“Bienaventurados los pacificadores”
La paz es una virtud de importancia fundamental que debemos procurar alcanzar.
Entre los viajes más memorables de todos los que he hecho con mi familia, destacan nuestras peregrinaciones a la Tierra Santa. Las visitas que hemos hecho a esa parte del mundo nos han cambiado la vida. Pero ahora, la Tierra Santa es una caldera que hierve de agitación, y de acceso prohibido para los que quisieran ir allí en busca de alimento espiritual. Prácticamente todas las partes del mundo están plagadas de actos de terror que antes eran desconocidos. La confusión sobreviene a muchas personas que mientras ruegan por la paz encaran con temor a los que se valen de la violencia para lograr sus fines.
La paz y la contención
En las Escrituras se han profetizado los tiempos peligrosos en los que vivimos. Se ha previsto nuestra época como una etapa de “fuegos, y tempestades, y vapores de humo en países extranjeros… guerras, rumores de guerras y terremotos en diversos lugares… en que habrá grandes contaminaciones sobre la superficie de la tierra… y toda clase de abominaciones”1.
Esa profecía hace eco al relato de las Escrituras de la segunda generación de la vida humana2 sobre la tierra: “Y en aquellos días Satanás ejercía gran dominio entre los hombres y agitaba sus corazones a la ira; y desde entonces hubo guerras y derramamiento de sangre; y buscando poder, el hombre levantaba su mano en contra de su propio hermano…”3. Desde los tiempos de Caín y Abel4, de Esaú y Jacob5, y de José que fue vendido para Egipto6, las enemistades familiares han alimentado las llamas de la hostilidad.
El odio entre hermanos y vecinos ha llegado en la actualidad a reducir ciudades sagradas a urbes de dolor. Cuando pienso en la difícil situación de esos lugares, acude a mi memoria el proverbio: “Los hombres escarnecedores ponen la ciudad en llamas; mas los sabios apartan la ira”7.
Punto de vista doctrinal
Las Escrituras dan luz tanto sobre la causa como sobre el remedio de la enfermedad del odio humano: “…el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural, y se haga santo por la expiación de Cristo…”8.
La paz prevalece sólo si se sustituye esa inclinación natural a contender con la autodeterminación de vivir a un nivel más elevado. El venir a Jesucristo que es el “Príncipe de paz”9 es el camino que conduce a la paz en la tierra y a la buena voluntad entre los hombres10. Él nos ha hecho la promesa: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios”11.
Jesús enseñó a las personas el modo de vivir unas con otras. Él proclamó los dos grandes mandamientos; primero: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”12, y el segundo: “y a tu prójimo como a ti mismo”13.
En seguida, añadió: “Amad a vuestros enemigos, [y] bendecid a los que os maldicen”14.
Él enseñó la Regla de Oro: “…todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos…”15. Este principio se encuentra en casi todas las religiones principales. Otras personas, como por ejemplo, Confucio y Aristóteles, también lo enseñaron16. Después de todo, el Evangelio no comenzó con el Niño de Belén. Es sempiterno. Fue proclamado en el principio a Adán y Eva. Partes del Evangelio se han conservado en diversas culturas. Aun las mitologías paganas se han engrandecido con fragmentos de la verdad de dispensaciones anteriores.
Esté donde esté y se exprese como se exprese, la Regla de Oro contiene el código moral del reino de Dios. Prohíbe el que una persona se inmiscuya en los derechos de otra. Es igualmente válida con respecto a las naciones, a las asociaciones y a las personas en forma individual. Con compasión y tolerancia, ella reemplaza el deseo de venganza del “ojo por ojo, y diente por diente”17. Si permaneciéramos en ese viejo y infructuoso camino, estaríamos todos ciegos y sin dientes18.
Ese concepto de tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros es fácil de comprender y lleva implícitos los valiosos atributos de cada hijo e hija de Dios19. La Escritura pide a los padres que no consientan que sus hijos “contiendan y riñan unos con otros y sirvan al diablo, que es el maestro del pecado”, sino, dice: “les enseñaréis a amarse mutuamente y a servirse el uno al otro”20.
Jesús enseñó la importancia de la reconciliación y de la resolución de las discrepancias entre las personas. Él dijo:
“…cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio…
“Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
“deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”21.
El Maestro de maestros nos enseñó: “perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas.
“Porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas”22.
Jesús dijo que llegaría el día del juicio y que todas las personas darán cuenta de su vida mortal y de cómo habrán tratado a las demás personas23.
Obligaciones cívicas
Los mandamientos de amar a Dios y al prójimo están vinculados. No podemos amar plenamente a Dios si no amamos a nuestros semejantes. No podemos amar plenamente a nuestros semejantes si no amamos a Dios. Los hombres son en verdad hermanos porque Dios es en verdad nuestro Padre. Sin embargo, las Escrituras están salpicadas de relatos de contención y combates; condenan enérgicamente los actos bélicos de agresión, pero sustentan la obligación de los ciudadanos de defender sus familias y su libertad24. Por motivo de que “creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley”25, los miembros de esta Iglesia serán llamados al servicio militar de diversas naciones. “Creemos que Dios instituyó los gobiernos para el beneficio del hombre, y que él hace a los hombres responsables de sus hechos con relación a dichos gobiernos, tanto en la formulación de leyes como en la administración de éstas, para el bien y la protección de la sociedad”26.
