Conferencia General
Las palabras importan
Conferencia General de abril de 2024


13:58

Las palabras importan

Las palabras señalan una actitud. Ellas expresan nuestros pensamientos, sentimientos y experiencias, para bien o para mal.

Hermanos, hermanas y amigos de todo el mundo, me siento honrado de dirigirme a esta vasta audiencia, en la que muchos son miembros de nuestra Iglesia y muchos son amigos y nuevos oyentes de la transmisión de esta conferencia. ¡Bienvenidos!

Los mensajes que se comparten desde este púlpito se comunican con palabras. Se expresan en inglés y se traducen a casi cien idiomas diferentes; pero la base es siempre la misma: las palabras. Y las palabras importan mucho. Permítanme repetirlo. ¡Las palabras importan!

Son el cimiento de cómo nos conectamos; representan nuestras creencias, convicciones morales y perspectivas. A veces pronunciamos palabras; otras veces, las escuchamos. Las palabras señalan una actitud. Ellas expresan nuestros pensamientos, sentimientos y experiencias, para bien o para mal.

Desafortunadamente, las palabras pueden ser irreflexivas, precipitadas e hirientes. Una vez dichas, no podemos recuperarlas. Pueden herir, castigar, derribar e incluso conducir a acciones destructivas; pueden ocasionarnos pesar.

Por otro lado, las palabras pueden celebrar victorias, ser esperanzadoras y alentadoras. Pueden impulsarnos a replantear, reiniciar o reorientar un rumbo. Las palabras pueden abrirnos la mente a la verdad.

Por eso, ante todo, las palabras del Señor importan.

En el Libro de Mormón, el profeta Alma y su pueblo en la antigua América sostuvieron una guerra interminable con aquellos que habían despreciado la palabra de Dios, habían endurecido sus corazones y corrompido su cultura. Los fieles podrían haber luchado, pero Alma aconsejó: “Y como la predicación de la palabra tenía gran propensión a impulsar a la gente a hacer lo que era justo —sí, había surtido un efecto más potente en la mente del pueblo que la espada o cualquier otra cosa que les había acontecido— por tanto, Alma consideró prudente que pusieran a prueba la virtud de la palabra de Dios”.

La “palabra de Dios” sobrepasa a toda otra expresión. Ha sido así desde la creación de la tierra, cuando el Señor dijo: “Haya luz, y hubo luz”.

Del Salvador provienen estas afirmaciones en el Nuevo Testamento: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.

Y esta: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él”.

Y de María, la madre de Jesús, provino este humilde testimonio: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra”.

Creer y prestar atención a la palabra de Dios nos acercará más a Él. El presidente Russell M. Nelson ha prometido: “Si estudian Sus palabras, aumentará su capacidad de ser más semejantes a Él”.

¿No queremos todos ser, como dice el himno, “más justificado[s], más como el Señor”?.

Me imagino al joven José Smith arrodillado, escuchando las palabras de su Padre Celestial: “[José], este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!”.

Lo “escuchamos” en las palabras de las Escrituras, pero ¿dejamos que estas se queden en la página o reconocemos que Él nos está hablando? ¿Cambiamos?

Lo “escuchamos” en la revelación personal y en los susurros del Espíritu Santo, en las respuestas a las oraciones y en aquellos momentos en los que solo Jesucristo, mediante el poder de Su Expiación, puede aliviar nuestras cargas, concedernos perdón y paz, y sostenernos “entre los brazos de su amor”.

Segundo, las palabras de los profetas importan.

Los profetas testifican de la divinidad de Jesucristo, enseñan Su Evangelio y muestran Su amor por todos. Doy mi testimonio de que nuestro profeta viviente, el presidente Russell M. Nelson, escucha y habla la palabra del Señor.

El presidente Nelson tiene un don con las palabras. Él ha dicho: “Manténganse en la senda de los convenios”, “recojan a Israel”, “dejen que Dios prevalezca”, “tiendan puentes de entendimiento”, “den gracias”, “aumenten su fe” en Jesucristo, “háganse cargo de su propio testimonio” y “conviértanse en pacificadores”.

Más recientemente nos ha pedido: “Piensen de manera celestial”. “Cuando afronten un dilema”, dijo, “¡piensen de manera celestial! Cuando la tentación los ponga a prueba, ¡piensen de manera celestial! Cuando la vida o sus seres queridos los decepcionen, ¡piensen de manera celestial! Cuando alguien muera prematuramente, piensen de manera celestial […]. Cuando las exigencias de la vida los invadan, ¡piensen de manera celestial! […]. A medida que piensen de manera celestial, el corazón les cambiará poco a poco […], verán las pruebas y la oposición con otros ojos […], [y] su fe aumentará”.

Cuando pensamos de manera celestial, vemos “las cosas como realmente son, y […] como realmente serán”. En este mundo cargado de confusión y contención, todos necesitamos esa perspectiva.

El élder George Albert Smith, mucho antes de llegar a ser Presidente de la Iglesia, habló de sostener al profeta y prestar atención a sus palabras. Él dijo: “La obligación que contraemos al alzar la mano […] es sumamente sagrada. Significa […] que lo apoyaremos, que oraremos por él […] y que nos esforzaremos por actuar de acuerdo con las instrucciones que el Señor le indique”. En otras palabras, actuaremos diligentemente de acuerdo con las palabras de nuestro profeta.

