2000–2009
Nuestra característica más destacada
Abril 2005


Nuestra característica más destacada

El sacerdocio de Dios… es tanto indispensable como único para la Iglesia verdadera de Dios.

Hace casi 70 años, el presidente David O. McKay, que en aquel entonces servía como consejero de la Primera Presidencia, preguntó lo siguiente a una congregación reunida para la conferencia general: “Si en este instante se le pidiera a cada uno [de ustedes] que resumiera en una frase… la característica más destacada de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ¿qué responderían?”.

“Mi respuesta”, dijo él, “sería: …la autoridad divina mediante revelación directa”.

Esa autoridad divina es, en efecto, el santo sacerdocio.

El presidente Gordon B. Hinckley ha agregado su testimonio cuando dijo: “[El sacerdocio] es una delegación de autoridad divina, diferente de todos los demás poderes y autoridades que hay en la tierra… Es el único poder sobre la tierra que traspasa el velo de la muerte… Sin él podría haber una iglesia sólo de nombre, faltándole la autoridad para administrar los asuntos de Dios”.

Hace sólo cuatro semanas, el presidente James E. Faust les dijo a los alumnos de BYU en su reunión devocional: “[El sacerdocio] activa y gobierna todos los asuntos de la Iglesia. Sin las llaves del sacerdocio ni su autoridad, no habría iglesia”.

Comienzo mis palabras esta noche con estas tres breves citas (a las que podrían agregarse innumerables citas más) para recalcar enfáticamente un solo punto: que el sacerdocio de Dios, con sus llaves, sus ordenanzas, su origen divino y su capacidad para atar en los cielos lo que se ata en la tierra es tanto indispensable como único para la Iglesia verdadera de Dios, y que sin él no habría Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

En este año en el que conmemoramos el bicentenario del nacimiento del profeta José Smith y el 175 aniversario de la organización de la Iglesia, deseo añadir mi testimonio de la restauración de este sagrado sacerdocio, de esta sagrada prerrogativa, de este supremo don, y del papel que desempeña en nuestra vida a ambos lados del velo, y expresar mi eterna gratitud eterna por él.

La función esencial del sacerdocio respecto a enlazar el tiempo y la eternidad la demostró claramente el Salvador cuando formó Su Iglesia durante su ministerio terrenal. A Pedro, Su apóstol mayor, le dijo: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”. Seis días más tarde llevó a Pedro, a Santiago y a Juan a lo alto de una montaña donde se transfiguró en gloria ante ellos. Entonces se aparecieron profetas de dispensaciones anteriores, incluidos, por lo menos, Moisés y Elías el profeta, quienes confirieron las diversas llaves y poderes que cada uno de ellos poseía.

Lamentablemente, poco después los apóstoles fueron asesinados o de otra forma fueron quitados de la tierra y las llaves que poseían del sacerdocio se fueron con ellos, lo que originó más de 1.400 años de privación del sacerdocio y de la ausencia de la autoridad divina entre los hijos de los hombres. Pero parte del milagro moderno y de la historia maravillosa que celebramos esta noche lo constituye el retorno de aquellos mismos mensajeros celestiales que vinieron a nuestra época, y la restauración de esos mismos poderes que poseyeron para bendición de toda la humanidad.

En mayo de 1829, mientras traducía el Libro de Mormón, José Smith encontró una referencia al bautismo. Comentó el asunto con su escriba, Oliver Cowdery, y ambos suplicaron anhelosamente al Señor respecto del asunto. Oliver escribió: “Nuestras almas se elevaron en poderosa oración a fin de saber cómo recibir las bendiciones del bautismo y del Espíritu Santo… Buscamos diligentemente… la autoridad del santo sacerdocio y el poder de administrar en el mismo.

