“¡Oh, si fuera yo un ángel y se me concediera el deseo de mi corazón…!”
Los insto… a utilizar los templos de la Iglesia. Vayan a ellos y realicen la grande y maravillosa obra que el Dios del cielo ha trazado para nosotros.
Mis amados hermanos y hermanas, de nuevo los saludamos en una gran conferencia mundial de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Alma dijo: “¡Oh, si fuera yo un ángel y se me concediera el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!” (Alma 29:1).
Hemos llegado a un punto en el que casi podemos hacer eso. Esta conferencia se transmitirá por todo el mundo, y a los oradores los oirán y los verán Santos de los Últimos Días de todos los continentes. Hemos avanzado mucho en la realización del cumplimiento de la visión que se expone en el Apocalipsis: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apocalipsis 14:6).
¡Qué excepcional ocasión es ésta, mis hermanos y hermanas! Es difícil de comprender. Hablamos desde este extraordinario Centro de Conferencias. No sé de ningún otro edificio que se compare con él.
Somos como una gran familia, representantes de la familia humana en este vasto y hermoso mundo.
Muchos de ustedes participaron en la dedicación del Templo de Nauvoo en junio recién pasado. Fue una ocasión grandiosa y espléndida que se recordará durante largo tiempo. No sólo dedicamos un magnífico edificio, una casa del Señor, sino que ésta también se dedicó a la memoria del profeta José Smith.
En 1841, dos años después de que él llegó a Nauvoo, dio la palada inicial para una casa del Señor que debía erigirse como un símbolo del coronamiento de la obra de Dios.
Es difícil creer que en aquellas difíciles circunstancias se hubiera proyectado construir un edificio de tal magnificencia en lo que en aquel entonces era la frontera del Oeste del territorio colonizado de los Estados Unidos.
Dudo, y dudo seriamente de que haya habido otro edificio de semejante estilo y magnificencia en todo el estado de Illinois.
Había de ser dedicado a la obra del Todopoderoso, para llevar a cabo Sus propósitos eternos.
No se escatimaron esfuerzos. Ningún sacrificio fue demasiado grande. Durante los siguientes cinco años, los hombres cincelaron la piedra y pusieron la base y los cimientos, las paredes y la ornamentación. Cientos de personas fueron al norte del lugar, a vivir allí un tiempo para cortar la madera en grandes cantidades, la cual amarraban a modo de balsas que hacían flotar río abajo hasta Nauvoo. Se hicieron hermosas molduras con esa madera. Se recaudaron centavos para comprar clavos. Se hicieron sacrificios inimaginables para adquirir vidrios y cristales. Edificaban un templo a Dios, por lo que tenían que utilizar lo mejor que pudiesen conseguir.
En medio de la obra de la construcción, el Profeta y su hermano Hyrum fueron asesinados en Carthage el 27 de junio de 1844.
Ninguno de nosotros en la actualidad puede comprender el golpe catastrófico que eso significó para los santos. Su líder había muerto, él, el hombre que recibía las visiones y las revelaciones. No sólo había sido su líder, sino su profeta. Muy grande fue su pesar y espantosa su angustia.
Pero Brigham Young, el Presidente del Quórum de los Doce, tomó las riendas. José había depositado su autoridad sobre los hombros de los Apóstoles. Brigham resolvió terminar el templo y la obra continuó. Prosiguieron en pos de su objetivo de día y de noche, a pesar de las amenazas que les lanzaban las turbas anárquicas. En 1845, comprendieron que no podrían permanecer en la ciudad que habían construido en las pantanosas riberas del río. Tenían que marcharse de allí. Sobrevino una etapa de actividad febril: primero, para terminar el templo y, segundo, para construir carromatos y reunir víveres a fin de trasladarse a las tierras desoladas del Oeste.
La obra de las ordenanzas comenzó antes de que se terminara el templo y continuó intensamente hasta que, en el frío del invierno de 1846, los del pueblo comenzaron a abandonar sus casas y los carromatos empezaron a desplazarse lentamente por la Calle Parley hasta la orilla del río y, desde allí, hasta la otra ribera en el lado de Iowa.
El desplazamiento prosiguió. El río se congeló con el frío glacial que hacía, pero eso les permitió atravesarlo sobre el hielo.
Desde el otro lado del río, mirando hacia el Este, contemplaron por última vez la ciudad de sus sueños y el templo de su Dios. Después, dirigieron la mirada hacia el Oeste a un destino desconocido.
