El poderoso ciclo virtuoso de la doctrina de Cristo
Los invito a vivir la doctrina de Cristo de manera repetida, reiterada e intencional, y a ayudar a otros en su camino.
Hace años, mi esposa, Ruth; nuestra hija, Ashley; y yo nos sumamos a otros turistas en una excursión en kayak en el estado de Hawái, en Estados Unidos. Un kayak es una embarcación baja, casi a la altura del agua, parecida a una canoa, en la que el remador se sienta mirando hacia adelante y usa un remo de doble pala para empujar de adelante hacia atrás, de un lado y luego del otro. El plan era remar hasta dos pequeñas islas frente a la costa de Oahu y regresar. Tenía confianza, pues de joven había remado en kayaks a través de lagos de montaña. La arrogancia nunca augura nada bueno, ¿verdad?
Nuestro guía nos dio instrucciones y nos mostró los kayaks oceánicos que usaríamos; eran diferentes a aquellos en los que había remado antes. Debía sentarme encima del kayak, en lugar de estar dentro de él. Cuando me subí, el centro de gravedad estaba más alto de lo que estaba acostumbrado y yo quedaba menos estable en el agua.
Cuando empezamos, yo remaba más rápido que Ruth y Ashley. Al cabo de un rato, estaba muy por delante de ellas. Aunque orgulloso de mi titánico ritmo, dejé de remar y esperé que me alcanzaran. Una gran ola —de unos trece centímetros— golpeó el kayak de costado, lo volteó y me arrojó al agua. Para cuando había girado el kayak hacia arriba y había vuelto a subirme con dificultad, Ruth y Ashley me habían pasado, pero yo jadeaba demasiado como para empezar a remar de nuevo. Antes de que pudiera recuperar el aliento, otra ola, una en verdad enorme —de al menos veinte centímetros— golpeó el kayak y me volteó de nuevo. Para cuando logré enderezar el kayak, me faltaba tanto el aire que temía no poder subirme encima de él.
Al ver mi situación, el guía remó hasta mí y sostuvo el kayak, lo cual hizo más fácil que me subiera. Cuando vio que aún me faltaba demasiado el aire como para remar solo, enganchó una cuerda de remolque al kayak y comenzó a remar, remolcándome con él. Pronto recuperé el aliento y comencé a remar adecuadamente por mi cuenta. Soltó la cuerda y llegué a la primera isla sin más ayuda. Al llegar, me dejé caer exhausto en la arena.
Después de que el grupo hubo descansado, el guía me dijo en voz baja: “Sr. Renlund, si rema constantemente manteniendo el impulso, creo que todo irá bien”. Seguí su consejo al remar hasta la segunda isla y luego de regreso a nuestro punto de partida. Dos veces, el guía se acercó remando y me dijo que lo estaba haciendo muy bien. Olas aún más grandes golpearon el kayak de costado, pero no me voltearon.
Al remar constantemente en el kayak, mantuve el impulso y el avance, mitigando el efecto de las olas que me golpeaban de costado. El mismo principio se aplica a nuestra vida espiritual. Nos volvemos vulnerables cuando reducimos la velocidad y especialmente cuando nos detenemos. Si mantenemos el ímpetu espiritual “remando” continuamente hacia el Salvador, estaremos más a salvo pues nuestra vida eterna depende de nuestra fe en Él.
El ímpetu espiritual “se produce a lo largo de toda la vida, al aceptar repetidamente la doctrina de Cristo”. El presidente Russell M. Nelson enseñó que hacer eso crea un “ciclo virtuoso […] poderoso”. De hecho, los elementos de la doctrina de Cristo, como la fe en el Señor Jesucristo, el arrepentimiento, el entrar en una relación por convenio con el Señor mediante el bautismo, el recibir el don del Espíritu Santo y el perseverar hasta el fin no tienen como objeto que los experimentemos una única vez, cual si fueran un acontecimiento que se marca en una lista. En particular, “perseverar hasta el fin” no es realmente un paso independiente en la doctrina de Cristo, como si terminásemos los cuatro primeros pasos y luego nos atrincheráramos, rechináramos los dientes y esperáramos a morir. No, perseverar hasta el fin es poner en práctica repetida y reiteradamente los otros elementos de la doctrina de Cristo, creando el “ciclo virtuoso […] poderoso” que describió el presidente Nelson.