En respuesta a esa “poderosa oración” vino Juan el Bautista y restauró las llaves y los poderes del Sacerdocio Aarónico, el cual ha sido conferido a los jóvenes que nos acompañan esta noche. Pocas semanas después, Pedro, Santiago y Juan regresaron para restaurar las llaves y los poderes del Sacerdocio de Melquisedec, entre ellas las llaves del apostolado. Posteriormente, cuando se hubo construido un templo al que pudieran acudir otros mensajeros celestiales, el 3 de abril de 1836 tuvo lugar el equivalente actual del antiguo Monte de la Transfiguración, una parte de algo que el presidente Hinckley denominó una vez “la cascada de revelación de Kirtland”, donde el Salvador mismo, junto con Moisés, Elías y Elías el profeta se aparecieron en gloria al profeta José Smith y a Oliver Cowdery y les confirieron a estos hombres las llaves y los poderes de sus respectivas dispensaciones. Esta visita concluyó con esta resonante declaración que dice: “Por tanto, se entregan en vuestras manos las llaves de esta dispensación”.

No es de extrañar que el profeta José incluyera en los breves pero elocuentes artículos de nuestra fe: “Creemos que el hombre debe ser llamado por Dios, por profecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autoridad, a fin de que pueda predicar el evangelio y administrar sus ordenanzas”. Obviamente, el obrar con autoridad divina requiere más que un mero contrato social. No es el fruto de una formación teológica ni una comisión de una congregación. No, en la obra autorizada de Dios debe haber un poder superior al que ya poseen las personas en los bancos de las iglesias, o en las calles o en los seminarios, un hecho que durante generaciones, hasta el momento de la Restauración, habían sabido y reconocido abiertamente los que buscaban la religión.

Es cierto que algunas personas de esa época no querían que sus ministros alegaran una autoridad sacramental especial, pero la mayoría de las personas añoraban un sacerdocio aprobado por Dios y se sentían frustradas al pensar a dónde podrían ir a buscarlo. Con ese espíritu, el regreso de la autoridad del sacerdocio por conducto de José Smith habría mitigado siglos de angustia, en especial para aquellos que sentían lo que el célebre Charles Wesley tuvo el valor de decir. En la ruptura eclesiástica con su aún más célebre hermano John sobre la decisión de éste de ordenar sin tener la autoridad para ello, Charles escribió con una sonrisa:

Con qué facilidad obispos nombra

Del hombre o la mujer el antojo:

Wesley las manos a Coke impuso,

Pero, ¿quién a él lo ordenó?

Al responder a esa desafiante pregunta, nosotros, los de la Iglesia restaurada de Jesucristo, podemos seguir la línea de autoridad del sacerdocio que ejerce el diácono más nuevo del barrio, el obispo que lo preside, y el profeta que nos preside a todos. Esa línea se remonta, en una cadena inquebrantable, a ministros angelicales que vinieron de parte del Hijo de Dios mismo trayendo del cielo este don incomparable.

Y cuánto necesitamos sus bendiciones: como Iglesia, y como personas y familias dentro de la Iglesia. Permítanme un ejemplo:

Antes hablé del período de la historia de la Iglesia en Kirtland. Los años de 1836 y 1837 fueron los más difíciles que la joven Iglesia había enfrentado, financiera, política e internamente. En medio de esa tensa situación, José Smith recibió la magnífica impresión profética de enviar a varios de sus hombres más capaces (posteriormente a todo el Quórum de los Doce Apóstoles) a servir en misiones en el extranjero. Fue un movimiento audaz e inspirado que al final salvaría a la Iglesia de los peligros del momento, si bien a corto plazo imponía grandes cargas para los santos, dolorosas para los que partieron, aunque tal vez más dolorosas para los que permanecieron en casa.

Cito al élder Robert B. Thompson:

“Habiendo llegado el día señalado para que los élderes partieran para Inglaterra, [me detuve] en la casa del hermano [Heber C.] Kimball para determinar cuándo iba a iniciar él [su viaje], ya que esperaba acompañarlo durante doscientas o trescientas millas, porque tenía pensado trabajar en Canadá esa temporada.