El templo fue posteriormente dedicado, y los que lo dedicaron dijeron “amén” y se pusieron en camino. Después, el edificio fue incendiado por un pirómano que casi perdió la vida en su obra maligna. Por último, un tornado derribó la mayor parte de lo que había quedado. La casa del Señor, el gran objetivo de sus labores, había desaparecido.
Nauvoo se convirtió en una ciudad abandonada que se fue desvaneciendo casi hasta desaparecer. El terreno del templo lo convirtieron en campo de cultivo. Pasaron los años y poco a poco comenzó a surgir un despertar. Nuestra gente, los descendientes de los que una vez vivieron allá sintieron agitarse en su interior los recuerdos de sus antepasados junto con el anhelo de honrar a los que pagaron tan terrible precio. Paulatinamente la ciudad comenzó a cobrar vida de nuevo y se llevó a cabo una restauración de partes de Nauvoo.
Bajo la inspiración del Espíritu y motivado por los deseos de mi padre, que fue presidente de misión en esa región y anheló reedificar el templo para el centenario de Nauvoo, aunque nunca pudo hacerlo, anunciamos en la conferencia de abril de 1999 que reconstruiríamos ese histórico edificio.
La gente se llenó de entusiasmo. Hombres y mujeres manifestaron su disposición a ayudar. Se hicieron grandes aportaciones de dinero y de conocimientos técnicos. De nuevo, no se reparó en gastos. Habíamos de reconstruir la casa del Señor en memoria al profeta José Smith y como una ofrenda a nuestro Dios. El pasado 27 de junio, por la tarde, casi a la misma hora en la que José y Hyrum fueron asesinados a tiros en Carthage 158 años atrás, realizamos la dedicación del magnífico nuevo edificio. Es un lugar de gran belleza. Se encuentra exactamente en el mismo terreno donde estuvo el templo original. Sus dimensiones exteriores son las del original. Constituye una conmemoración adecuada y apropiada del gran Profeta de esta dispensación, José el Vidente.
Cuán agradecido, cuán profundamente agradecido me siento por lo que ha ocurrido. Hoy día, mirando hacia el Oeste, en la elevación desde la que se domina la ciudad de Nauvoo, y desde allí al otro lado del Río Mississippi, y más allá de las llanuras de Iowa, se eleva el templo de José, una suntuosa casa de Dios. Aquí, en el Valle del Lago Salado, mirando hacia el Este, hacia ese hermoso Templo de Nauvoo, se eleva el templo de Brigham, el Templo de Salt Lake. Se miran el uno al otro como sujetalibros entre los cuales hay tomos que hablan del sufrimiento, del pesar, del sacrificio e incluso de la muerte de miles de personas que hicieron el largo viaje desde el Río Mississippi hasta el Valle del Gran Lago Salado.
Nauvoo llegó a ser el templo número 113 en funcionamiento. Desde entonces hemos dedicado otro templo en La Haya, Países Bajos, sumando 114 en total. Estos espléndidos edificios de diversos tamaños y estilos arquitectónicos se encuentran ya en diversas naciones de la tierra. Se han construido para dar cabida a nuestra gente a fin de que efectúen la obra del Todopoderoso, cuyo designio es llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre (véase Moisés 1:39). Esos templos se han edificado para que se utilicen. Honramos a nuestro Padre cuando hacemos uso de ellos.
Al iniciarse esta conferencia, los insto, mis hermanos y hermanas, a utilizar los templos de la Iglesia.
Vayan a ellos y realicen la grande y maravillosa obra que el Dios del cielo ha trazado para nosotros. Aprendamos en ellos de Sus vías y de Sus planes. Allí hagamos convenios que nos guiarán por los caminos de la rectitud, de la generosidad y de la verdad. Unámonos allí como familias bajo el convenio eterno administrado bajo la autoridad del sacerdocio de Dios.
Y hagamos llegar allí esas mismas bendiciones a los de las generaciones anteriores, vale decir, a nuestros propios antepasados que están a la espera del servicio que ahora podemos prestar.
Ruego que las bendiciones del cielo descansen sobre ustedes, mis amados hermanos y hermanas. Suplico que el espíritu de Elías les conmueva el corazón y los induzca a efectuar esa obra por las personas que no pueden avanzar a no ser que ustedes lo hagan. Ruego que nos regocijemos en el glorioso privilegio que es nuestro, y lo hago humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.