“[Para que] pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres”
Al acercarnos más a Dios, recibiremos el poder habilitador de la expiación de Jesucristo en nuestra vida.
Mientras vivía en África, busqué el consejo del élder Wilford W. Andersen, de los Setenta, acerca de cómo ayudar a los santos que vivían en la pobreza. Entre las reflexiones extraordinarias que compartió conmigo se halla esta: “Cuanta más distancia hay entre el que da y el que recibe, mayor derecho cree tener el que recibe”.
Este principio sirve de base para el sistema de bienestar de la Iglesia. Cuando los miembros no son capaces de cubrir sus propias necesidades, primero acuden a su familia. Luego, si fuera necesario, pueden acudir también a sus líderes locales de la Iglesia en busca de ayuda para sus necesidades temporales1. Los familiares y los líderes locales de la Iglesia son los más allegados a los necesitados, con frecuencia han enfrentado circunstancias similares y conocen la mejor manera de ayudar. Debido a su proximidad a los que dan, quienes reciben ayuda según este modelo se sienten agradecidos y son menos propensos a sentirse con derecho a recibirla.
El concepto de “cuanta más distancia hay entre el que da y el que recibe, mayor derecho cree tener el que recibe” tiene también profundas aplicaciones espirituales. Nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo son los Dadores máximos. Cuanto más nos distanciamos de ellos, más legitimados nos sentimos; empezamos a sentir que merecemos la gracia y que se nos adeudan bendiciones; tenemos una mayor inclinación a examinar nuestro alrededor, identificar injusticias y sentirnos agraviados —incluso ofendidos— por la injusticia que percibimos. Si bien la injusticia puede oscilar entre lo trivial y lo desgarrador, cuando nos alejamos de Dios, hasta las desigualdades más pequeñas parecen ser enormes y consideramos que Dios tiene la obligación de arreglar las cosas, ¡y de arreglarlas ya mismo!
La diferencia que supone nuestra proximidad al Padre Celestial y a Jesucristo, queda ilustrada en el Libro de Mormón por el claro contraste que hay entre Nefi y sus hermanos mayores, Lamán y Lemuel:
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Nefi tenía “… grandes deseos de conocer los misterios de Dios, [clamó] por tanto al Señor” y se enterneció su corazón2. Por otro lado, Lamán y Lemuel se habían alejado de Dios y no lo conocían.
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Nefi aceptó asignaciones exigentes sin quejarse, pero Lamán y Lemuel “… murmuraban… en muchas cosas”. En las Escrituras, ese murmurar equivale a lo que hace un niño quejoso. La Escritura registra que “… murmuraban… porque no conocían la manera de proceder de aquel Dios que los había creado”3.
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La cercanía de Nefi a Dios lo facultó para reconocer y apreciar las “tiernas misericordias” de Dios4. Por el contrario, cuando Lamán y Lemuel vieron que Nefi recibía bendiciones, “… se enojaron con él porque no entendían la manera de proceder del Señor”5. Lamán y Lemuel veían las bendiciones que recibían como algo que les correspondía y asumieron, de manera petulante, que debían recibir más. Veían las bendiciones de Nefi como “agravios” que se cometían contra ellos. Este es el equivalente en las Escrituras de considerar el derecho frustrado.
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Nefi ejerció fe en Dios para cumplir con lo que se le pedía hacer6. Por el contrario, Lamán y Lemuel “… eran duros de corazón, [y] no acudían al Señor como debían”7. Parecían sentir que el Señor estaba obligado a dar respuesta a preguntas que no habían planteado. “El Señor no nos da a conocer tales cosas a nosotros”, dijeron; pero ni siquiera se tomaron la molestia de preguntar8. Este es el equivalente en las Escrituras del escepticismo cínico.
Dado que se habían distanciado del Salvador, Lamán y Lemuel murmuraban, eran contenciosos e incrédulos. Consideraban que la vida era injusta y que tenían derecho a la gracia de Dios. Por el contrario, como Nefi se había acercado a Dios, él debe de haber reconocido que la vida sería mucho más injusta para Jesucristo. Aunque era completamente inocente, el Salvador sería el que más padecería.
Cuanto más cerca estamos de Jesucristo en los pensamientos y las intenciones de nuestro corazón, más apreciamos Su padecimiento inocente, más agradecidos estamos por la gracia y el perdón, y más queremos arrepentirnos y llegar a ser como Él. La distancia absoluta a la que nos encontramos del Padre Celestial y de Jesucristo es importante, pero la dirección en que nos dirigimos es aún más crucial. Dios está más complacido con los pecadores que se arrepienten [y] que intentan acercarse más a Él que con los santurrones y criticones que, como los fariseos y los escribas de antaño, no se dan cuenta de lo mucho que necesitan arrepentirse9.
De pequeño cantaba un villancico sueco que enseña una lección sencilla pero poderosa: acercarnos al Salvador hace que cambiemos. La letra dice algo así:
Al resplandecer la mañana de Navidad
quiero ir al establo,
donde durante la noche
Dios ya reposa en el heno.
¡Qué bueno fuiste al desear
a la tierra bajar!
¡Ya no quiero desperdiciar
mi infancia en el pecado!
Jesús, Te necesitamos,
Tú, dulce amigo de los niños.
Apenarte ya no deseo
de nuevo con mis pecados10.
Cuando nos transportamos figuradamente al establo de Belén, “donde durante la noche Dios ya reposa en el heno”, podemos reconocer mejor al Salvador como el don de un Padre Celestial bondadoso y amoroso; en vez de sentir que tenemos derecho a Sus bendiciones y Su gracia, desarrollamos un deseo intenso de dejar de causarle más dolor.
