¿Qué haremos?
Edificamos el Reino cuando cuidamos de los demás; y también lo edificamos cuando defendemos la verdad y testificamos de ella.
Poco tiempo después de la resurrección y ascensión de Jesús, el apóstol Pedro enseñó: “Sepa… ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”. Los que lo escucharon se compungieron de corazón y le preguntaron a Pedro y a los demás: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”1; y posteriormente obedecieron las enseñanzas de Pedro con alegría.
Mañana es domingo de Pascua, y espero que también nos compunjamos de corazón para que reconozcamos al Salvador, nos arrepintamos y obedezcamos con alegría.
En esta conferencia general escucharemos a líderes de la Iglesia, tanto varones como mujeres, dar guía inspirada. Sabiendo que se nos conmoverá el corazón con sus palabras, les pregunto a ustedes esta noche: “Mujeres y hermanas, ¿qué haremos?”.
La Presidenta General de la Sociedad de Socorro, Eliza R. Snow, declaró a las hermanas hace casi 150 años: “El Señor nos ha dado grandes responsabilidades”2. Testifico que lo que ella declaró sigue siendo verdad hoy en día.
La Iglesia del Señor necesita mujeres guiadas por el Espíritu que utilicen sus dones singulares para nutrir la verdad del Evangelio, hablar en favor de ella y para defenderla. La inspiración e intuición son elementos necesarios para la edificación del Reino de Dios, lo que en realidad quiere decir hacer nuestra parte para llevar la salvación a los hijos de Dios.
Edificar el Reino por medio del cuidado amoroso
Edificamos el Reino cuando cuidamos de los demás. Sin embargo, a la primera hija de Dios que debemos edificar en el Evangelio restaurado es a nosotras mismas. Emma Smith dijo: “Deseo tener el Espíritu de Dios para conocerme y comprenderme a mí misma, para superar cualquier obstáculo de costumbre o de carácter que no me conduzca a alcanzar mi exaltación”3. Debemos desarrollar una fe firme en el evangelio del Salvador y avanzar, investidas con el poder de los convenios del templo, hacia la exaltación.
¿Qué pasa si algunas de nuestras tradiciones no tienen lugar en el evangelio restaurado de Jesucristo? Abandonarlas quizás requiera el apoyo emocional y el cuidado de otra persona, como sucedió conmigo.
Cuando nací, mis padres plantaron un árbol de magnolias en el jardín de atrás para que hubiera magnolias en mi boda, que se celebraría en la iglesia protestante de mis antepasados. Sin embargo, en el día de mi casamiento, mis padres no estaban a mi lado y no había magnolias, ya que, siendo conversa de un año a la Iglesia, había viajado a Salt Lake City, Utah, para recibir la investidura del templo y ser sellada a David, mi prometido.
Cuando salí de Luisiana y estaba cerca de Utah, me sobrevino un sentimiento de estar sin hogar. Mientras llegaba el día de la boda, me quedaría con la abuelastra de David, a la que, con cariño, llamaban Tía Carol.
Allí me encontraba en Utah, un lugar desconocido, e iba a alojarme en casa de una persona desconocida antes de ser sellada por la eternidad a una familia que casi no conocía. (¡Por suerte amaba y confiaba en mi futuro esposo y en el Señor!).
Al encontrarme frente a la puerta de la casa de la Tía Carol, quería desaparecer. La puerta se abrió y me quedé allí parada como conejito asustado, y la Tía Carol, sin decir palabra, extendió los brazos y me abrazó. Ella, que no tenía hijos, supo —su corazón amoroso supo— que yo necesitaba un lugar al que pertenecer. ¡Fue un momento tan dulce y consolador! Mi temor desapareció y tuve la sensación de estar anclada a un lugar espiritualmente seguro.
Amar es hacer sitio en su vida a alguien más, así como lo hizo la Tía Carol para mí.
Las madres literalmente hacen sitio en su cuerpo a fin de nutrir a un bebé que aún no ha nacido y un lugar en su corazón al criarlos; pero nutrir no se limita a tener hijos. A Eva se la llamó “madre” antes de que tuviera hijos4; creo que “ser madre” significa “dar vida”. Piensen en las muchas maneras en las que dan vida. Podría significar dar vida emocional al desesperanzado o vida espiritual al que duda. Con la ayuda del Espíritu Santo, podemos crear un lugar de sanación emocional para el discriminado, el rechazado y el desconocido. De esas maneras tiernas pero poderosas, edificamos el Reino de Dios. Hermanas, todas nosotras vinimos a la tierra con estos dones maternales, de dar vida y de amar, porque ese es el plan de Dios.
