El Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo
“El Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo tiene el poder nutritivo de sanar los espíritus hambrientos que haya en la tierra”.
Tengo en la mano un ejemplar de la primera edición del Libro de Mormón, impresa en 1830 en una imprenta manual de la compañía de E. B. Grandin, en el pueblo de Palmyra, estado de Nueva York.
En junio de 1829, José Smith, de 23 años, fue a ver al señor Grandin, de 23, en compañía de Martin Harris, un granjero del lugar. Hacía tres meses que Grandin había anunciado su intención de publicar libros. José Smith llevaba páginas de un documento manuscrito.
Si el contenido del libro no era suficiente para condenarlo a la oscuridad, el relato de su origen indudablemente lo sería. ¡Imaginen! ¡Un ángel que dirigió a un joven adolescente a un bosque donde encontró una bóveda de piedra y un juego de planchas de oro!
Los escritos de las planchas fueron traducidos por medio del Urim y Tumim, el cual se menciona varias veces en el Antiguo Testamento1 y que los eruditos hebreos describen como un instrumento “por el que se daba revelación y se declaraba la verdad”.2
Antes de que se terminara de imprimir el libro, robaron páginas y las publicaron en un periódico local, ridiculizando la obra. La oposición tenía por objeto excitar a la chusma para que matara al profeta José Smith y expulsara a los que le creían hacia lugares despoblados.
Desde aquel dudoso comienzo hasta este día se han impreso 108.936.922 ejemplares del Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Se ha publicado en sesenta y dos idiomas, selecciones del mismo en otros treinta y siete idiomas y hay otras veintidós traducciones en proceso.
Actualmente, sesenta mil misioneros regulares, en ciento sesenta y dos países, se pagan sus propios gastos y dedican dos años de su vida a testificar que el Libro de Mormón es verdadero.
A través de las generaciones, el libro ha inspirado a los que lo leen. Herbert Schreiter había leído lo siguiente en su traducción al alemán del Libro de Mormón:
“Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo;
“y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas”3.
Herbert Schreiter puso a prueba la promesa, y se convirtió a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
En 1946, liberado como prisionero de guerra, retornó a Leipzig, Alemania, junto a su esposa y sus tres hijitas. Poco después partió como misionero para Bernburg, Alemania. Sin compañero, solo en su cuarto, con frío y hambre, se preguntaba por dónde empezar.
Pensó en algo que tenía para ofrecer a aquel pueblo devastado por la guerra, escribió a mano un cartel con la pregunta: “¿Habrá vida después de la muerte?” y lo pegó en una pared.
Aproximadamente al mismo tiempo llegó a Benburg una familia proveniente de un pequeño pueblo de Polonia.
Manfred Schütze tenía cuatro años. Su padre había muerto en la guerra. Su madre, los padres y la hermana de ella, también viuda y con dos niñas pequeñas, se vieron forzados a evacuar el pueblo con sólo treinta minutos de aviso. Tomaron lo que pudieron y se encaminaron hacia el Oeste. Manfred y la mamá tiraban y empujaban un carrito en el que, de vez en cuando, iba el abuelo enfermo. Un oficial polaco, al ver al patético Manfred, se puso a llorar.
Al llegar a la frontera, los soldados les saquearon sus posesiones y les tiraron al río la ropa de cama; además, allí Manfred y la madre se vieron separados del resto de la familia. La madre pensó que quizás hubieran ido en busca de familiares a Bernburg, donde había nacido su abuela. Después de pasar semanas de increíbles sufrimientos, al fin llegaron a Bernburg y encontraron a la familia.
Los siete vivían juntos en una pequeña habitación. Pero sus problemas no habían terminado; la madre de las niñitas murió y la afligida abuela pidió que llamaran a un predicador y le preguntó: “¿Podré ver a mis familiares otra vez?”.
El predicador le contestó: “Mi querida señora, la resurrección no existe. ¡Los muertos quedan muertos!”.