Repetidamente significa que experimentamos los elementos de la doctrina de Cristo una y otra vez a lo largo de la vida. Reiteradamente significa que nos desarrollamos más y mejoramos con cada repetición. Aunque repitamos los elementos, no es que estemos solo girando en círculos sin una trayectoria hacia adelante; más bien, nos acercamos más a Jesucristo cada vez que pasamos por el ciclo.
El impulso implica tanto velocidad como dirección. Si hubiera remado vigorosamente el kayak en la dirección equivocada podría haber generado un impulso significativo, pero no habría alcanzado el destino deseado. De manera similar, en la vida, necesitamos “remar” hacia el Salvador para venir a Él.
Nuestra fe en Jesucristo debe ser nutrida a diario. Se nutre conforme oramos diariamente, estudiamos las Escrituras diariamente, reflexionamos diariamente sobre la bondad de Dios, nos arrepentimos diariamente y seguimos las impresiones del Espíritu Santo diariamente. Tal como no es saludable posponer el consumo de toda nuestra comida hasta el domingo y luego atiborrarnos con toda la porción semanal de nutrición, tampoco es espiritualmente saludable limitar nuestras acciones para nutrir el testimonio a un único día de la semana.
Cuando asumimos responsabilidad por nuestro propio testimonio, logramos el ímpetu espiritual y gradualmente desarrollamos una fe fundamental en Jesucristo, y la doctrina de Cristo pasa a ser central en el propósito de la vida. Asimismo, el ímpetu se incrementa conforme procuramos obedecer las leyes de Dios y arrepentirnos. El arrepentimiento es gozoso y nos permite aprender de nuestros errores, que es el modo de progresar eternamente. Sin duda, habrá momentos en los que nos volcaremos en nuestros kayaks y nos hallaremos en aguas profundas. Mediante el arrepentimiento, podemos volver a subir y continuar, sin importar cuántas veces nos hayamos caído. Lo importante es no darnos por vencidos.
El siguiente elemento de la doctrina de Cristo es el bautismo, que incluye el bautismo de agua y, mediante la confirmación, el bautismo del Espíritu Santo. Si bien el bautismo es un acontecimiento de una única vez, renovamos el convenio bautismal repetidamente cuando tomamos la Santa Cena. La Santa Cena no reemplaza el bautismo, pero vincula los elementos iniciales de la doctrina de Cristo —fe y arrepentimiento— con la recepción del Espíritu Santo. Al participar de la Santa Cena a conciencia, invitamos al Espíritu Santo a nuestra vida, tal como cuando se nos bautizó y confirmó. Conforme guardamos el convenio descrito en las oraciones sacramentales, el Espíritu Santo llega a ser nuestro compañero.
A medida que el Espíritu Santo ejerce una mayor influencia en nuestra vida, desarrollamos atributos semejantes a los de Cristo de forma progresiva y reiterada. Nos cambia el corazón. Nuestra disposición a hacer el mal disminuye. Nuestra inclinación a hacer lo bueno aumenta hasta que solo queremos “hacer lo bueno continuamente”; y de ese modo, accedemos al poder celestial necesario para perseverar hasta el fin. Nuestra fe ha aumentado y estamos preparados para repetir el poderoso ciclo virtuoso de nuevo.
