Discurso de apertura
Nuestra responsabilidad de seguir avanzando es enorme, pero nuestra oportunidad es espléndida.
Mis amados hermanos y hermanas, de parte de los miembros de esta Iglesia por todo el mundo, extendemos a nuestros vecinos y amigos católicos nuestras más sinceras condolencias en esta hora de gran dolor. El Papa Juan Pablo II ha trabajado infatigablemente a fin de avanzar la causa del cristianismo, de acabar con la carga de los pobres y de hablar con intrepidez a favor de los valores morales y de la dignidad humana. Se le echará mucho de menos; particularmente las muchas personas que han dependido de su liderazgo.
Ahora bien, mis hermanos y hermanas, considero apropiado decir, al comenzar esta conferencia, algunas palabras para dar cuenta de nuestra mayordomía durante los últimos diez años.
El 12 de marzo de 1995, se nos confirió la gran y sagrada responsabilidad de la presidencia.
En la conferencia que siguió a esa fecha, dije lo siguiente:
“Ahora, mis hermanos y hermanas, ha llegado el momento de erguirnos un poco más, de elevar la mirada y ensanchar la mente para lograr una mayor comprensión y un mayor entendimiento de la gran misión milenaria de ésta, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de Los Últimos Días. Ésta es una época en que debemos ser fuertes, una época para avanzar sin vacilación conociendo bien el significado, la amplitud y la importancia de nuestra misión. Es una época para hacer lo correcto sean cuales sean las consecuencias que puedan resultar. Es un tiempo en que debemos guardar los mandamientos. Es el período para extender los brazos con bondad y amor a quienes se encuentren en dificultades y anden errantes en la oscuridad y el dolor. Es una época para ser considerados y buenos, decentes y corteses hacia nuestros semejantes, en todas nuestras relaciones. En otras palabras, es una época para llegar a ser más como Cristo” (“Ésta es la obra del Maestro”, Liahona, julio de 1995, pág. 81).
Ustedes deben juzgar en qué medida hemos llevado a cabo el cumplimiento de esa invitación de hace diez años.
La década que acaba de pasar ha sido una etapa admirable de la historia de la Iglesia. Nunca ha habido otra que se la iguale. Ha habido una prosperidad excepcional de la obra. Ha habido muchos logros trascendentalmente importantes.
Ese progreso considerable no es la obra de la Primera Presidencia, ni del Quórum de los Doce, ni de los Setenta ni del Obispado Presidente solos, sino que es el resultado de la fe, de las oraciones, del trabajo y del dedicado servicio de todo miembro de presidencia de estaca y de todo sumo consejo, de todo obispado y de toda presidencia de quórum, de toda presidencia de las organizaciones auxiliares y de todo miembro fiel y activo de esta Iglesia por todo el mundo.
A cada uno de ustedes, dondequiera que se encuentren, le expreso los sentimientos de mi corazón y le agradezco su gran y dedicado servicio. ¡Qué magníficas personas son ustedes!
La majestad y el prodigio del Evangelio de Jesucristo restaurado por conducto del profeta José Smith brillan hoy día con un fulgor resplandeciente.
Al encontrarnos al cabo de esos años y mirar hacia atrás, nunca debemos sentirnos arrogantes ni orgullosos, sino humildemente agradecidos por lo que se ha llevado a cabo en una variedad de tareas.
Por ejemplo, la Iglesia ha crecido por todo el mundo hasta el punto en que el número de miembros de fuera de Norteamérica excede al de los de ésta. Hemos llegado a ser una gran familia internacional, repartidos en 160 naciones.
En estos últimos diez años se han creado más de 500 nuevas estacas y más de 4.000 nuevos barrios y nuevas ramas. Se han añadido tres millones de nuevos miembros.
El número de alumnos de nuestro sistema educativo se ha duplicado, aumentando en aproximadamente 200.000. La mayoría de nuestros jóvenes son más firmes y más fieles.
Se ha creado el Fondo Perpetuo para la Educación. Comenzamos con nada más que esperanza y fe. Hoy día se ayuda a casi 18.000 personas jóvenes que viven en 27 naciones diferentes, las cuales están recibiendo instrucción y van saliendo del cenagal de la pobreza en el que tanto ellas como sus antepasados han vivido durante generaciones. Están mejorando sus conocimientos prácticos y sus ganancias se están multiplicando.
Hemos aumentado considerablemente el número de templos. En 1995 había 47. En la actualidad, hay 119, y tres más se van a dedicar este año.
El Libro de Mormón se había traducido a 87 idiomas en 1995. Hoy día se encuentra disponible en 106 idiomas.
Durante los pasados diez años, se han distribuido cincuenta y un millón de ejemplares del Libro de Mormón.
Hemos construido literalmente miles de edificios por toda la tierra, los cuales son de mejor calidad y son más adecuados a nuestras necesidades de lo que lo eran los que se habían edificado anteriormente.
Además, hemos construido este extraordinario edificio desde el que les dirigimos la palabra hoy día, el singular y hermoso Centro de Conferencias aquí, en Salt Lake City.
Aparte de ello, hemos tendido una mano de ayuda por toda la tierra para auxiliar a los afligidos y a los necesitados en cualquier parte que se hayan encontrado. En los últimos diez años, hemos suministrado en dinero en efectivo y en mercancías cientos de millones de dólares en ayuda humanitaria a personas que no son de nuestra fe.
Hemos viajado por la tierra dando testimonio de ésta, la obra del Todopoderoso. Durante esos mismos años, personalmente he recorrido casi un millón seiscientos mil kilómetros al visitar unos 70 países. Mi amada compañera viajó conmigo hasta hace un año cuando falleció. Nuestros sentimientos de soledad no pueden describirse.
Pero nuestra esperanza es grande y nuestra fe es firme.
Sabemos que hemos visto sólo muy poco de lo que acontecerá en los años que vienen.
Ya me encuentro en el año 95 de mi vida. Nunca soñé que viviría tanto. Mi vida me recuerda un cartel que colgaba de una oxidada grapa en una vieja alambrada en Texas y que decía:
Quemado por las sequías
y anegado por las inundaciones,
devorado por los conejos;
decomisado por el juez.
¡Todavía estoy aquí!
Espero tener el privilegio de relacionarme con ustedes, mis amados amigos y colaboradores, durante todo el tiempo que el Señor lo permita. Y confío en que ese servicio será aceptable.
Nuestro fundamento es el Evangelio del Señor Jesucristo. La autoridad del santo sacerdocio está aquí, habiendo sido restaurada bajo las manos de los que la recibieron directamente de nuestro Señor. Los cielos han sido abiertos y el Dios del cielo y Su Amado Hijo hablaron al joven profeta José al iniciarse ésta, la última y final dispensación.
Nuestra responsabilidad de seguir avanzando es enorme, pero nuestra oportunidad es espléndida.
Ahora repito lo que dije hace diez años: “Tenemos que erguirnos un poco más… elevar la mirada y ensanchar la mente para lograr una mayor comprensión y un mayor entendimiento de la gran misión milenaria de ésta, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de Los Últimos Días”.
Ésta, mis hermanos y hermanas, es mi invitación para ustedes esta mañana. Les hago llegar mi amor, mi bendición y mi gratitud al darse comienzo a esta gran conferencia. Que el Espíritu del Señor dirija todo lo que ocurra, es mi humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.