Paz, cálmense
Sus palabras en las sagradas Escrituras son más que suficiente: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”.
Los cantos del coro de jóvenes esta noche han avivado mi mente y me han hecho recordar las canciones que cantaba de niño. Solíamos entonar con entusiasmo:
Pon tu hombro a la lid con fervor,
haz tu obra con afán y amor,
hay que luchar y trabajar.
Pon tu hombro a la lid1.
Teníamos una directora de coro que enseñaba a cantar a los muchachos. Teníamos que cantar. La hermana Stella Waters movía la batuta a escasos centímetros de nuestras narices y marcaba el ritmo dando unos golpes tan fuertes con el pie que hacía crujir el suelo.
Si cantábamos de forma aceptable, la hermana Waters nos dejaba cantar uno de nuestros himnos favoritos que, inevitablemente, siempre era:
Cristo, el mar se encrespa,
y ruge la tempestad.
Obscuros los cielos se muestran,
terribles y sin piedad.
¿No te da pena el vernos?
¿Puedes aún dormir
cuando el mar amenaza sumirnos
en vasta profundidad?
Y entonces venía el estribillo reconfortante:
Las olas y vientos oirán Tu voz:
“¡Cálmense!”
Sean los mares que rujan más,
o diablos que bramen con fuerte clamor,
las aguas al barco no dañarán
del Rey de los cielos y de la mar.
Mas todos ellos se domarán.
“¡Cálmense!” “¡Cálmense!”
Mas todos ellos se domarán.
“¡Paz, cálmense!”2
Siendo niño, podía comprender más o menos el peligro de un mar azotado por la tormenta; sin embargo, mi entendimiento de otros demonios que pueden estar al acecho en nuestra vida, que pueden destruir nuestros sueños, ahogar nuestra dicha y desviarnos de nuestro camino hacia el reino celestial de Dios era algo menor.
La lista de demonios destructivos es interminable y cada hombre, joven o anciano, conoce aquellos contra los que debe luchar. Nombraré sólo unos pocos:
El Demonio de la Avaricia; el Demonio de la Falta de Honradez; el Demonio de la Deuda; el Demonio de la Duda; el Demonio de las Drogas; y los demonios gemelos de la Inmodestia y la Inmoralidad. Cada uno de estos demonios puede causar daños terribles a nuestra vida, y varios de ellos juntos pueden conducirnos a la destrucción.
Referente a la avaricia, Eclesiastés nos aconseja cautela: “El que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto”3.
Jesús aconsejó: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”4.
Debemos aprender a separar la necesidad de la avaricia.
Cuando hablamos del demonio de la falta de honradez, podemos hallarlo en una variedad de lugares. Uno de éstos es la escuela. Evitemos copiar, mentir, sacar partido de los demás o cualquier cosa parecida. Dejemos que la integridad sea nuestra norma.
Cuando tengan que tomar una decisión, no se pregunten: “Qué pensarán los demás?”; sino más bien: “¿Qué pensaré de mí mismo?”.
Cada día somos tentados muchas veces a abrazar el demonio de la deuda. Cito el consejo del presidente Gordon B. Hinckley:
“Me preocupa la enorme deuda que pesa sobre la gente de esta nación, entre la que se encuentra nuestros propios miembros.
“Se nos engaña con la atractiva publicidad a la que estamos expuestos. Por televisión se nos comunica la tentadora invitación a pedir un préstamo de hasta el 125 por ciento del valor de nuestra casa, pero no se hace ninguna mención del interés que hay que pagar…
“Naturalmente, reconozco que quizás sea necesario pedir un préstamo para comprar una casa, pero compremos una casa cuyo precio esté dentro de nuestras posibilidades, a fin de menguar los pagos que constantemente pesarán sobre nuestra cabeza sin misericordia ni tregua hasta por treinta largos años”5.
Yo quisiera añadir: No debemos permitir que nuestros gastos superen nuestros ingresos.
En cuanto al demonio de las drogas, incluyo, por supuesto, el alcohol. Las drogas dañan la capacidad de pensar, razonar y tomar decisiones prudentes y cautas. A menudo generan violencia, abuso infantil y de la esposa, y pueden generar una conducta que causa dolor y sufrimiento a los inocentes. “Di no a las drogas” es una frase que refleja nuestra determinación y que recibe apoyo del pasaje de las Escrituras:
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?
“Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es”6.
Al considerar los demonios gemelos, a saber la inmodestia y la inmoralidad, debería convertirlos en trillizos e incluir la pornografía, pues los tres van juntos.
