2000–2009
El valor de las almas
Abril 2005


El valor de las almas

Cuando vemos el efecto que una persona puede tener… quizá no es de maravillarse que el Señor nos recuerde: “Recordad… el valor de las almas”.

Uno de los discursos que ha dejado una huella imperecedera en mí es uno que se pronunció hace ya años en una sesión del sábado por la noche de una conferencia de estaca. Una madre joven pronunció ese discurso y esto es lo que dijo:

“He estado haciendo la genealogía de mi bisabuelo. Él y su numerosa familia de hijos e hijas fueron miembros de la Iglesia.

“Mi bisabuelo”, explicó ella, “dejó la Iglesia un domingo con su familia y nunca más regresaron, sin dar ninguna explicación del porqué”.

Y continuó: “En mi investigación he descubierto que mi bisabuelo tiene más de 1.000 descendientes”.

Después ella dijo, y ésta es la parte que no he podido olvidar: “De aquellos 1.000 descendientes, en la actualidad yo soy la única activa en la Iglesia”.

Cuando ella dijo esas palabras, me quedé pensando: “¿Son sólo 1.000 o podría quizás haber más?”.

La respuesta es evidente. La influencia espiritual que aquella familia pudo haber tenido en sus vecinos y en sus amigos no tuvo lugar. Ninguno de sus hijos y ninguna de sus hijas sirvió como misionero y las personas a quienes pudieron haber conmovido con sus testimonios no se bautizaron y los que no se bautizaron no fueron a la misión. Sí, probablemente hay muchos miles que no están en la Iglesia en la actualidad, ni en esta reunión hoy día, debido a la decisión de ese bisabuelo.

Al escucharla hablar me puse a pensar: “¡Qué tragedia! Quizás si yo hubiese estado allí en ese momento le habría dicho algo al padre, a la familia, a los líderes del sacerdocio, que hubiese ayudado a prevenir tal calamidad a su familia y a tantos otros en las generaciones futuras que les seguirían.”

Aquella oportunidad del pasado se ha perdido, pero ahora podemos contemplar el presente y el futuro. Yo les diría a quienes se encuentren en la misma situación de aquel bisabuelo: ¿podrían considerar lo que le harían a su familia y a todos los que vengan después de ustedes? ¿Podrían meditar en los efectos de sus pensamientos y de sus acciones?

Si tuvieran alguna preocupación acerca de la doctrina de la Iglesia, contemplen el consejo que brindó el presidente Gordon B. Hinckley en una gran reunión de más de dos mil miembros en París, Francia, el año pasado. Él dijo: “Les ruego, mis hermanos y hermanas, que si tuvieran alguna duda acerca de cualquier doctrina de esta Iglesia, la pongan a prueba. Pruébenla. Vivan el principio. Arrodíllense y oren al respecto, y Dios los bendecirá con un conocimiento de la veracidad de esta obra”.

Si sienten que han sufrido una injusticia, estén listos para perdonar. Si por alguna razón tuvieran un recuerdo desagradable, olvídenlo. Cuando sea necesario, hablen con su obispo; hablen con su presidente de estaca.

A todos, pero especialmente a quienes algún día serán bisabuelos y bisabuelas, sus bendiciones eternas y las de su posteridad son mucho más importantes que cualquier razón orgullosa que les niegue esas bendiciones importantes a ustedes y a muchas otras personas más. En el Libro de Mormón, el rey Benjamín nos recuerda: “Y además, quisiera que consideraseis el bendito y feliz estado de aquellos que guardan los mandamientos de Dios. Porque he aquí, ellos son bendecidos en todas las cosas, tanto temporales como espirituales; y si continúan fieles hasta el fin, son recibidos en el cielo, para que así moren con Dios en un estado de interminable felicidad” (Mosíah 2:41).

A quienes sean niños en hogares de futuros bisabuelos descarriados, continúen fieles; sean un buen ejemplo en el hogar y para quienes los rodean; hagan su parte para que haya paz y armonía en el hogar y las tengan con quienes se relacionen. Ustedes pueden ser la solución y no la causa de los problemas. Recuerden, en el Libro de Mormón, cuando el padre Lehi empezó a murmurar, fue su recto hijo Nefi quien le dio ánimo y encontró las soluciones para los problemas. Muchas veces, son los hijos rectos quienes son una fuente de calma y de paz en los momentos de aflicción.

A ustedes que son los obispos y los presidentes de estaca, cómo quisiera que hubiesen sido parte de la reunión a la que asistí con unos cuantos representantes regionales. Escuchamos al élder L. Tom Perry cuando comparó a los futuros élderes, y a quienes no están activos —a los futuros bisabuelos— con un termómetro. Se nos recordó que hay muchas de aquellas personas que son un poco más que tibias y que regresarían si tan sólo alguien las animase y les mostrase el camino.

Me gustaría contarles acerca de una conferencia de estaca a la que se me asignó asistir. Era una reorganización en la que el presidente de estaca y sus consejeros serían relevados y se llamaría a una nueva presidencia de estaca. El presidente era joven y había prestado servicio maravillosamente durante casi diez años. Era un gigante espiritual pero también era un gigante administrativo. En mi entrevista personal con él, me contó la forma en la que había delegado mucho de la responsabilidad de las funciones de la estaca a sus consejeros y al sumo consejo, y de ese modo había quedado libre para entrevistar a quienes necesitaban ánimo. Se invitaba a personas y a parejas para que fueran a su oficina. Allí las llegó a conocer, las aconsejó y las invitó a ser mejores, a poner su vida en orden y a recibir las bendiciones que están al alcance de los que siguen al Señor. Las ayudó al ponerlas bajo el cuidado de un líder capaz, de un maestro que los ayudara a entender las bellezas de la doctrina. Después me dijo que en aquellas entrevistas a menudo les preguntaba si deseaban una bendición, y me contó: “He impuesto las manos sobre la cabeza de muchos miembros de la estaca”.

Al día siguiente, en la sesión general de la conferencia de estaca, dudo haber visto tantas lágrimas, no porque pensaban que el presidente no debía ser relevado, sino por el profundo amor de un joven presidente de estaca que había bendecido la vida de ellos. Me sentí impulsado a preguntar: “¿A cuántos de ustedes les ha impuesto él las manos sobre la cabeza?”. Me sorprendí con la gran cantidad de personas que levantaron la mano y me puse a pensar en ese momento: “¿Cuántas de estas personas bendecirán el nombre de ese gran hombre, no sólo ahora sino a través de las eternidades?”. Sí, habrá bisabuelos que, debido a este amoroso líder, dejarán un legado de generaciones de miles que lo llamarán “bienaventurado”.

Cuando vemos el efecto que una persona puede tener en la vida de muchos, quizá no es de maravillarse que el Señor nos recuerde: “Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios” (D. y C. 18:10).

Ruego que todos podamos considerar lo que podemos hacer individualmente para ayudar a los que serán los futuros bisabuelos, ya sea que fuere un niño pequeño, un adolescente o un adulto, para que cada uno deje un legado de rectitud de quienes conocen y aman al Señor. En el nombre de Jesucristo. Amén.