Doctrina de la inclusión
“Si somos verdaderos discípulos del Señor Jesucristo, en todo momento tenderemos una mano de amor y comprensión a todo nuestro prójimo”.
Muy bien podría haber sido un hermoso y fresco día de otoño como hoy. El Señor estaba sentado enseñando a algunos de Sus discípulos, cuando un hombre, identificado solamente como “un intérprete de la ley”, se levantó y le preguntó: “Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?”.
Jesús conocía el corazón del hombre y comprendió que era un disimulado intento para hacerle decir algo que fuera contrario a la ley de Moisés.
El Salvador contestó con dos preguntas propias: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?”.
Como es de esperar, el intérprete de la ley pudo recitar la ley: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”.
“Bien has respondido”, dijo el Salvador. “Haz esto, y vivirás”.
Pero el intérprete de la ley no quedó satisfecho con eso. Ya que sabía que entre los judíos había creencias y reglamentos estrictos con respecto al asociarse con gente que no fuera de su religión, insistió que el Señor le diera más información, con la esperanza de enredarlo en una controversia: “¿Y quién es mi prójimo?”, preguntó.
Nuevamente, se presentaba un momento propicio para la enseñanza. Jesús utilizó una de Sus técnicas de enseñanza favoritas y más eficaces: una parábola, quizás una de las más queridas y más conocidas en todo el mundo cristiano.
Ustedes conocen la parábola, de cómo un hombre de Jerusalén en camino de Jericó cayó en manos de ladrones y fue dejado medio muerto. Cierto sacerdote pasó por el otro lado; ni siquiera un levita se detuvo a ayudarle. Entonces Jesús enseñó:
“Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia;
“Y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él”.
Entonces Jesús hizo otra pregunta al intérprete de la ley: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”
Y el intérprete de la ley replicó: “El que usó de misericordia con él”.
Entonces Jesús dio la última instrucción al intérprete de la ley, y a todo el que haya leído la parábola del Buen Samaritano: “Ve, y haz tú lo mismo” (Lucas 10:25–37).
Cada vez que leo esta parábola me impresiona su poder y simplicidad. Pero, ¿se han preguntado alguna vez por qué en ese relato el Salvador eligió hacer héroe a un samaritano? En la época de Cristo había mucha antipatía entre judíos y samaritanos. Bajo circunstancias normales, ambos grupos evitaban asociarse unos con otros. Todavía habría sido una parábola buena e instructiva si el hombre que cayó en manos de ladrones hubiera sido rescatado por un hermano judío.
El uso deliberado que Él hizo de judíos y samaritanos enseña claramente que todos somos prójimo y que debemos amarnos, estimarnos, respetarnos y servirnos el uno al otro a pesar de nuestras más marcadas diferencias, entre ellas las diferencias religiosas, políticas y culturales.
Esa instrucción continúa siendo hoy día parte de las enseñanzas de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Al enumerar las doctrinas clave de la Iglesia restaurada, José Smith dijo que aunque “reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia”, también “concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren, cómo, dónde o lo que deseen” (Artículo de Fe Nº 11).
Felizmente, muchos de nuestros miembros entienden esta doctrina y la viven durante el curso de sus vidas. Hace poco leí una noticia sobre una muerte trágica en una comunidad de Utah. Se citaba lo dicho por una joven viuda: “El apoyo que recibimos fue inmenso. No somos mormones, pero el barrio local nos ha ayudado mucho con comidas, apoyo y palabras de consuelo. Ha sido una demostración total de amor, y lo agradecemos” (de Dick Harmon, “Former Ute’s Death Leaves Wife Coping, Wondering”, Daily Herald [Provo, Utah], 11 de agosto de 2001, pág. A3).
Eso es sólo como debe ser. Si somos verdaderos discípulos del Señor Jesucristo, en todo momento tenderemos una mano de amor y comprensión a todo nuestro prójimo, en especial en momentos de necesidad. Un artículo reciente del Church News publicó un relato de dos mujeres que son muy amigas, una “doctora judía de Nueva York y una ama de casa [Santo de los Últimos Días], madre de seis niños, de Utah, que residían en Dallas, [Texas], muy lejos de sus hogares.
La que es miembro informa: “Si hubieran hecho coincidir nuestra amistad a través de un servicio de computadora, dudo que hubiéramos pasado la primera prueba…
“…Supuse que una mujer ocupada en su práctica médica no tendría ningún deseo de hablar del color de las servilletas que usaríamos en las reuniones escolares de padres y maestros.
