2000–2009
Cuñas escondidas
Abril 2002


Cuñas escondidas

“No leguemos a las generaciones futuras los resentimientos y el enojo de nuestra época. Quitemos todas las cuñas escondidas que lo único que hacen es destruir”.

En abril de 1966, en la conferencia general anual de la Iglesia, el élder Spencer W. Kimball dio un discurso memorable en el que relató una historia escrita por Samuel T. Whitman titulada “Las cuñas olvidadas”. También yo quiero hoy citar a Samuel T. Whitman, y después compartir ejemplos de mi propia vida.

Whitman escribió: “[Ese invierno] la tormenta de hielo no había sido muy destructiva. Cierto es que se habían caído algunas líneas telefónicas y que había en la carretera más accidentes que de costumbre… En circunstancias normales, el enorme nogal habría podido sostener sin problemas el peso que se había creado en sus ramas; fue la cuña de hierro incrustada en su corazón la que causó el daño.

“La historia de la cuña de hierro tuvo su origen varios años antes, cuando el hoy canoso agricultor, [que ahora vivía en esa propiedad] era un jovencito que crecía en el hogar de su padre. En aquel entonces, el aserradero había sido trasladado recientemente del valle y los pobladores de la zona encontraban aún herramientas y piezas sueltas del equipo tiradas por el lugar…

“Ese día en particular, al sur de la pradera… el muchacho había encontrado una cuña de leñador, ancha, chata y pesada, de unos 30 centímetros de largo y bastante gastada por haber sido golpeada tanto. [La cuña de leñador se utilizaba para ayudar a derribar un árbol; ésta se colocaba en una hendidura hecha por una sierra y después se le pegaba con fuerza con un mazo de hierro con el fin de ensanchar el corte.]… Como se le había hecho tarde para la cena, el joven colocó la cuña… entre las ramas del tierno nogal que su padre había plantado cerca del portón de entrada y pensó que llevaría la cuña al depósito después de la cena o en algún otro momento que pasara por ahí.

“En realidad, tuvo la intención de hacer eso pero nunca lo hizo. [La cuña] estaba todavía allí, un poco apretada por las ramas, cuando él se hizo hombre. Seguía allí, ahora firmemente apretada, cuando él se casó y se hizo cargo de la granja de su padre. Estaba casi incrustada aquel día en que los peones que trabajaban en la trilla comieron a la sombra del árbol… Clavada y olvidada, la cuña todavía permanecía allí cuando azotó la tormenta de granizo.

“En el helado silencio de aquella noche de invierno… una de las tres ramas principales del nogal se quebró y cayó a tierra. Eso causó que el resto de la copa del árbol perdiera su estabilidad y se desplomara también. Después de la tormenta, no quedaban vestigios de lo que una vez había sido un hermoso árbol.

“Al día siguiente, bien temprano, el agricultor salió a lamentar su pérdida…

“Entonces, sus ojos vieron algo en medio de aquel desastre: ‘La cuña’, murmuró con tono de reproche, ‘la cuña que encontré al sur de la pradera’. Una rápida mirada le hizo darse cuenta por qué se había caído el árbol. Incrustada en el tronco, la cuña había impedido que las fibras de las ramas se entrelazaran como era de esperar”1.

Mis queridos hermanos y hermanas, existen cuñas escondidas en la vida de muchas personas que conocemos; sí, quizás en nuestra propia familia.

Quisiera compartir con ustedes el relato de un amigo de toda la vida, que ya ha partido de la vida terrenal. Se llamaba Leonard y no era miembro de la Iglesia, aunque su esposa y sus hijos lo eran. Su esposa prestó servicio como presidenta de la Primaria; su hijo sirvió en una misión honorable; y tanto su hija como su hijo contrajeron matrimonio en ceremonias solemnes y criaron sus propias familias.

Como yo, todos los que conocían a Leonard lo apreciaban. Él apoyó a su esposa y a sus hijos en las asignaciones de la Iglesia y asistía con ellos a muchas actividades auspiciadas por ésta. Vivió una vida buena y limpia, sí, una vida de servicio y de bondad. Su familia, y en realidad muchos otros, se preguntaban por qué Leonard pasaba por esta vida terrenal sin las bendiciones que el Evangelio brinda a sus miembros.

Durante sus últimos años de vida, la salud de Leonard deterioró y finalmente tuvo que ser hospitalizado; su vida se consumía poco a poco. En la que sería mi última conversación con él, me dijo: “Tom, te conozco desde que eras niño y creo que debo explicarte por qué nunca me uní a la Iglesia. Me contó entonces algo que les había sucedido a sus padres, y que había tenido lugar muchos, pero muchos años antes. Muy a su pesar, la familia había llegado a un punto en el que se vio en la necesidad de vender su granja; y entonces alguien les hizo una oferta que aceptaron; pero, después, un vecino les pidió que le vendieran la granja a él —aunque a menos precio— y agregó: “Hemos sido tan amigos que si llego a ser dueño de la propiedad, podré cuidarla bien”. Al final, los padres de Leonard accedieron y vendieron la granja. El comprador —su vecino— poseía un cargo de responsabilidad en la Iglesia, y la confianza que ese hecho implicaba persuadió a la familia a vendérsela a él, a pesar de no recibir tanto dinero como hubiera sucedido si se la hubieran vendido al primer comprador interesado. Poco después de que se llevara a cabo la venta, el vecino vendió tanto su propia granja como la que había comprado a la familia de Leonard, y lo hizo a modo de una sola propiedad, lo que incrementó su valor y, como consecuencia, el precio de venta. La antigua interrogante de por qué Leonard nunca se había unido a la Iglesia por fin había quedado contestada: siempre había pensado que ese vecino había engañado a su familia.

