El diezmo: Un mandamiento incluso para los más pobres
El verdadero sacrificio ha sido el sello distintivo de los fieles desde el principio.
En el cuento clásico de Charles Dickens, Canción de Navidad, Bob Cratchit anhelaba pasar el día de Navidad con la familia. “Si le resulta conveniente, señor”, le preguntó a su empleador, el Sr. Scrooge.
“ ‘No me resulta conveniente’, le dijo Scrooge, ‘y no es justo. Si yo le retuviera media corona por faltar, se daría por mal servido’…
“ ‘Y sin embargo’, le dijo Scrooge, ‘a usted no le importaría que le pagara un día no trabajado’.
“El empleado comentó que era una sola vez al año.
“ ‘¡Mal pretexto para robarle a uno cada veinticinco de diciembre!’, le replicó Scrooge”.
Porque para Scrooge, como para todos los “hombres naturales” y egoístas, el sacrificio nunca es conveniente.
El hombre natural tiene la tendencia a pensar sólo en sí mismo, no sólo a darse el primer lugar, sino, rara vez, a considerar en segundo lugar a nadie más, incluso a Dios. Al hombre natural no le nace abiertamente sacrificarse porque tiene un apetito insaciable de tener más. Sus supuestas necesidades siempre exceden a sus ingresos, por lo que tener “lo suficiente” es constantemente difícil de alcanzar, tal como lo era para el avaro Scrooge.
Debido a que el hombre natural tiende a acapararlo o a consumirlo todo, el Señor sabiamente no aconsejó al Israel antiguo sacrificar el último y el más endeble del rebaño, sino las primicias, no lo que sobrara del campo, sino las primicias (véase Deuteronomio 26:2; Mosíah 2:3; Moisés 5:5). El verdadero sacrificio ha sido el sello distintivo de los fieles desde el principio.
Entre los que no se sacrifican hay dos extremos: uno es el hombre rico y glotón que no quiere hacerlo, y el otro es el hombre pobre que cree que no puede hacerlo. Pero ¿cómo puede uno pedirle al que padece hambre que coma menos? ¿Hay algún nivel de pobreza tan bajo que no se deba esperar el sacrificio, o una familia tan indigente a la que no se le deba requerir el pago del diezmo?
El Señor suele enseñarnos valiéndose de circunstancias extremas para ilustrar un principio. La historia de la viuda de Sarepta es un ejemplo de pobreza extrema que enseña la doctrina de que, así como la misericordia no puede robarle a la justicia, tampoco puede robarle al sacrificio. De hecho, la verdadera medida del sacrificio no es tanto lo que uno da como sacrificio, sino lo que uno se sacrifica para dar (véase Marcos 12:43). La fe no se prueba tanto cuando la alacena está llena, sino cuando está vacía. En esos momentos determinantes, la crisis no crea el carácter o modo de ser, sino que lo pone de manifiesto. La crisis constituye la prueba.
La viuda de Sarepta vivió en los días del profeta Elías, por cuya palabra el Señor mandó sobre la tierra una sequía que duró tres años y medio (véase Lucas 4:25). La hambruna llegó a ser tan seria que muchos estaban a punto de morir. Y en esas circunstancias encontramos a la viuda.
El Señor le dijo a Elías: “Levántate, vete a Sarepta… he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente” (1 Reyes 17:9). Cabe hacer notar que no fue sino hasta que la viuda y su hijo estaban al borde de la muerte que se le dijo a Elías que fuera a Sarepta. En ese momento extremo, al enfrentarse con la muerte por el hambre, sería probada la fe de ella.
Cuando Elías llegó a la ciudad, la vio recogiendo leña.
“…y él la llamó, y le dijo: Te ruego que me traigas un poco de agua en un vaso, para que beba.
“Y yendo ella para traérsela, él la volvió a llamar, y le dijo: Te ruego que me traigas también un bocado de pan en tu mano.
“Y ella respondió: Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir” (versículos 10–12).
Un puñado de harina sería en realidad muy poco, quizá suficiente para una sola porción, por lo cual es curiosa la respuesta de Elías. Escuchen: “Elías le dijo: No tengas temor; vé, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida…” (versículo 13; cursiva agregada).
Ahora bien, ¿no les parece egoísta el que haya pedido no sólo el primer pedazo sino quizá el único? ¿No nos enseñaron nuestros padres a dejar que las otras personas se sirvieran primero, y sobre todo que los caballeros diesen el primer lugar a las damas, y para qué decir a una viuda hambrienta? Y la decisión de ella… ¿come o sacrifica su último bocado y apresura su muerte? Tal vez sacrifique su propio alimento, ¿pero sacrificará el alimento de su hijo hambriento?