“Eso es lo malo de las suposiciones, que pueden socavar las raíces mismas de algo que podría florecer y crecer si se le diera la oportunidad. Estaré agradecida por siempre de que no nos dejamos llevar por las suposiciones” (Shauna Erikson, “Unlikely Friends Sharing a Lifetime”, Church News, 18 de agosto de 2001, pág. 10).
Las ideas preconcebidas y las suposiciones pueden ser muy peligrosas e injustas. Hay algunos de nuestros miembros que tal vez no tiendan una mano a su prójimo con sonrisas de amistad, cálidos apretones de mano ni servicio amoroso. De igual forma, quizás haya personas que lleguen a nuestro vecindario, que no sean de nuestra fe, y que vengan con una idea negativa preconcebida sobre la Iglesia y sus miembros. Con toda seguridad, los buenos vecinos deben hacer todo lo posible para entenderse y ser amables unos con otros sin importar religión, nacionalidad, raza ni cultura.
En ocasiones escucho acerca de miembros que ofenden a los de otras religiones al pasarlos por alto y no incluirlos en su círculo de amistades. Eso puede suceder especialmente en comunidades donde nuestros miembros son la mayoría. He escuchado acerca de padres de criterio limitado que dicen a sus hijos que no pueden jugar con cierto niño del vecindario porque su familia no pertenece a nuestra Iglesia. Ese tipo de comportamiento no va de acuerdo con las enseñanzas del Señor Jesucristo. No entiendo por qué un miembro de nuestra Iglesia permitiría que sucediera ese tipo de cosas. Yo he sido miembro de esta Iglesia toda mi vida; he sido misionero regular, he sido obispo dos veces, presidente de misión, Setenta y ahora Apóstol. Jamás he enseñado ni he escuchado que se enseñe una doctrina de exclusión. No he escuchado que se exhorte a los miembros de esta Iglesia a ser otra cosa que personas amorosas, bondadosas, tolerantes y benevolentes con nuestros amigos y vecinos de otras fes religiosas.
El Señor espera mucho de nosotros. Padres, les ruego que enseñen a sus hijos y que ustedes mismos practiquen el principio de la inclusión y no el de la exclusión debido a diferencias religiosas, políticas o culturales.
Si bien es cierto que declaramos al mundo que la plenitud del Evangelio de Jesucristo ha sido restaurada en la tierra por medio del profeta José Smith y que exhortamos a nuestros miembros a compartir su fe y testimonio con los demás, nunca ha sido la norma de la Iglesia que a aquellas personas que decidan no escuchar más ni aceptar nuestro mensaje se les evite o se les pase por alto. De hecho, es todo lo contrario. El presidente Gordon B. Hinckley nos ha recordado en repetidas ocasiones la obligación especial que tenemos como seguidores de Jesucristo; cito sólo una: “Cada uno de nosotros es un individuo. Cada uno es diferente. Debe haber respeto por esas diferencias…
“…Debemos trabajar en forma ardua para edificar el respeto mutuo, una actitud de aceptación, con tolerancia del uno por el otro sin importar las doctrinas y filosofías que podamos abrazar. Ustedes y yo podremos estar en desacuerdo en cuanto a ellas, pero podemos hacerlo con respeto y urbanidad” (Teachings of Gordon B. Hinckley, 1997, págs. 661, 665).
Como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días entendemos que algunas personas nos consideran diferentes [en la versión de la Biblia en inglés del Rey Santiago dice “pueblo peculiar” (1 Pedro 2:9)] . Nuestras doctrinas y creencias son importantes para nosotros; las aceptamos y las atesoramos. En ningún momento propongo que no lo hagamos, sino que, por el contrario, nuestra peculiaridad y la singularidad del mensaje del Evangelio restaurado de Jesucristo son elementos indispensables para ofrecer a la gente del mundo una elección clara. Tampoco estoy sugiriendo que nos involucremos en ninguna relación que nos ponga en peligro espiritual, tanto a nosotros como a nuestra familia. Debemos entender, sin embargo, que no todos van a aceptar nuestra doctrina de la restauración del Evangelio de Jesucristo. En su mayoría, nuestros vecinos que no son de nuestra fe son gente buena y honorable, tan buenos y honorables como tratamos de serlo nosotros; cuidan de sus familias, como nosotros; desean hacer de este mundo un lugar mejor, como nosotros; son amables, amorosos, generosos y fieles, tal como nosotros esperamos serlo. Hace cerca de 25 años, la Primera Presidencia declaró: “Nuestro mensaje refleja el amor que sentimos por la humanidad y el interés en su bienestar eterno, sin importarnos sus creencias religiosas, su raza o nacionalidad, sabiendo sin lugar a dudas que somos hermanos y hermanas debido a que somos hijos e hijas del mismo Padre Eterno” (declaración de la Primera Presidencia, 15 de febrero de 1978, véase Liahona, abril de 1988, pág. 32).