Seguir Su plan y convertirse en alguien que edifica el Reino requieren sacrificio desinteresado. El élder Orson F. Whitney escribió: “Todo lo que sufrimos y todo lo que sobrellevamos, particularmente si lo sobrellevamos con paciencia… nos purifica el corazón… y nos hace más sensibles y caritativos… Es por medio de… el esfuerzo y la tribulación que recibimos la educación…. que nos hará más parecidos a nuestro Padre y a nuestra Madre Celestiales”5. Estas pruebas purificadoras nos acercan a Cristo, quien nos puede sanar y hacer que seamos útiles en la obra de salvación.
Edificar el Reino al hablar y testificar
También edificamos el Reino cuando hablamos y testificamos de la verdad. Seguimos el modelo del Señor. Él habla y enseña con poder y autoridad de Dios. Hermanas, nosotras podemos hacerlo también. Por lo general, a las mujeres les gusta conversar y reunirse. Conforme trabajamos según la autoridad del sacerdocio delegada y otorgada a nosotras, conversar y reunirnos se convierte en un medio de enseñar el Evangelio y ser una guía.
La hermana Julie B. Beck, previa Presidenta General de la Sociedad de Socorro, enseñó: “La capacidad de reunir los requisitos para recibir revelación personal y actuar de acuerdo con ella es la aptitud más importante que se pueda lograr en la vida… [Se] requiere un esfuerzo consciente”6.
La revelación personal del Espíritu Santo nos impulsará a aprender y a expresar la verdad eterna, la verdad del Salvador, y a actuar de conformidad con ella. Mientras más sigamos a Cristo, más sentiremos Su amor y Su guía; mientras más sintamos Su amor y Su guía, más desearemos hablar y enseñar la verdad como Él lo hizo, aun cuando afrontemos oposición.
Hace algunos años, oré para tener las palabras para defender la maternidad al recibir una llamada anónima.
La persona que llamó preguntó: “¿Es usted Neill Marriott, madre de una familia grande?”.
Feliz, respondí: “¡Sí!”, esperando que me dijera algo como: “¡Qué bueno!”.
¡Pero no fue así! Nunca olvidaré su respuesta al oír su voz resonar por teléfono: “¡Me siento sumamente ofendida de que usted traiga al mundo hijos a este planeta superpoblado!”.
“Ah”, tartamudeé, “creo entender lo que siente”.
Enojada, dijo: “No, ¡no entiende!”.
A lo que, emitiendo un gemido, contesté: “Bueno, quizás no”.
Comenzó a despotricar sobre mi mala decisión de ser madre. Mientras ella continuaba, comencé a orar para pedir ayuda y un pensamiento apacible me llegó a la mente: “¿Qué le diría el Señor?”. Luego sentí que estaba parada en tierra firme y cobré valor al pensar en Jesucristo.
Contesté: “Me alegra ser madre y le prometo que haré todo lo que pueda para educar a mis hijos de tal manera que hagan de este mundo un mejor lugar”.
Ella respondió: “¡Pues espero que así sea!”, y colgó.
No fue gran cosa; después de todo yo estaba a salvo en mi propia cocina. Pero en mi limitada manera, pude hablar en defensa de la familia, las madres y las edificadoras gracias a dos cosas: (1) comprendía y creía la doctrina de Dios sobre la familia, y (2) oré para pedir palabras que transmitieran esas verdades.
Ser diferentes del mundo traerá algo de crítica, pero debemos estar ancladas a los principios eternos y testificar de ellos, sin importar cuál sea la respuesta del mundo.
Cuando nos preguntemos: “¿qué haremos?”, reflexionemos en esta pregunta: “¿Qué hace en forma constante el Señor?”. Él nutre y crea; fomenta el progreso y la bondad. Mujeres y hermanas, ¡nosotras podemos hacer esas cosas! Niñas de la Primaria, ¿hay alguien de su familia que necesite de su amor y bondad? Ustedes también edifican el Reino al amar a otras personas.
El que el Salvador creara la tierra bajo la dirección de Su Padre fue un poderoso acto de amoroso cuidado. Nos proveyó un lugar en el que pudiéramos crecer y cultivar la fe en Su poder expiatorio. La fe en Jesucristo y en Su expiación es el lugar supremo de sanación y esperanza, de crecimiento y propósito. Todos nosotros necesitamos un lugar de pertenencia espiritual y físico. Nosotras, hermanas de todas las edades, podemos crearlo, y es incluso un lugar santo.
Nuestra máxima responsabilidad es llegar a ser mujeres que sigan al Salvador, nutran con inspiración y vivan la verdad sin temor. Al pedir al Padre Celestial que nos haga edificadoras de Su reino, Su poder fluirá hacia nosotras y sabremos cómo nutrir y, al final, llegaremos a ser como nuestros Padres Celestiales. En el nombre de Jesucristo. Amén.