Para enterrar el cuerpo, lo envolvieron en un saco de papel.
Al volver del entierro, el abuelo habló de suicidarse todos, como muchos otros lo habían hecho. En ese momento vieron el cartel que el élder Schreiter había colocado en un edificio —“¿Habrá vida después de la muerte?”—, con una invitación de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Después, en una reunión, supieron del Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo.
El libro explica lo siguiente:
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El propósito de la vida terrenal y de la muerte4.
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La seguridad de que hay vida después de la muerte5.
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Lo que sucede al espíritu cuando sale del cuerpo6.
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La descripción de la Resurrección7.
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Cómo recibir y retener la remisión de los pecados8.
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Qué efecto tendrá en nosotros la justicia o la misericordia9.
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Cuáles son las cosas por las que debemos orar10.
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El sacerdocio11.
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Los convenios y las ordenanzas12.
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La función y el ministerio de los ángeles13.
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La voz suave y apacible de la revelación personal14.
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Y, principalmente, la misión de Jesucristo15.
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Y muchos otros tesoros que componen la plenitud del Evangelio de Jesucristo.
Todos se convirtieron a la Iglesia y su vida cambió. El abuelo encontró un trabajo de panadero y pudo proveer el pan para su familia y también para el élder Schreiter, que les había dado “el pan de vida”16.
Después, recibieron ayuda de la Iglesia desde los Estados Unidos. Manfred creció comiendo granos enfardados en pequeñas bolsas en las que había una colmena, saboreando duraznos de California y vestido con ropa de los suministros del bienestar de la Iglesia.
Poco después de haberme dado de baja en la Fuerza Aérea, fui al molino de bienestar de Kaysville, Utah, para ayudar a llenar bolsas de trigo que se enviarían a la gente hambrienta de Europa. Me gusta pensar que una de esas bolsas que yo mismo llené haya ido a Manfred Schültze y su madre; si no, habrá llegado a otros que tendrían igual necesidad.
El élder Dieter Uchtdorf, que está con nosotros en el estrado hoy como miembro de los Setenta, recuerda todavía el aroma del trigo y la sensación de tener los granos en sus manos de niño. Quizás una de las bolsas que yo llené haya ido a su familia.
Cuando tenía unos diez años, hice el primer intento de leer el Libro de Mormón. La primera parte fue fácil por ser similar al lenguaje del Nuevo Testamento; luego llegué a los escritos de Isaías, del Antiguo Testamento, que no pude entender y me resultaron difíciles de leer. Así que dejé el libro de lado.
Hice otros intentos de leerlo, pero no lo leí todo hasta que me encontré en un buque de transporte con otros tripulantes de aviones bombarderos, camino a la guerra del Pacífico. Entonces decidí leer el Libro de Mormón y averiguar yo mismo si era o no verdadero. Leí y releí concienzudamente todo el libro y puse a prueba la promesa que contiene. Aquella fue una acción que cambió mi vida. Después, nunca lo dejé de lado.
Muchos jóvenes han sido mejores que yo en eso.
Un jovencito de quince años, hijo de un presidente de misión, iba a una escuela secundaria donde había muy pocos miembros de la Iglesia.
Un día se le dio a la clase un examen en el que debían marcar las respuestas con “Correcto” e “Incorrecto”. Matthew sabía contestar todas las preguntas excepto la 15, que decía: “José Smith, el supuesto profeta mormón, escribió el Libro de Mormón. ¿Correcto o incorrecto?”.
Como no podía marcar ninguna de las dos respuestas, pero era un jovencito muy ingenioso, corrigió la pregunta: Tachó la palabra supuesto y reemplazó la palabra escribió con tradujo. La frase quedó así: “José Smith, el profeta mormón, tradujo el Libro de Mormón”. Lo marcó “Correcto” y lo entregó.
Al día siguiente el maestro, fastidiado, le preguntó por qué había cambiado la pregunta; sonriente él contestó: “Porque José Smith no escribió el Libro de Mormón, lo tradujo; y no era un supuesto profeta, era Profeta”.