Al terminar la conversación, me contó que sentía que por fin se había librado de un gran peso al prepararse para encontrarse con su Hacedor. La tragedia es que una cuña escondida había impedido que Leonard se remontara a alturas más elevadas.

Conozco a una familia que llegó a los Estados Unidos de Alemania. El idioma inglés les resultaba difícil y no poseían muchos bienes materiales, pero cada uno en la familia fue bendecido con la voluntad para trabajar y con amor por Dios.

El tercer hijo que nació vivió sólo dos meses y murió. El padre, que era ebanista, hizo un hermoso ataúd para el cuerpo de su precioso hijo. El día del funeral fue sombrío, lo que reflejaba la tristeza que sus seres queridos sentían ante la pérdida sufrida. Al caminar hasta la capilla, el padre llevando el pequeño ataúd, se había congregado un pequeño número de amigos; sin embargo, la puerta de la capilla estaba cerrada con llave. El ocupado obispo se había olvidado del funeral, y los intentos que se hicieron para ponerse en contacto con él fueron inútiles. No sabiendo qué hacer, el padre se colocó el ataúd bajo el brazo y, junto con su familia, lo llevó a casa, andando bajo una lluvia torrencial.

Si los miembros de esa familia hubiesen tenido menos carácter, hubiesen culpado al obispo y hubiesen albergado malos sentimientos. Cuando el obispo descubrió la tragedia, visitó a la familia y se disculpó; y con el dolor todavía evidente en su semblante, pero con lágrimas en los ojos, el padre aceptó la disculpa y los dos se abrazaron con espíritu de comprensión. No quedó ninguna cuña escondida que causara más sentimientos de enojo. Prevalecieron el amor y la tolerancia.

El espíritu debe quedar libre de las fuertes cadenas y de los viejos rencores a fin de que el entusiasmo por la vida le dé optimismo al alma. En muchas familias hay sentimientos heridos y una renuencia a perdonar. No importa cuál haya sido el problema, no puede ni debe permitirse que siga causando daño. El seguir culpando a los demás mantiene abierta la herida; sólo el perdonar la cicatriza. George Herbert, poeta de principios del siglo 17, escribió: “Quien no perdona a los demás destruye el puente por el cual debe pasar si desea alcanzar el cielo, puesto que todos tenemos necesidad del perdón”.

Son hermosas las palabras del Salvador cuando estaba a punto de morir sobre la infame cruz. Él dijo: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”2.

Hay personas que tienen dificultad para perdonarse a sí mismas y se concentran en lo que consideran sus defectos. Me gusta el relato de un líder religioso que, junto al lecho de muerte de una mujer, trataba en vano de consolarla. “Estoy perdida”, dijo ella. “He arruinado mi vida y la vida de los que me rodeaban. No tengo esperanza”.

El hombre advirtió que sobre el tocador estaba la foto de una hermosa joven. “¿Quién es?”, le preguntó.

El rostro de la mujer se iluminó: “Es mi hija; lo único hermoso de mi vida”.

“La ayudaría usted si ella tuviera dificultades o hubiera cometido un error? ¿La perdonaría? ¿La seguiría amando?”

“¡Claro está que sí!”, exclamó la mujer. “Haría cualquier cosa por ella. ¿Por qué me lo pregunta?”

“Porque quiero que sepa”, le dijo el hombre, “que hablando en sentido figurado, Dios tiene una fotografía de usted en Su tocador. Él la ama y la ayudará. Invoque Su nombre”.

Una cuña escondida que impedía su felicidad había sido quitada.

En momentos de peligro o de prueba, ese conocimiento, esa esperanza y esa comprensión brindan consuelo a la mente alterada y al corazón dolorido. Todo el mensaje del Nuevo Testamento infunde un espíritu de renacimiento para el alma humana. Las sombras de la desesperación se disipan bajo los rayos de esperanza, el dolor sucumbe ante el gozo, y el sentimiento de encontrarse perdido entre la multitud de la vida se desvanece con el conocimiento certero de que nuestro Padre Celestial es consciente de cada uno de nosotros.

El Salvador confirma esa verdad al enseñar que ni un pajarillo cae a tierra sin que pase inadvertido para el Padre. Y después termina ese hermoso pensamiento diciendo: “Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos”3.

