2000–2009
La virtud de la bondad
Abril 2005


La virtud de la bondad

La bondad es la esencia de la vida celestial, es el modo en que una persona que se asemeja a Cristo trata a los demás.

Hace muchos años, la primera vez que fui llamado como obispo, tuve el deseo de que el obispado visitara a los miembros menos activos de la Iglesia y ver si podíamos hacer algo para llevarles las bendiciones del Evangelio.

Cierto día fuimos a ver a un hombre de unos cincuenta años, un mecánico bueno y respetado, que me dijo que la última vez que había ido a la Iglesia había sido cuando era jovencito. Algo ocurrió aquel día. No se había portado del todo bien en clase y su maestro se enojó con él, al grado de que lo echó fuera del aula y le dijo que no volviera.

Y nunca más volvió.

Me sorprendió mucho que una palabra poco amable pronunciada hacía más de cuarenta años pudiera tener un efecto tan profundo, pero así era. A consecuencia de ello, este hombre no había vuelto a la Iglesia, como tampoco lo habían hecho su esposa ni sus hijos.

Me disculpé con él y le expresé mi pesar por el trato que se le había dado. Le dije cuán lamentable era que una palabra dicha sin pensar y hacía tanto tiempo privara a su familia de las bendiciones que se reciben al estar activo en la Iglesia.

“Después de cuarenta años”, le dije, “es hora de que la Iglesia se rectifique”.

Me esforcé por que así fuera. Le aseguré que era bienvenido y que se le necesitaba. Me dio una gran alegría cuando, finalmente, aquel hombre y su familia volvieron a la capilla y se convirtieron en miembros firmes y fieles. Concretamente, este buen hermano llegó a ser un maestro orientador eficaz porque entendía cómo algo tan pequeño como una palabra poco amable podía tener consecuencias que afectaran toda una vida y, tal vez, más.

La bondad es la esencia de la grandeza y la característica fundamental de los hombres y de las mujeres más nobles que he conocido. La bondad es un pasaporte que abre puertas y da forma a los amigos; ablanda el corazón y moldea las relaciones que pueden durar toda la vida.

Las palabras amables no sólo nos levantan el ánimo en el momento que se pronuncian, sino que permanecen con nosotros durante años. Cierto día, mientras me hallaba en la universidad, un alumno que era siete años mayor que yo me felicitó por mi actuación en un partido de fútbol americano. No sólo me alabó por lo bien que había jugado, sino que se percató de mi buen espíritu deportivo. Aun cuando aquella conversación tuvo lugar hace más de sesenta años, y aunque es muy probable que dicha persona ya no se acuerde de ella, yo todavía recuerdo las bondadosas palabras que me dijo Gordon B. Hinckley, el actual Presidente de la Iglesia.

Los atributos de la amabilidad y de la bondad están inseparablemente unidos al presidente Hinckley. Cuando mi padre falleció en 1963, el presidente Hinckley fue la primera persona que visitó nuestro hogar. Nunca olvidaré su trato amable. Le dio una bendición a mi madre y, entre otras cosas, le prometió que aún le quedaba mucho por hacer y que la vida la trataría con bondad. Estas palabras fueron una fuente de consuelo para mi madre y para mí; nunca olvidaré su cariño.

La bondad es la esencia de la vida celestial, es el modo en que una persona que se asemeja a Cristo trata a los demás. La bondad debe estar presente en todas nuestras palabras y obras en el trabajo, la Iglesia y, especialmente, en el hogar.

Jesús, nuestro Salvador, fue la personificación de la bondad y de la compasión. Él curó al enfermo; dedicó gran parte de Su tiempo a ministrar individual y colectivamente; trató caritativamente a la mujer samaritana a la que muchos despreciaban; mandó a Sus discípulos que dejaran a los niños acercarse a Él; fue bondadoso con los que habían pecado, condenando sólo al pecado y no al pecador; ejerció gran bondad al permitir que miles de nefitas se acercaran a Él y palparan las marcas de los clavos en Sus manos y Sus pies. Aun así, Su mayor acto de bondad reside en Su sacrificio expiatorio con el que nos liberó a todos de los efectos de la muerte y del pecado de acuerdo con las condiciones del arrepentimiento.

