Por fe andamos
“Avanzamos hacia lo desconocido, pero la fe nos ilumina el camino. Si cultivamos esa fe, nunca andaremos en las tinieblas”.
Aquí, desde donde les hablamos, es hermosa la mañana de este abrileño día de reposo. Los tulipanes ya se asoman bastante sobre el terreno y pronto florecerán en toda su belleza. Tras un largo invierno, ha llegado por fin la primavera. Sabíamos que vendría. Ésa era nuestra fe, basada en la experiencia de los años anteriores.
Y así es con los asuntos del espíritu y del alma. Al recorrer cada hombre y cada mujer el camino de la vida, llegan temporadas tenebrosas de duda, de desaliento y de desilusión. En esas circunstancias, unos pocos ven el porvenir con la luz de la fe, pero muchos tropiezan en la oscuridad y aun pierden la esperanza.
La llamada que les hago esta mañana es una llamada a la fe, esa fe que es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1), como la describió Pablo.
En el proceso de la conversión, el investigador de la Iglesia aprende un poco de ésta y puede que lea un poco acerca de ella; pero no comprende, no puede comprender, la prodigiosa plenitud del Evangelio. Sin embargo, si investiga de verdad, si está dispuesto a arrodillarse y a orar en cuanto a ello, el Espíritu le conmueve el corazón aunque sea tan sólo un poco, le señala la dirección correcta, y él ve un poco de lo que nunca había visto. Y con fe, ya sea que la reconozca o no, da unos pocos pasos con cuidado. Entonces se despliega ante él un panorama mucho más radiante.
Hace muchos años, trabajé para una compañía ferroviaria cuyos trenes corrían por todo el oeste de este país. Yo viajaba en tren con frecuencia. Era la época de las locomotoras de vapor. Aquellos trenes gigantes eran enormes, rápidos y peligrosos. A menudo me preguntaba cómo tenía valor el maquinista para hacer el largo viaje de noche. Entonces llegué a darme cuenta de que no era un solo viaje largo, sino una serie constante de viajes cortos. La locomotora tenía un foco potente que iluminaba el camino a una distancia de 350 a 450 metros. El maquinista veía sólo esa distancia, lo cual era suficiente, debido a que la tenía constantemente delante de él durante toda la noche hasta que rayaba el nuevo día.
El Señor ha hablado de ese proceso. Él ha dicho: “Y lo que no edifica no es de Dios, y es tinieblas.
“Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto” (D. y C. 50:23–24).
Y así es con nuestra jornada eterna. Damos un paso a la vez. Al hacerlo, avanzamos hacia lo desconocido, pero la fe nos ilumina el camino. Si cultivamos esa fe, nunca andaremos en las tinieblas.
Permítanme hablarles de un hombre que conozco. No mencionaré su nombre para que no se sienta incómodo. A su esposa le parecía que faltaba algo en sus vidas y un día habló con un pariente que era miembro de la Iglesia, quien le sugirió que llamase a los misioneros. Ella así lo hizo, pero su marido fue descortés con ellos y les dijo que no volvieran.
Pasaron los meses y un buen día otro misionero, que halló el registro de esa visita, decidió que él y su compañero harían otro intento. Era un élder alto de estatura, de California, y muy sonriente.
Llamaron a la puerta y el caballero les abrió. Le preguntaron si podían pasar unos minutos, y él consintió.
El misionero de hecho le dijo: “Quisiera saber si sabe usted orar”. Él le contestó que sabía el Padrenuestro. El misionero especificó: “Eso está bien, pero permítame explicarle cómo hacer una oración personal”. Prosiguió indicándole que nos arrodillamos en actitud de humildad ante el Dios del cielo. El hombre hizo eso. El misionero siguió diciéndole: “Nos dirigimos a Dios como nuestro Padre Celestial. Entonces le damos gracias por Sus bendiciones, como por ejemplo, la salud, los amigos y los alimentos que tenemos. A continuación, pedimos Sus bendiciones. Le expresamos nuestras esperanzas y deseos más íntimos. Le pedimos que bendiga a los necesitados. Lo hacemos todo en el nombre de Su Hijo Amado, el Señor Jesucristo, y para terminar, decimos ‘amén’ ”.
