Conferencia General
Surge en el corazón
Conferencia General de abril de 2024


13:28

Surge en el corazón

Dios escucha cada oración que ofrecemos y responde a cada una de ellas de acuerdo con la senda que Él ha trazado para nuestro perfeccionamiento.

Hermanos y hermanas, he aprendido una dolorosa lección desde la última vez que estuve en este púlpito en octubre de 2022. La lección es: Si no das un discurso aceptable, se te podría excluir en varias de las próximas conferencias. Como verán, se me asignó temprano, en esta, la primera sesión. Lo que ustedes no saben es que estoy ubicado sobre una trampilla con un pestillo muy especial. Si el discurso no sale bien, no los veré en algunas de las próximas conferencias.

A propósito de este hermoso himno acompañado de este maravilloso coro, he aprendido algunas lecciones recientemente que, con la ayuda del Señor, deseo compartir con ustedes hoy, lo cual hará que este discurso sea muy personal.

La más personal y dolorosa de todas esas experiencias recientes ha sido el fallecimiento de mi amada esposa, Pat. Ella era la mujer más grandiosa que he conocido: una esposa y madre perfecta, por no mencionar su pureza, su don de expresión y su espiritualidad. En una ocasión, ella ofreció un discurso titulado “Cumplir la medida de nuestra creación”. A mi parecer, ella cumplió la medida de su creación con más éxito del que cualquier persona hubiera soñado posible. Ella era una hija de Dios comprometida con Él, una mujer de Cristo ejemplar. Yo fui el hombre más afortunado por haber pasado sesenta años de mi vida con ella. Si demuestro ser digno, significa que, gracias a nuestro sellamiento, podré pasar la eternidad con ella.

Otra experiencia comenzó cuarenta y ocho horas después de sepultar a mi esposa. En aquel momento, me hospitalizaron de urgencia por una grave crisis médica. Luego, pasé las primeras cuatro semanas de una estadía de seis semanas entrando y saliendo de cuidados intensivos, y recobrando y perdiendo la consciencia.

Prácticamente he perdido la memoria de todo lo que viví en el hospital durante ese primer período. De lo que no perdí la memoria es del recuerdo de un viaje fuera del hospital hasta lo que parecían los confines de la eternidad. No puedo hablar aquí de todo lo tocante a aquella experiencia, pero puedo decir que parte de lo que recibí fue una admonición para regresar a mi ministerio con más urgencia, con más consagración, más centrado en el Salvador, con más fe en Su palabra.

No pude evitar sentir que estaba recibiendo mi versión personal de una revelación dada a los Doce hace casi unos doscientos años atrás:

“Tú testificarás de mi nombre […] y enviarás mi palabra a los extremos de la tierra […].

“Mañana tras mañana; y día tras día hágase oír tu voz amonestadora; y al anochecer no dejen dormir tus palabras a los habitantes de la tierra […]”.

Levántate, toma tu cruz y “ven[…] en pos de mí”.

Mis amadas hermanas y hermanos, desde aquella experiencia he tratado de tomar mi cruz más fervientemente, con más resolución, para buscar dónde puedo elevar una voz apostólica tanto de afecto como de amonestación en la mañana, durante el día y entrada la noche.

Eso me lleva a una tercera verdad que recibí en esos meses de duelo, enfermedad y angustia. Fue un renovado testimonio y una gratitud sin fin por las oraciones firmes de esta Iglesia —las oraciones de ustedes— de las cuales he sido beneficiario. Estaré eternamente agradecido por las súplicas de miles de personas quienes, como la viuda insistente, procuraron repetidamente la intervención del cielo a mi favor. Recibí bendiciones del sacerdocio y vi a mis compañeros de clase de la escuela secundaria ayunar por mí, tal como lo hicieron varios barrios diversos en toda la Iglesia. Y mi nombre debe haber estado en la lista de oración de prácticamente cada templo de la Iglesia.

En mi profunda gratitud por todo eso, me sumo a G. K. Chesterton, quien dijo una vez “que el agradecimiento es la forma más elevada del pensamiento; y […] la gratitud es la felicidad duplicada al maravillarse”. Con mi propia “felicidad duplicada al maravillar[me]”, agradezco a todos ustedes y a mi Padre Celestial, quien escuchó sus oraciones y bendijo mi vida.

Hermanos y hermanas, testifico que Dios escucha cada oración que ofrecemos y responde a cada una de ellas de acuerdo con la senda que Él ha trazado para nuestro perfeccionamiento. Reconozco que más o menos al mismo tiempo que muchas personas oraban por el restablecimiento de mi salud, un número igual de personas —incluyéndome— orábamos por el restablecimiento de la salud de mi esposa. Testifico que ambas oraciones fueron escuchadas y respondidas por un Padre Celestial divinamente compasivo, aun cuando las oraciones por Pat no se hayan respondido del modo en que yo pedí. Es por razones solo conocidas por Dios que las oraciones se responden de modo diferente de lo que esperamos, pero les aseguro que son escuchadas y son respondidas de acuerdo con Su infinito amor y Su tiempo celestial.