Hace algún tiempo leí la siguiente noticia de la “Associated Press” que apareció publicada en el periódico: “Un anciano relató en el funeral de su hermano, con el que había compartido desde su juventud una cabaña de un solo cuarto, cerca de Canisteo, en Nueva York, que después de una fuerte discusión que habían tenido, habían dividido la habitación por la mitad con una línea trazada con tiza y que ninguno de los dos la había cruzado ni se habían dirigido la palabra desde ese día, que había ocurrido 62 años antes”. ¡Qué cuña escondida tan grande y destructiva!

Como Alexander Pope escribió: “El errar es humano, el perdonar, divino”4.

En ocasiones nos ofendemos con tanta facilidad; y otras veces somos demasiados tercos para aceptar una disculpa sincera. Subordinemos el amor propio, el orgullo y la ofensa y digamos: “¡Lo siento mucho!”. Seamos lo que una vez fuimos: amigos. No leguemos a las generaciones futuras los resentimientos y el enojo de nuestra época. Quitemos todas las cuñas escondidas que lo único que hacen es destruir.

¿Dónde se originan las cuñas escondidas? Algunas provienen de las disputas sin resolver, las cuales llevan a malos sentimientos, seguidas de remordimiento y pesar. Otras tienen sus comienzos en las desilusiones, la envidia, las discusiones y los daños supuestos. Es necesario resolverlos, olvidarlos y no permitir que se conviertan en una llaga que se infecte y que al final destruya.

Una enternecedora dama de más de noventa años me fue a ver un día e inesperadamente comenzó a relatar varias cosas que lamentaba. Me contó que hacía muchos años, un agricultor vecino, con el cual ella y su esposo en ocasiones discrepaban, le preguntó si podía tomar un atajo por sus terrenos y así llegar al terreno de él. Ella detuvo su narración y con voz temblorosa me dijo: “Tommy, yo no le permitía que cruzara por nuestros campos sino que le obligaba a que diera toda la vuelta, aun a pie, para llegar a su propiedad. Estuvo mal y lo lamento. Él ya no vive, pero cómo quisiera decirle: ‘Lo lamento mucho’. ¡Cómo desearía tener una segunda oportunidad!”.

Al escucharla, las palabras que escribió John Greenleaf Whittier me vinieron a la mente: “De todas las palabras, habladas o escritas, son éstas las más tristes: ¡‘Podría haber sido’!”5.

De 3 Nefi, en el Libro de Mormón, recibimos este consejo inspirado: “…no habrá disputas entre vosotros… Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros. He aquí, ésta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas”6.

Quisiera terminar con un relato de dos hombres que fueron héroes para mí. Sus actos de valentía no tuvieron lugar a nivel nacional, sino en un pacífico valle conocido con el nombre de Midway, Utah.

Hace muchos años, Roy Kohler y Grant Remund prestaron servicio juntos en cargos de la Iglesia. Eran los mejores amigos; ambos agricultores y lecheros. Entonces surgió un malentendido que causó un distanciamiento entre ellos.

Tiempo después, cuando Roy Kohler cayó gravemente enfermo de cáncer y le quedaba poco tiempo de vida, mi esposa Frances y yo fuimos a verlo, y le di una bendición. Más tarde, mientras hablábamos, el hermano Kohler dijo: “Quisiera contarles una de las experiencias más hermosas de mi vida”. Entonces nos contó del malentendido ocurrido con Grant Remund y del distanciamiento que había tenido lugar. Su comentario fue: “No nos podíamos ni ver”.

“Tiempo después”, continuó Roy, “yo había terminado de almacenar la alfalfa para el invierno que se avecinaba, cuando una noche, como resultado de una combustión espontánea, la alfalfa se incendió, quemándose completamente, así como el granero y todo lo que había en él. Me sentía desolado”, dijo Roy. “No sabía qué hacer. La noche era oscura, con excepción de las brasas que poco a poco se extinguían. Entonces vi que se acercaban por la carretera, en dirección de la propiedad de Grant Remund, las luces de tractores y de equipo pesado. Cuando el ‘grupo de rescate’ ingresó por la entrada de mi granja y me encontró hecho un mar de lágrimas, Grant dijo: ‘Roy, es increíble el desastre que te ha quedado para limpiar; pero no te preocupes, mis muchachos y yo estamos aquí. Manos a la obra’ ”. Y juntos se ocuparon del trabajo. La cuña escondida que los había separado por un corto tiempo desapareció para siempre. Trabajaron toda la noche hasta al día siguiente, junto con otra gente del lugar que se había unido a ellos.

Roy Kohler murió y Grant Remund está ya mayor. Los hijos de ambos prestaron servicio en el obispado del mismo barrio. Atesoro de verdad la amistad de esas dos extraordinarias familias.

Ruego que seamos un ejemplo en nuestros hogares y seamos fieles en guardar todos los mandamientos para que, de esa forma, no guardemos cuñas escondidas sino que, en cambio, recordemos la admonición del Salvador: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”7.

Este es mi ruego y mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. En Conference Report, abril de 1966, pág. 70.

  2. Lucas 23:34.

  3. Mateo 10:31.

  4. An Essay on Criticism (1711), parte 2, línea 525.

  5. “Maud Muller,” The Complete Poetical Works of Whittier, 1892, pág. 48.

  6. 3 Nefi 11:28–30.

  7. Juan 13:35.