Ésa es nuestra doctrina: una doctrina de inclusión. Eso es lo que creemos; eso es lo que se nos ha enseñado. Debido a esa doctrina, nosotros deberíamos ser las personas más amorosas, amables y tolerantes de toda la gente de la tierra.
Permítanme sugerir tres cosas simples que podemos hacer para evitar que nuestros vecinos se sientan excluidos.
Primero, conozcan a sus vecinos; entérense acerca de sus familias, su trabajo, sus puntos de vista. Reúnanse con ellos, si ellos están dispuestos a hacerlo, y háganlo sin ser persistentes y sin tener un motivo oculto. La amistad nunca se debe ofrecer como un medio para lograr un fin, sino que puede y debe ser un fin en sí. Hace poco recibí una carta de una mujer que se acaba de mudar a Utah, de la que leeré una pequeña parte: “Debo decirle, élder Ballard, que cuando saludo a mis vecinos o les digo adiós con la mano, no responden a mi saludo. Si paso cerca de ellos en mis caminatas diurnas o al atardecer tampoco responden a mis saludos. Otra gente de color también expresa recibir la misma respuesta negativa a sus saludos amistosos”. Si hay miembros de la Iglesia entre esos vecinos, con toda seguridad deben saber que eso no debe suceder. Cultivemos amistades significativas de confianza y entendimiento mutuos con la gente de origen o creencias diferentes.
Segundo, creo que sería conveniente eliminar un par de frases de nuestro vocabulario: “No miembro” y “no mormón”. Tales palabras pueden ser degradantes e incluso denigrantes. En lo personal, yo no me considero “no católico” ni “no judío”. Soy cristiano. Soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y así es como prefiero que se me identifique, por lo que soy, en vez de que se me clasifique por lo que no soy. Extendamos esa misma cortesía hacia aquellos que viven entre nosotros. Si se tiene que hacer una descripción colectiva, la palabra “vecinos” parece ajustarse en todos los casos.
Y tercero, si los vecinos se molestan o se frustran por algún desacuerdo que tengan con La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, o con alguna ley que apoyemos por razones morales, por favor no les sugieran —ni siquiera en broma— que piensen en mudarse a otro lugar.¡No puedo comprender cómo un miembro de la Iglesia podría siquiera pensar tal cosa! Nuestros antepasados pioneros fueron expulsados de un lugar a otro por vecinos mal informados e intolerantes. Pasaron dificultades y persecución extraordinarias porque pensaban, actuaban y creían en forma diferente a los demás. Si nuestra historia no nos enseña nada más, nos debería enseñar por lo menos a respetar el derecho de toda la gente a fin de coexistir pacíficamente con los demás.
Ahora deseo hablar a todos aquellos que no son de nuestra fe. Si hay asuntos que les preocupen, hablemos de ellos. Deseamos ser de ayuda. Pero por favor entiendan que nuestras doctrinas y enseñanzas las ha establecido el Señor, de modo que a veces tendremos que estar amigablemente en desacuerdo con ustedes, pero podemos hacerlo sin ser desagradables. En nuestras comunidades podemos y debemos trabajar juntos en un ambiente de cortesía, respeto y urbanidad. Aquí en Utah, un grupo de ciudadanos conscientes formó la “Alianza para la Unidad”. Ese esfuerzo ha sido respaldado por nuestra Iglesia y por otras iglesias y organizaciones. Uno de sus objetivos es “procurar edificar una comunidad en donde se tomen en cuenta y se valoren los diferentes puntos de vista”. Quizás nunca haya habido una época más importante para que los vecinos de todo el mundo se unan para el beneficio común del uno con el otro.
Sólo pocas horas antes de empezar el doloroso proceso físico y espiritual de la Expiación, el Salvador se reunió con Sus apóstoles para participar en la fiesta de la Pascua —Su Última Cena— y dar las últimas instrucciones que les impartiría en Su vida mortal. Entre esas enseñanzas está la conmovedora declaración que cambiaría vidas: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34–35).
Eso fue lo que el Señor enseñó a sus discípulos —incluso a “cierto intérprete de la ley”— por medio de la parábola del Buen Samaritano. Y eso es lo que nos enseña a nosotros hoy por medio de profetas y apóstoles vivientes. Ámense unos a otros; sean amables los unos con los otros a pesar de nuestras grandes diferencias; trátense unos a otros con respeto y urbanidad. Sé y testifico que Jesús es el Cristo, nuestro Salvador y Redentor, y sé que Él espera que todos sigamos Su admonición de ser mejores vecinos, de lo cual testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.