, yo creo en usted, como así también lo hace un amoroso Padre Celestial. En el nombre de Jesucristo. Amén.