La vida del profeta José Smith también fue un ejemplo de bondad hacia todos, mayores y niños. Un pequeño que se benefició de la bondad del profeta recordó:

“Mi hermano y yo íbamos a la escuela que estaba cerca del edificio conocido como la tienda de ladrillos de José. El día anterior había llovido mucho, haciendo que el suelo quedara muy embarrado, en especial a lo largo de esa calle. Mi hermano Wallace y yo nos quedamos con los pies atrapados en el lodo y no podíamos salir. Así que, como niños que éramos, nos echamos a llorar pensando que tendríamos que quedarnos allí. Pero al levantar la vista vi al cariñoso amigo de los niños, al profeta José Smith, que se acercaba a nosotros. Rápidamente él nos alzó y nos puso en tierra firme y seca, y después se agachó y limpió el barro que cubría nuestros pequeños pero pesados zapatos; luego sacó un pañuelo del bolsillo y secó las lágrimas que bañaban nuestros rostros. Nos dijo unas palabras bondadosas que nos infundieron ánimo y nos envió contentos a la escuela”.

No hay sustituto para la bondad en el hogar, fue la lección que aprendí de mi padre. Él siempre escuchaba el consejo de mi madre, gracias a lo cual fue un hombre mejor, más sabio y más bondadoso.

Me he esforzado por seguir el ejemplo de mi padre y escuchar el punto de vista de mi esposa, lo cual me ha permitido valorar su opinión. Por ejemplo, cuando mi esposa comienza una frase diciendo “Creo que deberías…”, le presto atención inmediata y comienzo a escudriñar mi mente en busca de algo que pude haber hecho mal. Con frecuencia, antes de que mi esposa termine la frase ya tengo preparada una magnífica disculpa.

Para serles sinceros, mi esposa es un modelo de bondad, amabilidad y compasión. Sus pensamientos, su consejo y su apoyo me son inestimables. Gracias a ella, también yo soy una persona más sabia y más bondadosa.

Lo que digan, el tono de su voz, la ira o la calma con que expresen sus palabras son aspectos que no pasan desapercibidos para sus hijos ni para los demás. Ellos ven y aprenden tanto las cosas buenas que digamos o hagamos, como las malas. Nada revela mejor nuestro verdadero yo que el trato que nos dispensamos unos a otros en el hogar.

A veces me pregunto por qué hay quienes consideran que deben criticar a los demás. Supongo que se lleva en la sangre y que les resulta tan natural, que no suelen reflexionar al respecto. Nada ni nadie escapa a sus críticas: de cómo dirige la música la hermana Jones o la manera de enseñar las lecciones o la forma de plantar el huerto que tiene el hermano Smith.

Aun cuando creemos que nuestros comentarios críticos no son dañinos, siempre hay consecuencias. Me acuerdo de un niño que en cierta ocasión entregó un sobre de donativos a su obispo diciéndole que era para él. El obispo, queriendo hacer del momento una enseñanza, le explicó al niño que debía marcar en el recibo si el dinero iba destinado a diezmos, a ofrendas de ayuno o a otra cosa. Pero el niño insistió en que el dinero era para el obispo. Cuando éste le preguntó por qué, el pequeño respondió: “Porque mi padre dice que usted es uno de los obispos más pobrecitos que hemos tenido”.

La Iglesia no es un lugar donde se reúnen personas perfectas para decir cosas perfectas o tener pensamientos y sentimientos perfectos. Más bien es un lugar donde se reúnen personas imperfectas para brindarse ánimo, apoyo y servirse mutuamente, mientras proseguimos nuestro camino de regreso a nuestro Padre Celestial.

Cada uno seguirá un camino diferente en la vida; cada uno progresa a su propio ritmo. Puede que las tentaciones que afligen a un hermano no tengan efecto alguno en los demás, mientras que sus puntos fuertes pueden resultar inalcanzables para otra persona.