“La puerta estaba entreabierta, así que entré y me quedé sorprendido por lo que vi. Pensé en retirarme, pues creí estar importunando, pero sentí que no debía moverme. El padre estaba derramando su alma a… [Dios, suplicándole] que como Él ‘cuida de los pajarillos y alimenta a los cuervos’, que velara por las necesidades de su esposa y de sus pequeños en su ausencia. Entonces, al igual que los patriarcas, y en virtud de su oficio, puso las manos sobre la cabeza de cada uno y les dio una bendición de padre… encomendándolos al cuidado y a la protección de Dios, mientras él estuviera predicando el Evangelio en otro país. Mientras así se hallaba [pronunciando estas bendiciones], su voz se tornó casi imperceptible entre los sollozos de los que le rodeaban y que [se esforzaban, en su manera juvenil, por ser fuertes, aunque les resultaba muy difícil]… Él continuó, pero su corazón estaba demasiado afectado para hacerlo con normalidad… y a veces se veía obligado a detenerse a intervalos mientras… las copiosas lágrimas bañaban sus mejillas, como muestra de los sentimientos que abrigaba en su interior. Mi corazón no fue lo bastante fuerte para refrenarse”, dijo el hermano Thompson. “A pesar de mis intentos, lloré y uní mis lágrimas a las de ellos. Al mismo tiempo, me sentí agradecido por haber tenido el privilegio de contemplar tal escena”.

Esa escena se ha repetido de una u otra manera miles y cientos de miles de veces en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, sea por un temor, una necesidad, un llamamiento, un peligro, una enfermedad, un accidente o una defunción. Yo he participado en momentos así. He contemplado el poder de Dios manifestándose en mi hogar y en mi ministerio. He visto que se ha reprendido el mal y que se han controlado los elementos. Sé lo que significa trasladar montañas de dificultades y dividir azaroso mares Rojos. Sé lo que significa que el ángel destructor “[pase] de ellos”. El haber recibido la autoridad y el haber ejercido el poder del “Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios” es para mí y para mi familia la mayor bendición que podría esperar en esta vida. Ése, en definitiva, es el significado del sacerdocio en palabras que todos podemos entender: una capacidad incomparable, interminable y constante para bendecir.

Con gratitud por esas bendiciones, me uno a ustedes y a un coro de vivos y muertos que cantan en este año conmemorativo: “¡Al gran profeta rindamos honores!” y que conversó con Adán, Gabriel, Moisés, Moroni, Elías el profeta, Elías, Pedro, Santiago, Juan, Juan el Bautista y muchos más. Ciertamente, “fue ordenado por Cristo Jesús”. Ruego que todos, jóvenes y ancianos, niños y hombres, padres e hijos, atesoren el sacerdocio que fue restaurado por conducto de José Smith; que atesoren las llaves del sacerdocio y las ordenanzas mediante las que únicamente se manifiesta el poder de la divinidad y sin las cuales no puede ser manifiesto. Testifico de la restauración del sacerdocio, la “característica más destacada” e indispensable de la Iglesia verdadera de Dios. En el nombre de Aquel a quien pertenece este sacerdocio, sí, el Señor Jesucristo. Amén.

Notas

  1. En Conference Report, abril de 1937, pág. 121.

  2. “Priesthood Restoration”, Ensign, octubre de 1988, pág. 71.

  3. “¿Dónde está la Iglesia?”, reunión devocional, Universidad Brigham Young, 1 de marzo de 2005, pág. 8.

  4. Mateo 16:19.

  5. Véase Mateo 17:1–3.

  6. Citado en Richard Lloyd Anderson: “The Second Witness of Priesthood Restoration”, Improvement Era, septiembre de 1968, pág. 20; cursiva agregada.

  7. D. y C. 110:16; véanse también los versículos 1–15.

  8. Artículos de Fe 1:5; cursiva agregada.

  9. Véase David F. Holland, “Priest, Pastor, Power”, Insight, otoño de 1997, págs. 15–22 para un exhaustivo examen de la situación del sacerdocio en Estados Unidos en la época de la Restauración.

  10. Citado en Reverendo C. Beaufort Moss, The Divisions of Christendom: A Retrospect, pág. 22.

  11. Citado en Orson F. Whitney, The Life of Heber C. Kimball, págs. 108–109.

  12. D. y C. 89:21.

  13. Véase D. y C. 107:1–3.

  14. Himnos, Nº 15.

  15. José Smith conversó con muchos profetas y mensajeros del otro lado del velo. Algunos de ellos se mencionan en D. y C. 128: 20–21.

  16. Himnos, Nº 15.

  17. Véase D. y C. 84:19–21.