Una voz de alegría para nuestros hijos
Éste es nuestro deber… nuestra oportunidad, de enseñar y testificar con diligencia a nuestros hijos en cuanto a la veracidad del Evangelio de Jesucristo.
¡Me gustan los signos de admiración!; los utilizo a menudo cuando escribo recordatorios para mí y para otras personas. Es una manera de demostrar entusiasmo y dedicación. La puntuación de uno de mis pasajes favoritos de las Escrituras lleva signos de admiración:
“Ahora, ¿qué oímos en el evangelio que hemos recibido? ¡Una voz de alegría!” En el resto del versículo y en los cuatro versículos siguientes hay otros 36 signos de admiración; dicen, en parte:
“Una voz de misericordia del cielo, y una voz de verdad que brota de la tierra… una voz de… nuevas de gran gozo…”.
“¡Cuán gloriosa es la voz que oímos de los cielos, que proclama en nuestros oídos gloria, [y] salvación…!”1, con signos de admiración.
Podemos oír una voz de alegría que brinda exclamaciones de gozo y esperanza a nuestra vida. El gozo de nuestros testimonios del Salvador puede acentuar todo aspecto de nuestra vida a medida que nos esforzamos por venir a Cristo.
¿Y nuestros hijos? ¿Oyen ellos exclamaciones de gozo y esperanza en el Evangelio? Después de una lección de la Primaria en cuanto a la Primera Visión de José Smith, se pidió a los miembros de la clase que hicieran dibujos para que los llevaran a casa y los mostraran a su familia. A los niños se les había enseñado acerca de la oscuridad que José experimentó antes de la aparición del Padre y del Hijo. Una niña de seis años escogió una crayola negra y empezó a colorear la parte inferior y uno de los bordes verticales de la hoja. Cuando la maestra le preguntó sobre el dibujo, dijo que era José Smith en la oscuridad.
La maestra le preguntó: “¿Sabías que cuando nuestro Padre Celestial y Jesús se aparecieron se fue la oscuridad? El Padre Celestial y Jesús son siempre más poderosos que Satanás, y Ellos te protegerán”. La niña continuó con su dibujo; en la esquina superior trazó dos figuras; luego cambió la crayola negra por una amarilla y coloreó el resto de la página con luz.
Es esa luz, la luz del Evangelio restaurado, una “voz de alegría”, que los padres pueden dar a conocer a sus hijos. El adversario es real, pero los niños pueden sentir la paz y el gozo que resultan al ejercer la fe en Jesucristo. Nuestros hijos no experimentarán esa luz a menos que les enseñemos el Evangelio.
El Señor mandó a los padres “criar a [sus] hijos en la luz y la verdad”2. También nos mandó enseñar a nuestros hijos “a orar y a andar rectamente delante del Señor”3, y “a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo… del bautismo y del don del Espíritu Santo…”4. Nosotros les afinamos los oídos, la mente y el corazón a fin de que reconozcan “una voz de alegría” y tengan el deseo de ser dignos de obtener gozo eterno cuando les enseñamos las verdades del Evangelio.
Esto se ejemplifica en el Libro de Mormón. El padre de Enós había enseñado a éste “en disciplina y amonestación del Señor”. Esa gran bendición hizo que Enós proclamara: “…bendito sea el nombre de mi Dios por ello”5. Luego, Enós explica: “…las palabras que frecuentemente había oído a mi padre hablar, en cuanto a la vida eterna y el gozo de los santos, penetraron mi corazón profundamente”6.
Una amiga relató una experiencia que tuvo cuando era niña en una rama de la Iglesia en la que ella era la única en edad de Primaria. Semana tras semana, su madre efectuaba una Primaria de hogar, el mismo día y a la misma hora; ella esperaba entusiasmada sentarse en el sofá con su madre y aprender el Evangelio de Jesucristo y la forma de vivirlo. Las minutas que la madre anotaba con cuidado en una libreta indicaban que en las reuniones de la Primaria de hogar siempre incluían oraciones, himnos y una lección.
El gran deseo de esa madre era que su hijita obtuviera un testimonio de Jesucristo y sintiese la alegría del Evangelio. Le proporcionó a su hija lo que para ella había sido tan importante cuando era niña. Esa pequeña, en la actualidad una mujer de fe y convenios, piensa en su niñez con profunda gratitud por el entusiasmo y la dedicación que su madre tuvo para enseñarle acerca del Salvador. La constancia de esa madre llegó a ser una enorme fuente de regocijo para su hija… con signos de admiración.
Los profetas vivientes son resueltos con respecto a nuestro sagrado deber de enseñar a nuestros hijos7. En una carta emitida por la Primera Presidencia, se nos exhorta a “dar una prioridad predominante a la oración familiar, a la noche de hogar, al estudio y a la instrucción del Evangelio y a las actividades familiares sanas. Sin importar cuán apropiadas puedan ser otras exigencias o actividades, no se les debe permitir que desplacen los deberes divinamente asignados que sólo los padres y las familias pueden llevar a cabo en forma adecuada”8.