Como uno de los quince profetas, videntes y reveladores sostenidos ayer por nuestra Iglesia mundial, deseo compartir con ustedes una de mis experiencias al sostener al profeta y aceptar sus palabras. Para mí fue muy parecido a lo que el profeta Jacob relató: “Había oído la voz del Señor hablándome con sus propias palabras”.

Élder y hermana Rasband en Tailandia.

El pasado mes de octubre, mi esposa, Melanie, y yo estuvimos en Bangkok, Tailandia, donde me preparaba para dedicar el que sería el templo número 185 de la Iglesia. Para mí, la asignación fue irreal y aleccionadora a la vez. Este era el primer templo en la península del sudeste asiático. Se diseñó con maestría —una estructura de seis pisos y nueve torres—, todo “bien coordinado” para ser una Casa del Señor. Llevaba meses pensando en la dedicación. Lo que se había asentado en mi alma y en mi mente era que el país y el templo habían sido acunados en los brazos de profetas y apóstoles. El presidente Thomas S. Monson había anunciado el templo y el presidente Nelson, la dedicación.

Templo de Bangkok, Tailandia.

Yo había preparado la oración dedicatoria meses antes. Esas palabras sagradas se habían traducido a doce idiomas. Estábamos listos, o eso creía yo.

La noche anterior a la dedicación, me desperté de mi sueño con un sentimiento de inquietud y urgencia en cuanto a la oración dedicatoria. Traté de dejar de lado la impresión, pensando que la oración estaba lista, pero el Espíritu no me dejaba tranquilo. Sentí que faltaban ciertas palabras y, por designio divino, llegaron a mí en revelación, e inserté estas palabras en la oración cerca del final: “Que pensemos de manera celestial, dejando que Tu Espíritu prevalezca en nuestra vida y que nos esforcemos por ser pacificadores siempre”. El Señor me estaba recordando que diera oído a las palabras de nuestro profeta viviente: “Piensen de manera celestial”, “dejen que el Espíritu prevalezca”, “esfuércense por ser pacificadores”. Las palabras del profeta son importantes para el Señor y para nosotros.

En tercer lugar, y no menos importante, están nuestras propias palabras. Créanme, en nuestro mundo lleno de emojis, nuestras palabras importan.

Nuestras palabras pueden ser de apoyo o de enojo, alegres o crueles, compasivas o indiferentes. En el calor del momento, las palabras pueden punzar y penetrar dolorosamente en lo profundo del alma, y permanecer allí. Nuestras palabras en internet, los mensajes de texto, las redes sociales o los tuits cobran vida propia. Sean cuidadosos con lo que dicen y cómo lo dicen. En nuestra familia, especialmente entre el esposo, la esposa y los hijos, nuestras palabras pueden unirnos o abrir una brecha entre nosotros.

Permítanme sugerir tres frases sencillas que podemos utilizar para quitar el aguijón de las dificultades y las diferencias, para elevarnos y tranquilizarnos unos a otros:

“Gracias”.

“Lo siento”.

Y “te amo”.

No reserven estas humildes frases para un acontecimiento especial o una catástrofe. Utilícenlas con frecuencia y con sinceridad, ya que muestran consideración por los demás. Cada vez más se está restando valor al habla; no sigan esa tendencia.

Podemos decir “gracias” en el ascensor, en el estacionamiento, en el mercado, en la oficina, en una fila o a nuestros vecinos y amigos. Podemos decir “lo siento” cuando cometemos un error, faltamos a una reunión, olvidamos un cumpleaños o vemos a alguien sufriendo. Podemos decir “te amo” y esas palabras llevan el mensaje de “estoy pensando en ti”, “me preocupo por ti”, “estoy aquí para ti” o “tú lo eres todo para mí”.

Permítanme compartir un ejemplo personal. Esposos, presten atención. Hermanas, esto también las va a ayudar. Antes de mi asignación de tiempo completo en la Iglesia, yo viajaba mucho por motivo de mi empresa. Pasaba mucho tiempo fuera, en lugares lejanos del mundo. Al final del día, sin importar dónde me hallara, siempre llamaba a casa. Cuando mi esposa, Melanie, contestaba el teléfono y yo le daba un informe, nuestra conversación siempre nos llevaba a decirnos un “te amo”. Todos los días, esas palabras eran un ancla para mi alma y mi conducta; fueron una protección para mí contra designios malignos. “Melanie, te amo” expresaba la preciada confianza que había entre nosotros.

El presidente Thomas S. Monson solía decir: “Hay pies que afirmar, manos que sostener, mentes que alentar, corazones que inspirar y almas que salvar”. Decir “gracias”, “lo siento”, “te amo” hará precisamente eso.

Hermanos y hermanas, las palabras sí importan.

Les prometo que si nos “deleita[mos] en las palabras de Cristo” que conducen a la salvación, en las palabras de nuestro profeta que nos guían y alientan, y en nuestras propias palabras, que expresan quiénes somos y qué valoramos, los poderes del cielo se derramarán sobre nosotros. “Las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer”. Somos hijos del Padre Celestial y Él es nuestro Dios, Él espera que hablemos con “lengua de ángeles” por el poder del Espíritu Santo.

Amo al Señor Jesucristo. En palabras del profeta Isaías, del Antiguo Testamento, Él es “Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. Y como dejó claro el apóstol Juan, Jesucristo mismo es “el Verbo”.

De ello testifico como Apóstol llamado al servicio divino del Señor —a declarar Su palabra— y a ser testigo especial de Él. En el nombre del Señor Jesucristo. Amén.