Elías entendía la doctrina de las bendiciones que se reciben después de la prueba de nuestra fe (véase Éter 12:6; D. y C. 132:5). Él no estaba siendo egoísta, sino que, en calidad de siervo del Señor, Elías estaba allí para dar, no para recibir. Y la narración sigue:
“…pero hazme a mí primero [las primicias] de ello una pequeña torta… y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo.
“Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra.
“Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías; y comió él, y ella, y su casa, muchos días.
“Y la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó, conforme a la palabra que Jehová había dicho por Elías” (versículos 13–16; cursiva agregada).
Una razón por la que el Señor se vale de circunstancias extremas para ilustrar doctrinas es para eliminar los pretextos. Si el Señor espera que aun la viuda más pobre pague su blanca, ¿qué les queda a los que creen que no es conveniente ni fácil sacrificarse?
Ningún obispo ni ningún misionero debe jamás vacilar ni carecer de fe para enseñar la ley del diezmo a los pobres. El sentimiento de que “no pueden darse el lujo de hacerlo”, se debe reemplazar con: “No pueden darse el lujo de no hacerlo”.
Una de las primeras cosas que debe hacer un obispo para ayudar a los necesitados es pedirles que paguen el diezmo. Al igual que la viuda, si una familia indigente se enfrenta con la decisión de pagar su diezmo o de comer, ellos deben pagar su diezmo y el obispo les puede ayudar con los alimentos y con otros artículos necesarios básicos hasta que lleguen a ser autosuficientes.
En octubre de 1998, el huracán Mitch devastó muchas partes de Centroamérica. El presidente Gordon B. Hinckley se preocupó mucho por las víctimas de ese desastre, muchas de las cuales lo perdieron todo: alimentos, ropa y enseres domésticos. Visitó a los santos de las ciudades San Pedro Sula y Tegucigalpa, Honduras, y de Managua, Nicaragua. Y, al igual que las palabras del amoroso profeta Elías a la viuda hambrienta, el mensaje de este profeta de nuestros días en cada una de las ciudades fue similar: el sacrificio y la obediencia a la ley del diezmo.
Pero, ¿cómo se le puede pedir a alguien tan pobre que haga sacrificios? El presidente Hinckley sabía que los envíos de ropa y de alimentos que recibieron les permitirían superar la crisis, pero el amor que sentía por ellos rebasaba esos límites. Tan importante como es la ayuda humanitaria, él sabía que la ayuda más importante viene de Dios y no del hombre. El profeta deseaba ayudarles a abrir las ventanas de los cielos tal como lo ha prometido el Señor en el libro de Malaquías (véase Malaquías 3.10; Mosíah 2:24).
El presidente Hinckley les enseñó que, si pagaban el diezmo, siempre tendrían alimentos en la mesa, ropa que ponerse y techo bajo el cual guarecerse.
Al servir los alimentos, es mucho más fácil apartar un plato al principio de la cena que buscar suficiente para el que llegue tarde una vez que haya terminado la comida y que los alimentos ya se hayan servido. De igual manera, ¿no es mucho más fácil darle al Señor de las primicias que esperar que haya suficiente “de sobra” para darle a Él? En calidad de organizador de nuestro festín, ¿no debe ser Él nuestro invitado de honor, el primero a quien sirvamos?
Mi amorosa madre, Evelyn Robbins, me enseñó la ley del diezmo cuando yo tenía cuatro años de edad. Me dio una cajita vacía con tapa de bisagras, y me enseñó a guardar allí las monedas de mi diezmo y llevárselas al obispo. Estoy eternamente agradecido por ella, por aquella cajita y por las bendiciones que he recibido al pagar el diezmo.
En el cuento Canción de Navidad, el Sr. Scrooge cambió su modo de ser y ya no fue el mismo de antes. De igual manera, éste es el Evangelio de arrepentimiento. Si el Espíritu nos insta a obedecer más cabalmente la ley del sacrificio en nuestra vida, comencemos hoy mismo a hacer ese cambio.
Estoy muy agradecido por el Salvador, que fue el ejemplo perfecto de la obediencia mediante el sacrificio, que se ofreció a Sí mismo en sacrificio por el pecado, y llegó a ser, en las palabras de Lehi, “las primicias para Dios” (2 Nefi 2:7, 9; cursiva agregada). Doy testimonio de Él y de estas doctrinas Suyas, en el nombre de Jesucristo. Amén.