Cualquiera que sea nuestra dirección o distancia actuales con respecto al Padre Celestial y a Jesucristo, podemos optar por volvernos y acercarnos a Ellos. Ellos nos ayudarán. Como dijo el Salvador a los nefitas después de Su resurrección:
“Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz; y que después de ser levantado sobre la cruz, pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres…
“y por esta razón he sido levantado; por consiguiente, de acuerdo con el poder del Padre, atraeré a mí mismo a todos los hombres”11.
A fin de acercarnos más a nuestro Salvador, debemos aumentar nuestra fe en Él, hacer y observar convenios, y tener el Espíritu Santo con nosotros. También debemos obrar con fe, respondiendo a la dirección espiritual que recibimos. Todos estos elementos confluyen en la Santa Cena. De hecho, la mejor manera que conozco de acercarnos a Dios es prepararnos a conciencia y participar dignamente de la Santa Cena cada semana.
Una amiga sudafricana relató cómo llegó a darse cuenta de esto. Cuando Diane era recién conversa, asistía a una rama a las afueras de Johannesburgo. Un domingo, mientras estaba sentada en la congregación, la disposición de la capilla hizo que el diácono no la viera al repartir la Santa Cena. Diane estaba decepcionada pero no dijo nada. Otro miembro se percató de la omisión y se lo mencionó al presidente de la rama después de la reunión. Al comienzo de la Escuela Dominical se invitó a Diane a pasar a un salón vacío.
Entró un poseedor del sacerdocio que se arrodilló, bendijo un trozo de pan, se lo entregó y ella lo comió. Él volvió a arrodillarse, bendijo un vasito de agua, se lo entregó y ella la bebió. Seguidamente, Diane tuvo dos pensamientos, uno tras otro: Primero, “Oh, el [poseedor del sacerdocio] lo hizo solo por mí”. Y luego: “Oh, el [Salvador] lo hizo solo por mí”. Diane sintió el amor del Padre Celestial.
Darse cuenta de que el sacrificio del Salvador era específicamente por ella le ayudó a sentirse cerca de Él y alimentó un gran deseo de preservar ese sentimiento en su corazón no solo el domingo, sino cada día. Se dio cuenta de que, aunque se sentaba en una congregación para participar de la Santa Cena, los convenios que volvía a hacer cada domingo eran individuales. La Santa Cena ayudó a Diane —y continúa ayudándola— a sentir el poder del amor divino, a reconocer la mano del Señor en su vida y a acercarse más al Salvador.
El Salvador indicó que la Santa Cena era indispensable para un cimiento espiritual cuando dijo:
“Y os doy el mandamiento de que hagáis estas cosas [participar de la Santa Cena]. Y si hacéis siempre estas cosas, benditos sois, porque estáis edificados sobre mi roca.
“Pero aquellos que de entre vosotros hagan más o menos que esto, no están edificados sobre mi roca, sino sobre un cimiento arenoso; y cuando caiga la lluvia, y vengan los torrentes, y soplen los vientos, y den contra ellos, caerán”12.
Jesús no dijo “si cae la lluvia, si vienen los torrentes y si soplan los vientos”, sino “cuando” suceda. Nadie es inmune a las dificultades de la vida; todos necesitamos la seguridad que emana del participar de la Santa Cena.
El día de la resurrección del Salvador, dos discípulos viajaban a una población llamada Emaús. Sin ser reconocido, el Señor resucitado se unió a ellos, y mientras viajaban, les enseñó de las Escrituras. Cuando llegaron a su destino, lo invitaron a cenar con ellos.
“Y aconteció que, estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, y lo partió y les dio.
“Entonces fueron abiertos los ojos de ellos y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista.
“Y se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras?
“Y levantándose en esa misma hora, volvieron a Jerusalén; y hallaron a los [Apóstoles] reunidos”.
Y testificaron a los Apóstoles que “… verdaderamente ha resucitado el Señor…
“Entonces ellos contaron las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan”13.
La Santa Cena verdaderamente nos ayuda a conocer a nuestro Salvador; también nos recuerda Su sufrimiento sin culpa. Si la vida fuera realmente justa, ustedes y yo no resucitaríamos jamás; nunca podríamos presentarnos limpios ante Dios. En este sentido, agradezco que la vida no sea justa.
Al mismo tiempo, puedo declarar enfáticamente que, gracias a la expiación de Jesucristo, al final, en el esquema eterno de las cosas, no habrá injusticia. “Todo lo que es injusto en la vida se puede remediar”14. Puede que las circunstancias actuales no cambien, pero por medio de la caridad, la bondad y el amor de Dios, todos recibiremos más de lo que merecemos, más de lo que jamás podamos ganar, más de lo que pudiéramos esperar. Se nos promete que “… enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de ser”15.
No importa en qué lugar se hallen en su relación con Dios, los invito a acercarse al Padre Celestial y a Jesucristo, los Benefactores y Dadores definitivos de todo lo que es bueno. Los invito a asistir cada semana a la reunión sacramental y participar de los sagrados emblemas del cuerpo y de la sangre del Salvador. Los invito a sentir la cercanía de Dios a medida que Él se dé a conocer a ustedes “al partir el pan”, como sucedió con los discípulos de antaño.
Al hacerlo, les prometo que se sentirán más cerca de Dios. Se disiparán las tendencias naturales a las quejas infantiles, a considerar el derecho frustrado y al escepticismo burlón. Esos pensamientos serán reemplazados por sentimientos de mayor amor y gratitud por el don que el Padre Celestial nos dio de Su Hijo. A medida que nos acercamos más a Dios, recibiremos el poder habilitador de la expiación de Jesucristo en nuestra vida y, al igual que los discípulos en el camino a Emaús, descubriremos que el Salvador ha estado cerca todo el tiempo. De ello testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.