Aquélla fue una experiencia agradable para ese hombre. Había recibido un poco de luz y entendimiento, un toque de fe. Estaba listo para intentar dar otro paso.
Línea sobre línea, los misioneros le enseñaron con paciencia. Él iba respondiendo a medida que su fe se iba convirtiendo en una tenue luz de entendimiento. Amigos de su rama se acercaron a él para asegurarle que todo estaba bien y contestar a sus preguntas. Los varones le llevaron a jugar al tenis, y él y su familia fueron invitados a sus casas a cenar.
Se bautizó y eso fue un paso gigante de fe. El presidente de la rama le pidió que fuese el maestro Scout de cuatro muchachos. Eso le llevó a otras responsabilidades, y la luz de la fe se fortaleció en él con cada nueva oportunidad y experiencia.
El progreso ha continuado. Hoy día él es un competente y amado presidente de estaca, un líder de gran sabiduría y comprensión y, sobre todo, un hombre de gran fe.
El desafío con que se enfrenta cada miembro de esta Iglesia es dar el siguiente paso, aceptar la responsabilidad que se le llame a cumplir aunque no se sienta capaz de ello y hacerlo con fe, con la esperanza absoluta de que el Señor iluminará el camino delante de él.
Quisiera contarles una historia de una hermana de São Paulo, Brasil. Ella trabajaba y cursaba estudios universitarios al mismo tiempo, a fin de proveer para su familia. Emplearé las palabras de ella al contar esta historia. Dice:
“La universidad en la que estudiaba tenía un reglamento que prohibía a los alumnos dar examen si debían los derechos o cuotas. Por esa razón, cada vez que cobraba mi sueldo, separaba primero el dinero del diezmo y las ofrendas y repartía el resto para los pagos de la universidad y otros gastos.
“Recuerdo la ocasión en que… me encontré en serios aprietos económicos. Era jueves cuando cobré mi sueldo. Al calcular el presupuesto del mes, me di cuenta de que no tendría dinero suficiente para pagar mi diezmo y la universidad. Tendría que escoger uno de los dos. Los exámenes bimestrales comenzarían la semana siguiente y, si no los daba, me iba a arriesgar a perder todo el año escolar. Sentí una angustia terrible… Me dolía el corazón. Tenía que tomar una decisión dolorosa y no sabía qué decidir. Sopesé las dos posibilidades: pagar el diezmo y arriesgar la probabilidad de no obtener los créditos necesarios para ser aprobada en la universidad.
“Ese sentimiento me consumía el alma y seguí experimentándolo hasta el sábado. Entonces recordé que, cuando me bauticé, acepté cumplir la ley del diezmo. Había asumido una obligación, no con los misioneros, sino con mi Padre Celestial. En aquel momento, la angustia comenzó a desaparecer y empezó a ocupar su lugar una agradable sensación de tranquilidad y determinación…
“Aquella noche, al orar, le pedí al Señor que me perdonase por mi indecisión. El domingo, antes de que comenzara la reunión sacramental, me puse en contacto con el obispo y con gran placer pagué mi diezmo y ofrendas. Aquél fue un día especial. Me sentía feliz y en paz dentro de mí misma y con mi Padre Celestial.
“Al día siguiente, en la oficina, intenté buscar la forma de poder dar los exámenes que comenzarían el miércoles. Cuanto más pensaba tanto más lejos me sentía de hallar una solución. En aquel tiempo, yo trabajaba en la oficina de un abogado, y mi empleador era la persona más estricta y más austera que había conocido.