En la interpretación del sueño de Lehi, hallamos una descripción muy acertada con respecto a lo destructiva que es la pornografía: “Y los vapores de tinieblas son las tentaciones del diablo que ciegan los ojos y endurecen el corazón de los hijos de los hombres, y los conducen hacia caminos anchos, de modo que perecen y se pierden”7.
Un Apóstol de esta dispensación, el élder Hugh B. Brown, declaró: “Cualquier inmodestia que conduzca a tener pensamientos impuros constituye una profanación del cuerpo, ese templo en el que puede morar el Espíritu Santo”8.
Esta noche compartiré con ustedes una joya de la revista Improvement Era, publicada en 1917 pero que todavía se aplica aquí y ahora: “La costumbre actual y habitual de la indecencia en el vestir, el diluvio de la inmoralidad en la literatura impresa, en el teatro y más aun en las películas… la aceptación de la inmodestia en las conversaciones y la conducta cotidianas, están llevando a cabo una labor mortal pues fomentan un vicio destructor del alma”9.
Alexander Pope, en su inspirado “Ensayo sobre el hombre”, declaró:
El vicio es un monstruo de horrible parecer,
Pues no hay más que verlo para detestarlo;
Sin embargo, de tanto contemplarlo puede suceder,
Que tras tolerarlo y compadecerlo, lleguemos a abrazarlo10.
Puede que hallemos una buena explicación de este demonio en la epístola de Pablo a los corintios: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar”11.
Es infinitamente mejor que cada uno de nosotros oiga y preste atención a la llamada de la conciencia, pues ésta siempre nos advierte como un amigo antes de castigarnos como un juez.
El Señor mismo dice la última palabra: “Sed limpios los que lleváis los vasos del Señor”12.
Hermanos, hay una responsabilidad de la que ningún hombre puede evadirse, y es el efecto que tiene la influencia personal.
Ciertamente, nuestra influencia se percibe en nuestras respectivas familias. A veces, los padres olvidamos que también nosotros fuimos niños, y en ocasiones los niños causan problemas a los padres.
Recuerdo que de niño me gustaban mucho los perros. Un día tomé mi carrito, puse en él una caja grande de madera y me fui en busca de perros. En aquel entonces había perros por todas partes: en la escuela, en las aceras o vagando por los predios vacíos, de los que habían muchos. Al encontrar un perro y capturarlo, lo ponía en la caja, lo llevaba a casa, lo metía en la carbonera y cerraba la puerta. Creo que aquel día traje a casa cerca de seis perros de diversos tamaños y los hice mis prisioneros. No tenía idea de qué haría con todos esos perros, así que no dije a nadie lo que había hecho.
Papá llegó a casa del trabajo y, como era habitual, tomó el recipiente del carbón y se fue a la carbonera a llenarlo. ¿Pueden imaginarse su sorpresa cuando abrió la puerta e inmediatamente se dio de bruces con seis perros que intentaban escapar al mismo tiempo? Según recuerdo, papá se ofuscó un poco y luego, al tranquilizarse me dijo con calma: “Tommy, las carboneras son para al carbón, y los perros de otras personas pertenecen a esas personas”. Al observarle aprendí una lección sobre paciencia y tranquilidad.
Es bueno que lo haya aprendido, pues algo parecido me sucedió con nuestro hijo menor Clark.
A Clark siempre le han gustado los animales, las aves, los reptiles, cualquier cosa que esté viva, lo cual hizo que a veces nuestra casa se convirtiera en un pequeño caos. Un día, siendo niño, llegó a casa procedente de las montañas de Provo con una serpiente de agua, a la que llamó Herman.
Acababa de llegar y Herman se perdió, y mi esposa la encontró más tarde en el armario de la vajilla. Las serpientes de agua tienen un don para estar donde menos se lo espera uno. Pues Clark se la llevó a la bañera, puso el tapón y un poco de agua y pegó un cartel en la bañera que decía: “No usar. Esta bañera pertenece a Herman”. Así que tuvimos que utilizar otro baño mientras Herman ocupaba el otro secuestrado.
Pero un día, para nuestra sorpresa, Herman desapareció. Deberíamos haberle llamado Houdini. ¡Había desaparecido! Al día siguiente mi esposa limpió la bañera y la preparó para su uso normal. Y pasaron varios días.
Una tarde decidí que era hora de darme un baño relajante, así que llené la bañera con mucha agua caliente y me sumergí en ella en busca de unos minutos de descanso. Allí estaba yo, meditando, cuando el agua jabonosa subió y llegó al nivel de la salida de desagüe y comenzó a salir por ella. ¿Pueden imaginarse mi sorpresa cuando, mientras miraba la salida de desagüe, Herman apareció nadando en dirección a mi rostro? Así que le grité a mi esposa: “¡Frances! ¡Aquí viene Herman!”.