Sí, la vida puede ser demasiado agitada para los padres, y lo mismo está ocurriendo a los niños. Sería fácil decir que no hay suficiente tiempo para hacer todo. Al mirar hacia atrás, a un tiempo que pasó muy rápido, me doy cuenta de que en cada día hubo momentos preciosos con muchas oportunidades de ayudar a nuestros hijos a oír la “voz de alegría” en el Evangelio. Los niños siempre aprenden de nosotros; aprenden lo que es importante por lo que hacemos, así como por lo que no hacemos. Las oraciones familiares infrecuentes, el estudio casual de las Escrituras y las noches de hogar ocasionales no serán suficientes para fortalecer a nuestros hijos. ¿Dónde aprenderán los niños el Evangelio y las normas como la castidad, la integridad y la honradez si no es en el hogar? Esos principios se pueden reforzar en la iglesia, pero los padres son los más aptos y eficaces para enseñarlos a sus hijos.
El comprender quiénes son esos niños y el potencial que tienen en el reino de Dios nos puede servir para tener un mayor deseo de hacer frente a las pruebas con más paciencia y más amor. El Señor nos ayudará a enseñar a nuestros hijos si hacemos todo lo que esté de nuestra parte. Las familias son eternas y el Salvador desea que tengamos éxito. Al procurar tener el Espíritu, podemos recibir el consuelo, la guía y la seguridad que necesitamos para cumplir las responsabilidades y recibir las bendiciones del ser padres.
Para ello contamos con la ayuda de los programas divinamente inspirados de la Iglesia y de los que han sido llamados a ministrar a nuestros hijos. Mi esposo y yo estamos agradecidos por los obispos, los líderes del sacerdocio y de las organizaciones auxiliares, los maestros orientadores y las maestras visitantes que fortalecieron a nuestra familia. Ya sea que tengamos hijos en casa o no, todos desempeñamos un papel importante en asistir a los padres.
Los niños son muy capaces de aprender las cosas importantes del reino. Al escucharles, podemos darnos cuenta de la forma en que están llevando a la práctica lo que están aprendiendo del Evangelio. Un padre le explicó a su hijita de cuatro años que la familia había pasado casi todo el día limpiando la casa y que sólo había un cuarto desordenado.
Le preguntó: “¿Sabes cuál es el cuarto que no está limpio?”.
“El mío”, respondió rápidamente.
“¿Hay alguien que podría ayudar a limpiarlo?”, le preguntó, esperando que dijera que ella lo haría.
En vez de ello, contestó: “Papito, sé que si alguien tiene miedo, está preocupado o necesita ayuda, se puede poner de rodillas y pedirle a nuestro Padre Celestial que le ayude”.
Es interesante notar que al escuchar a nuestros hijos, ellos también nos enseñan. Un padre contó la experiencia que tuvo con su hija de ocho años: “Mientras meditaba en la preparación del discurso que tenía para la reunión sacramental sobre el tema ‘Volveos como niños’, le pregunté a mi hija por qué era necesario volvernos como niños. Ella respondió: ‘Porque todos somos niños, comparados a Jesús, y porque los niños tienen mucha imaginación’ ”.
Sorprendido por la última parte de su respuesta, le preguntó por qué es necesario tener mucha imaginación, a lo que ella contestó: “Para pensar en Jesús en el jardín de Getsemaní y en la cruz, y para pensar en Él al tomar la Santa Cena”.
Como en todas las cosas, el Salvador nos dio el ejemplo de la forma en que debemos amar y enseñar a nuestros hijos. Cuando se apareció a los nefitas en este hemisferio, en las Escrituras dice que cuando hubo hablado a la gente, “lloró… y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos”9.
Al hablar de esa ocasión, el presidente Gordon B. Hinckley dijo: “No hay cuadro más tierno ni más hermoso en todas las Santas Escrituras que el que representan esas sencillas palabras que describen el amor del Salvador por los niños pequeños”10.
La clave para lograr la eficaz enseñanza del Evangelio en el hogar es suplicar que el Espíritu del Señor nos acompañe. Uno de los mejores consejos que mi esposo y yo recibimos durante momentos difíciles en la crianza de los hijos, fue que hiciésemos todo lo posible por tener el Espíritu y conservarlo en nuestro hogar. Los niños no pueden aprender las cosas espirituales ni tener sentimientos espirituales sin la guía del Espíritu.
Como padres, podemos compartir a menudo con nuestros hijos nuestro testimonio de Jesucristo. El dar testimonio, ya sea durante una noche de hogar o en un momento propicio para la enseñanza, invitará el Espíritu. El presidente Boyd K. Packer nos exhorta: “Enseñen a nuestros jóvenes a expresar su testimonio, a testificar que Jesús es el Cristo, que José Smith es un profeta de Dios, que el Libro de Mormón es verdadero…”11.
El presidente Hinckley nos asegura: “De todas las alegrías de la vida, ninguna se compara a la de ser padres felices. De todas las responsabilidades que debemos cumplir, ninguna otra es tan seria. Criar a los hijos en un entorno de amor, de seguridad y de fe es el más grato y el más valioso de los deberes”12.
Sé —entre signos de admiración— que los niños pueden recibir un testimonio por el Espíritu que lleva convicción y devoción a nuestros corazones. Doy testimonio de que éste es nuestro deber, que es nuestra oportunidad, de enseñar y testificar con diligencia a nuestros hijos en cuanto a la veracidad del Evangelio de Jesucristo, a fin de que ellos también oigan la “voz de alegría”, en el nombre de Jesucristo. Amén.