“La jornada de trabajo iba llegando a su fin cuando mi jefe fue a darme las últimas órdenes del día. Una vez que lo hubo hecho, con su maletín en la mano, se despidió de mí… De pronto, se detuvo y volviéndose a mirarme, me preguntó: ‘¿Cómo le va en la universidad?’. Eso me sorprendió y me costó dar crédito a mis oídos. Lo único que pude contestar con voz temblorosa fue: ‘¡Todo marcha bien!’. Él me miró pensativamente y se despidió de nuevo…
“Inesperadamente, la secretaria entró en la habitación y me dijo que era yo una persona muy afortunada. Cuando le pregunté por qué me decía eso, me respondió sencillamente: ‘El jefe acaba de decir que a partir de hoy la empresa le pagará todos los gastos de la universidad y los textos de estudio. Antes de que se vaya, pase por mi escritorio a decirme a cuánto asciende la cantidad y mañana le daré el cheque’.
“Después que ella se hubo ido, llorando y sintiendo una gran humildad, me arrodillé en el mismo lugar en el que me encontraba y le di gracias al Señor por Su generosidad… Le dije a nuestro Padre Celestial que no tenía que bendecirme tanto, que yo sólo tenía que hacer el pago de un mes, ¡y el diezmo que yo había pagado el domingo era muy pequeño comparado con la cantidad que iba a recibir! Durante esa oración, acudieron a mi mente las palabras registradas en Malaquías: “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:10). Hasta aquel momento, yo nunca había comprendido la magnitud de la promesa de esa Escritura, ni que ese mandamiento es en efecto una atestiguación del amor que Dios, nuestro Padre Celestial, da a Sus hijos aquí en la tierra”.
La fe es el elemento básico que da fortaleza a esta obra. Dondequiera que está establecida esta Iglesia, por todo este ancho mundo, es evidente. No está limitada a un país, ni a una nación, ni a un idioma ni a un pueblo. Se encuentra en todas partes. Somos un pueblo de fe. Por fe andamos. Seguimos adelante en nuestra jornada eterna, dando un paso a la vez.
Grande es la promesa del Señor a los fieles de todas partes. Él ha dicho:
“Yo, el Señor, soy misericordioso y benigno para con los que me temen, y me deleito en honrar a los que me sirven en rectitud y en verdad hasta el fin.
“Grande será su galardón y eterna será su gloria.
“Y a ellos les revelaré todos los misterios, sí, todos los misterios ocultos de mi reino desde los días antiguos, y por siglos futuros…
“Sí, aun las maravillas de la eternidad sabrán ellos…
“Y su sabiduría será grande, y su conocimiento llegará hasta el cielo; y ante ellos perecerá la sabiduría de los sabios y se desvanecerá el entendimiento del prudente.
“Porque por mi Espíritu los iluminaré, y por mi poder les revelaré los secretos de mi voluntad; sí, cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han llegado siquiera al corazón del hombre” (D. y C. 76:5–10).
¿Cómo podría persona alguna pedir más? Cuán magnífica es esta obra a la que estamos consagrados. Cuán maravillosas son las vías del Todopoderoso cuando andamos con fe ante Él.
La fe de un investigador es como un trozo de leña verde que se lanza a un fuego abrasador. Con el calor de las llamas, se seca y comienza a arder. Pero si se lo retira, no puede seguir ardiendo solo, pues sus parpadeantes llamitas se apagan. En cambio, si se lo deja en el fuego, gradualmente va ardiendo cada vez con mayor fulgor. Dentro de poco, ya forma parte del llameante fuego y comienza a encender a otros leños más verdes.
Y así avanza, mis hermanos y hermanas, esta gran obra de fe, elevando a las personas por toda la vasta tierra a un mayor entendimiento de las vías del Señor y a una mayor felicidad al seguir Su ejemplo.
Que Dios, nuestro Padre Eterno, continúe aprobando éste, Su Reino, y lo haga prosperar al andar por fe nosotros, Sus hijos, es mi humilde oración en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.