Por eso, le pidieron al jovencito que explicara a la clase cómo sabía lo que afirmaba17.
En Inglaterra, mi esposa y yo conocimos a Dorothy James, viuda de un ministro religioso, que vivía en el predio de la Catedral de Winchester. Ella nos mostró una Biblia de la familia, que había estado perdida muchos años.
Tiempo atrás se habían vendido las posesiones de un pariente y el que las compró había encontrado la Biblia en un escritorio pequeño que había permanecido cerrado durante más de veinte años; había también algunas cartas firmadas por un niño de nombre Beaumont James. El comprador pudo encontrar así a la familia James y devolver la Biblia familiar por tanto tiempo perdida.
En la portada, mi esposa leyó la siguiente nota, escrita a mano: “Esta Biblia ha estado en nuestra familia desde la época de Thomas James, en 1683, que era descendiente directo del Thomas James que era bibliotecario de la Biblioteca Bodleian de Oxford y fue sepultado en la Capilla de New College en agosto de 1629. [Firmado] C.T.C. James, 1880”.
Los márgenes y los espacios de las páginas estaban llenos de anotaciones escritas en inglés, latín, griego y hebreo. Una en particular conmovió a mi esposa. Al pie de la portada, decía: “La mejor impresión de la Biblia es que quede bien grabada en el corazón del lector”.
Y seguía esta cita de Corintios: “Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón. 2 Corintios 3:2–3”.18
Mi Libro de Mormón también tiene muchas anotaciones en los márgenes y está profusamente subrayado. Una vez que estaba en Florida con el presidente Hinckley, él se volvió desde el púlpito y pidió un ejemplar de las Escrituras; le alcancé el mío; después de hojearlo por unos segundos, me lo devolvió, diciendo: “No puedo leer nada. ¡Lo tienes todo rayado!”
Amós profetizó de “hambre [en] la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová”.19
En un mundo que es aun más peligroso que el de los pequeños Manfred Schültze y Dieter Uchtdorf, el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo tiene el poder nutritivo de sanar los espíritus hambrientos que haya en la tierra.
Manfred Schültze es ahora miembro del Tercer Quórum de Setentas y supervisa nuestros seminarios en el este de Europa; su madre, que tiene ochenta y ocho años, todavía asiste al Templo de Freiberg, donde Herbert Schreiter fue una vez consejero del presidente.
Asistí junto con el élder Walter González, que es uruguayo y nuevo miembro de los Setenta, a una conferencia en Moroni, Utah, pueblo que lleva un nombre del Libro de Mormón. En Moroni no hay médico ni dentista y la gente tiene que ir a otra parte a comprar comestibles, etc. Los jóvenes van en autobús a la escuela de la región, que está del otro lado del valle.
En la reunión había doscientos treinta y seis asistentes. Para que el élder González no pensara que veía sólo sencillos granjeros, dije esta frase de testimonio: “Sé que el Evangelio es verdadero y que Jesús es el Cristo” y pregunté si alguien podía repetirla en español; varias personas levantaron la mano. ¿Y había alguien que la repitiera en otro idioma? La repitieron en los siguientes:
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Japonés
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Español
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Alemán
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Portugués
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Ruso
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Chino
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Tongano
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Italiano
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Tagalo
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Holandés
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Finlandés
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Maorí
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Polaco
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Coreano
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Francés
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15 idiomas
Lo repito en inglés: Sé que el Evangelio es verdadero y que Jesús es el Cristo.
Amo este Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Si se estudia, se puede entender tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento en la Biblia. Sé que es la verdad.
En esta edición de 1830 del Libro de Mormón, impresa por Egbert B. Grandin, de 23 años para José Smith, hijo, de 23, leo lo siguiente en la página 105: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados”.20
Y eso, les aseguro, es exactamente lo que hacemos. En el nombre de Jesucristo. Amén.