De modo que volvimos a atrapar a Herman, la metimos en una caja a prueba de escapadas y nos fuimos de excursión a Vivian Park, en los cerros de Provo, donde le dimos libertad en las hermosas aguas del arroyo South Fork. Jamás volvimos a verla.
En la sección 107 de Doctrina y Convenios, versículo 99, hay una admonición breve, pero directa, dirigida a todo poseedor del sacerdocio: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado”. Siempre he tomado este mandato muy en serio y me he esforzado por vivir de acuerdo con él.
A veces oigo en mi mente una y otra vez la guía que dio el presidente John Taylor a los hermanos del sacerdocio: “Si no magnifican sus llamamientos, Dios los hará responsables de aquellos a los que pudieron haber salvado si hubiesen cumplido con su deber”13.
En lo referente al cumplimiento de nuestras responsabilidades, he aprendido que cuando damos oídos a una impresión del Espíritu y la obedecemos sin demora, nuestro Padre Celestial guiará nuestros pasos y bendecirá nuestra vida, así como la vida de otras personas. No conozco una experiencia más dulce ni un sentimiento más preciado que el de hacer caso a una impresión sólo para descubrir que el Señor ha contestado la oración de otra persona por mi intermedio.
Quizás baste con un ejemplo. Un día, hace más de un año, tras terminar mis obligaciones en la oficina, tuve la fuerte impresión de visitar a una anciana viuda, paciente en la institución St. Joseph Villa, aquí en Salt Lake City, así que manejé hasta allí de inmediato.
Al entrar en su cuarto vi que estaba vacío. Pregunté a un encargado dónde podría estar y me condujo hasta una gran sala, en la que encontré a esa dulce viuda charlando con su hermana y con otra amiga. Todos disfrutamos de una conversación placentera.
Mientras hablábamos, un hombre se acercó hasta la puerta de la sala para adquirir un refresco de una de las máquinas expendedoras. Me miró y me dijo: “¡Vaya!, usted es Tom Monson”.
“Sí”, respondí. “Y usted se parece a un Hemingway”. Reconoció que era Stephen Hemingway, el hijo de Alfred Eugene Hemingway, que había servido como consejero mío cuando fui obispo, hacía ya muchos años, y a quien llamaba Gene. Stephen me dijo que su padre estaba en ese mismo edificio y que estaba a punto de morir. Había estado pronunciando mi nombre y la familia había intentado ponerse en contacto conmigo, pero no habían logrado dar con mi número de teléfono.
Me excusé y fui de inmediato con Stephen hasta el cuarto de mi antiguo consejero; allí estaban reunidos otros hijos suyos. Su esposa había fallecido hacía unos años. Para los miembros de la familia, el haberme encontrado con Stephen fue una respuesta de nuestro Padre Celestial a su gran deseo de que pudiera ver a su padre antes de morir y responder a su llamado. También yo sentí que había sido así, pues si Stephen no hubiese entrado en la sala donde yo estaba de visita en ese preciso momento, ni siquiera habría sabido que Gene estaba allí.
Le dimos una bendición y prevaleció un espíritu de paz; y tras una encantadora conversación, me fui.
A la mañana siguiente, una llamada telefónica me anunció que Gene Hemingway había fallecido veinte minutos después de haber recibido la bendición que le habíamos dado su hijo y yo.
Ofrecí una callada oración de agradecimiento a nuestro Padre Celestial por Su guía que me impulsó a visitar St. Joseph Villa y me condujo hasta mi querido amigo, Alfred Eugene Hemingway.
Creo que los pensamientos que Gene Hemingway tuvo aquella tarde al disfrutar de la influencia del Espíritu, al participar de una humilde oración y al pronunciarse una bendición del sacerdocio, se hicieron eco de las palabras del himno “Paz, cálmense” que cité al principio de mi mensaje:
¡Guárdame siempre, oh Cristo!
Ya no me dejes más,
Y me fondearé en Tu puerto,
seguro do Tú estás.
Todavía amo ese himno y les testifico esta noche del consuelo que nos ofrece:
Las olas y vientos oirán Tu voz: “¡Cálmense!”
Sean los mares que rujan más, o diablos que bramen con fuerte clamor,
las aguas al barco no dañarán del Rey de los cielos y de la mar.
Mas todos ellos se domarán. “¡Cálmense!” “¡Cálmense!”
Mas todos ellos se domarán. “¡Paz, cálmense!”14
Sus palabras en las sagradas Escrituras son más que suficiente: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”15. Testifico de esta verdad en el nombre de Jesucristo. Amén.