El ímpetu espiritual hacia adelante también nos impulsa a hacer convenios adicionales con Dios en la Casa del Señor. Múltiples convenios nos acercan más a Cristo y nos conectan más fuertemente con Él. A través de esos convenios, tenemos mayor acceso a Su poder. Para ser claro, los convenios bautismales y del templo no son, por sí mismos, la fuente de poder. La fuente de poder son el Señor Jesucristo y nuestro Padre Celestial. El hacer convenios y guardarlos crea un conducto de Su poder en nuestras vidas. Al vivir de acuerdo con dichos convenios, con el tiempo llegaremos a ser herederos de todo lo que el Padre Celestial tiene. El ímpetu que produce el vivir la doctrina de Cristo no solo alimenta la transformación de nuestra naturaleza divina en nuestro destino eterno, sino que también nos motiva a ayudar a los demás de maneras apropiadas.
Consideren cómo me ayudó el guía de la excursión después de que había volteado el kayak. No gritó desde lejos alguna pregunta poco útil como “Sr. Renlund, ¿qué está haciendo en el agua?”. No se acercó remando y me reprendió diciendo: “Sr. Renlund, no estaría en esta situación si estuviera en mejor forma física”. No empezó a remolcar mi kayak mientras yo intentaba subirme a él. Y no me corrigió delante del grupo. En cambio, me brindó la ayuda que necesitaba en el momento en que la necesitaba. Me dio consejos cuando yo estaba receptivo e hizo un esfuerzo adicional para alentarme.
Al ministrar a los demás, no tenemos que hacer preguntas poco útiles ni decir lo obvio. La mayoría de las personas que tienen dificultades ya saben que las tienen. No debemos ser prejuiciosos; nuestros juicios no son ni útiles ni bienvenidos y, muy frecuentemente, están mal informados.
Compararnos con los demás puede llevarnos a cometer errores dañinos, en especial, si concluimos que somos más rectos que quienes tienen dificultades. Tales comparaciones son como ahogarse irremediablemente en tres metros de agua, ver a alguien más ahogarse en cuatro metros de agua, y juzgarlo considerándolo un pecador mayor y sentirnos bien sobre nosotros mismos. Al fin y al cabo, todos luchamos a nuestra manera. Ninguno de nosotros se gana la salvación. Jamás podemos hacerlo. En el Libro de Mormón, Jacob enseñó: “Recordad, después de haberos reconciliado con Dios, que tan solo en la gracia de Dios, y por ella, [somos] salvos”. Todos necesitamos la Expiación infinita del Salvador, no solo parte de ella.
Realmente necesitamos toda nuestra compasión, empatía y amor al interactuar con aquellos que nos rodean. Las personas que tienen dificultades “necesitan experimentar el amor puro de Jesucristo reflejado en [nuestras] palabras y acciones”. Al ministrar, alentamos a los demás con frecuencia y ofrecemos ayuda. Aunque alguien no sea receptivo, seguimos ministrando en la medida que nos lo permita. El Salvador enseñó que “debéis continuar ministrando por estos; pues no sabéis si tal vez vuelvan, y se arrepientan, y vengan a mí con íntegro propósito de corazón, y yo los sane; y vosotros seréis el medio de traerles la salvación”. La labor del Salvador es sanar. Nuestra labor es amar, amar y ministrar de tal manera que los demás sean atraídos a Jesucristo. Ese es uno de los frutos del poderoso ciclo virtuoso de la doctrina de Cristo.
Los invito a vivir la doctrina de Cristo de manera repetida, reiterada e intencional, y a ayudar a otros en su camino. Testifico que la doctrina de Cristo ocupa el lugar central en el plan del Padre Celestial; esta es, a fin de cuentas, Su doctrina. Conforme ejercemos la fe en Jesucristo y Su Expiación, somos impulsados por la senda de los convenios y motivados a ayudar a otros a llegar a ser fieles discípulos de Jesucristo. Podemos llegar a ser herederos del reino del Padre Celestial, que es la coronación del vivir fielmente la doctrina de Cristo. En el nombre de Jesucristo. Amén.