Si “no p[edimos] impropiamente”, no hay límites en cuanto a cuándo, dónde ni sobre qué debemos orar. De acuerdo con las revelaciones, hemos de “ora[r] en todo tiempo”. Amulek dijo que debemos de orar por “los que [n]os rodean”, con la creencia de que “la oración eficaz [de los] justo[s] puede mucho”. Nuestras oraciones deben ser en voz alta cuando tengamos privacidad para ofrecerlas de ese modo. Si aquello no resultara práctico, debemos llevarlas en el corazón como expresiones silenciosas. Cantamos que las oraciones “surge[n] en el corazón” para siempre ser ofrecidas, según el mismo Salvador, a Dios el Padre Eterno en el nombre de Su Hijo Unigénito.

Mis queridos amigos, nuestras oraciones son nuestro momento más dulce, nuestro deseo más sincero, nuestra forma de adoración más pura. Debemos orar individualmente, en nuestras familias y en congregaciones de todos los tamaños. Debemos emplear la oración como un escudo contra la tentación y si hubiere alguna ocasión en la que sintamos que no debemos orar, podemos estar seguros de que tal indecisión no viene de Dios, quien ansía comunicarse con Sus hijos en todo momento. De hecho, algunos esfuerzos por evitar que oremos provienen directamente del adversario. Cuando no sepamos cómo o exactamente por qué orar, debemos comenzar y continuar hasta que el Santo Espíritu nos guíe a la oración que debamos ofrecer. Ese es el proceder al que quizás tengamos que recurrir cuando oremos por nuestros enemigos y por quienes nos ultrajan.

En definitiva, podemos fijarnos en el ejemplo del Salvador, quien oraba con mucha, mucha frecuencia. No obstante, siempre me ha llamado la atención que Jesús acaso sintiera la necesidad de orar. ¿No era Él perfecto? ¿Sobre qué necesitaba orar? Pues bien, he llegado a darme cuenta de que Él también, al igual que nosotros, deseaba ver el rostro del Padre, creer en Su palabra y confiar en Su gracia. Una y otra vez, Él se apartó de la sociedad para estar solo antes de tocar el cielo con Sus oraciones. En otras oportunidades, oró en compañía de unos pocos que lo acompañaban. Entonces, Él buscaba los cielos en beneficio de las multitudes que cubrirían la ladera de un monte. A veces, la oración hacía resplandecer Sus vestidos. A veces, le hacía resplandecer Su rostro. A veces, Él se ponía de pie para orar, otras veces se arrodillaba y, al menos una vez, se postró sobre Su rostro en oración.

Lucas describe el descenso de Jesús a Su Expiación como algo que hizo que Él orara “más intensamente”. ¿Cómo podía orar más intensamente alguien que era perfecto? Suponemos que todas Sus oraciones fueron fervientes, pero al llevar a cabo Su sacrificio expiatorio y durante el dolor que acompañó al alcance universal de este, Él sintió la necesidad de orar de modo cada vez más suplicante, con el peso de Su ofrenda finalmente haciéndole brotar sangre de cada poro.

En el marco de la victoria de Cristo sobre la muerte y del reciente don que me ha dado de unas pocas semanas o meses más en la vida terrenal, doy solemne testimonio de la realidad de la vida eterna y de la necesidad de que seriamente hagamos planes para alcanzarla.

Doy testimonio de que cuando Cristo venga, será necesario que nos reconozca —no como nombres en una lista de miembros en un registro de bautismo descolorido—, sino como discípulos totalmente comprometidos, que con fidelidad creen y guardan los convenios. Este es un asunto urgente para todos nosotros, para que nunca escuchemos con un lamento devastador: “Nunca os conocí” o, como tradujo José Smith esa frase: “Nunca me conocisteis”.

Afortunadamente, tenemos ayuda para esta tarea, mucha ayuda. Tenemos que creer en ángeles y en milagros y en las promesas del santo sacerdocio. Tenemos que creer en el don del Espíritu Santo, en la influencia de familiares y amigos buenos, y en el poder del amor puro de Cristo. Necesitamos creer en revelación y profetas, en videntes y en reveladores y en el presidente Russell M. Nelson. Tenemos que creer que con oraciones y súplicas y rectitud personal, en verdad podemos ascender “al monte de Sion […], a la ciudad del Dios viviente, el lugar celestial, el más santo de todos”.

Hermanos y hermanas, cuando nos arrepintamos de nuestros pecados y nos acerquemos confiadamente al “trono de la gracia”, dejando ante Él nuestras ofrendas y nuestras súplicas sinceras, hallaremos misericordia y compasión y perdón ante las manos benevolentes de nuestro Padre Eterno y Su Hijo obediente y perfectamente puro. Entonces, junto con Job y todos los fieles que han sido refinados, contemplaremos un mundo “demasiado maravillos[o]” para comprenderlo. En el nombre de Jesucristo. Amén.