Nunca menosprecien a los que sean menos perfectos que ustedes; no se enojen cuando alguien no cosa, ni juegue, ni reme, ni cultive tan bien como ustedes.

Todos somos hijos de nuestro Padre Celestial y estamos aquí con el mismo propósito: aprender a amarlo con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza, y a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Una manera de calcular el valor de ustedes en el reino de Dios es preguntar: “¿Cuán bien estoy ayudando a los demás a desarrollar su potencial? ¿Apoyo a las personas en la Iglesia o las critico?”.

Si están criticando a los demás, están debilitando a la Iglesia, mientras que si los edifican, están edificando el Reino de Dios. Así como el Padre Celestial es bondadoso, también nosotros debemos ser bondadosos con los demás.

El élder James E: Talmage, famoso por sus enseñanzas doctrinales, mostró una gran bondad hacia una afligida familia vecina suya, completamente desconocida para él. Antes de ser apóstol, siendo un joven padre, supo del gran sufrimiento que padecía un vecino cuya numerosa familia se hallaba enferma con la tan temida difteria. No le importó que no fueran miembros de la Iglesia; su bondad y su caridad lo motivaron a actuar. La Sociedad de Socorro buscaba desesperadamente personas que pudieran ayudar, pero nadie se atrevía dada la naturaleza contagiosa de la enfermedad.

Al llegar, James se encontró con un pequeñito que acababa de morir y a dos niños más agonizando debido a la enfermedad. Inmediatamente se puso manos a la obra y pasó todo el día limpiando la casa, preparando el cuerpo del pequeño para ser enterrado y limpiando y alimentando a los niños enfermos. Regresó a la mañana siguiente y vio que otro de los niños también había fallecido durante la noche, y un tercero estaba sufriendo terriblemente. En su diario escribió: “Ella se aferró a mi cuello, a veces me tosía [los gérmenes] en el rostro y la ropa… pero no podía dejarla. Durante la media hora previa a su muerte paseé por la casa con ella en brazos. Después de una terrible agonía, murió a las 10:10 de la mañana”. Los tres niños partieron en menos de 24 horas. Luego ayudó a la familia con los preparativos para sepultarlos y habló durante el entierro. Esto es lo que hizo por una familia a la que no conocía. ¡Qué gran ejemplo de bondad a semejanza de Cristo!

Cuando estamos llenos de bondad, no emitimos juicios. El Salvador enseñó: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados”. También enseñó que “con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido”.

Pero ustedes se preguntarán: “¿Y si las personas son groseras?”.

Ámenlos.

“¿Y si son odiosos?”

Ámenlos.

“¿Pero si nos ofenden? ¿No deberíamos entonces hacer algo?”

Ámenlos.

“¿Y si se descarrían?”

La respuesta es la misma. Sean bondadosos. Ámenlos.

¿Por qué enseñó Judas en las Escrituras: “A algunos que dudan, convencedlos”.

¿Quién conoce la gran influencia que podríamos ejercer si tan sólo fuéramos amables y bondadosos?

Mis hermanos y hermanas, el Evangelio de Jesucristo trasciende a la mortalidad. Nuestra obra aquí no es sino una sombra de futuras cosas mayores e inimaginables.

Los cielos le fueron abiertos al profeta José Smith. Él vio al Dios viviente y a Su Hijo, Jesucristo.

En la actualidad, un profeta, el presidente Gordon B. Hinckley, está aquí en la tierra y nos brinda dirección para nuestra época.

Así como nuestro Padre Celestial nos ama, también nosotros debemos amar a Sus hijos.

Seamos ejemplos de bondad y amabilidad, y vivamos según las palabras del Salvador: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”. De estas verdades testifico en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Margarette McIntire Burgess, en Juvenile Instructor, 15 de enero de 1892, págs. 66–67.

  2. Véase Marcos 12:30, 31.

  3. Véase John R. Talmage, The Talmage Story: Life of James E. Talmage—Educator, Scientist, Apostle, 1972, págs. 112–114.

  4. Lucas 6:37.

  5. Mateo 7:1–2.

  6. Judas 1:22.

  7. Juan 13:35.