Durante la segunda guerra mundial, cuando los miembros de la Iglesia se vieron obligados a luchar en bandos opuestos, la Primera Presidencia afirmó que “el gobierno es responsable del control civil de sus ciudadanos o súbditos, así como del bienestar político de ellos y del llevar a cabo tácticas políticas, interiores y exteriores… Pero la Iglesia en sí, como tal, no tiene responsabilidad de esas tácticas, [ni de otra cosa] que no sea exhortar a sus miembros a dar toda su… lealtad a su país”27.
La paz sí es posible
Por motivo de la larga historia de las hostilidades que ha habido sobre la tierra, muchas personas consideran que la paz no se puede conseguir. No estoy de acuerdo con eso; la paz sí es posible. Podemos aprender a amar a nuestros semejantes de todo el mundo. Sean judíos, musulmanes o correligionarios cristianos, o sean hinduistas, budistas u otros, sí podemos vivir juntos con admiración y respeto mutuos, sin renunciar a nuestras convicciones religiosas. Las cosas que tenemos en común son de mayor envergadura que nuestras diferencias. La paz es una virtud de importancia fundamental que debemos procurar alcanzar. Los profetas del Antiguo Testamento creyeron que era posible y nosotros también debemos creerlo. El salmista dijo: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”28, “…hace cesar las guerras hasta los fines de la tierra”29.
Al padre Abraham se le llamó singularmente “amigo de Dios”30. La paz tuvo para Abraham una prioridad absoluta; él deseó ser “un príncipe de paz”31. Su influencia podría cobrar mucha importancia en nuestra actual búsqueda de la paz. Sus hijos, Ismael e Isaac, aunque de madres diferentes, superaron sus desacuerdos cuando se ocuparon en una causa común. Cuando su progenitor hubo muerto, juntos sepultaron los restos de su exaltado padre32. Sus descendientes bien podrían seguir ese ejemplo.
La posteridad de Abraham tiene un potencial que ha sido divinamente decretado. El Señor dijo que haría de Ismael una gran nación33 y que en la descendencia de Abraham, de Isaac y de Jacob serían benditas todas las naciones de la tierra34.
De manera que los descendientes de Abraham —a quienes se han hecho grandes promesas de influencia infinita— se encuentran en una posición de importancia fundamental para surgir como pacificadores. Habiendo sido escogidos por el Todopoderoso, son capaces de dirigir el rumbo de su poderoso potencial hacia la paz.
Para que se solucionen las dificultades políticas actuales harán falta mucha paciencia y numerosas negociaciones. El procedimiento se realzaría en gran medida si se siguiera con oración.
Isaías profetizó de buenas posibilidades para nuestra época. Al hablar de la congregación de Israel y de la restauración de la Iglesia por conducto del profeta José Smith, Isaías escribió:
“…acontecerá en aquel tiempo, que Jehová alzará otra vez su mano para recobrar el remanente de su pueblo…
“Y levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra”35.
Esas profecías de esperanza podrían concretarse si tanto los líderes como los ciudadanos de las naciones aplicaran las enseñanzas de Jesucristo. La nuestra podría ser entonces una etapa de paz y de progreso incomparables. La crueldad del pasado quedaría sepultada. La guerra y sus horrores quedarían relegados a un vago rincón de la memoria. Las naciones se sustentarían mutuamente en sus aspiraciones. Los pacificadores podrían dirigir el arbitraje, prestar ayuda a los necesitados e infundir esperanza a los que tienen temor. A esos patriotas los alabarían las futuras generaciones y los glorificaría nuestro Dios Eterno.
La esperanza del mundo es el Príncipe de Paz: nuestro Creador, Salvador, Jehová y Juez. Él nos ofrece la vida buena, la vida en abundancia y la vida eterna. La vida tranquila y la prosperidad están al alcance de los que cumplan Sus preceptos36 y sigan Su sendero que conduce a la paz. Esto testifico a todo el mundo.
Los miembros de la Iglesia
Ahora bien, con respecto a los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ¿qué espera el Señor de nosotros? Como Iglesia, debemos “renuncia[r] a la guerra y proclama[r] la paz”37. Como personas, debemos seguir “lo que contribuye a la paz”38, ser pacificadores y vivir en paz, como matrimonios, familias y vecinos. Debemos vivir la Regla de Oro. Tenemos los escritos de los descendientes de Judá que ya se han unido con los escritos de los descendientes de Efraín39. Debemos emplearlos y ensanchar nuestro círculo de amor para abarcar a toda la familia humana. Debemos llevar el amor divino y las doctrinas reveladas de la religión restaurada a nuestros vecinos y amigos. Debemos estar al servicio de ellos en la medida de nuestras posibilidades y oportunidades. Debemos conservar nuestros principios en un nivel elevado y defender lo recto. Debemos continuar congregando al Israel disperso por los cuatro cabos de la tierra y ofrecerle las ordenanzas y los convenios que sellan a las familias para siempre. Hemos de llevar esas bendiciones a las personas de todas las naciones.
Si vivimos de ese modo, nuestro Maestro nos bendecirá, pues nos ha hecho esta promesa: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”40.
La nuestra es la causa celestial del Señor. La nuestra es la causa de la gloria eterna para todo el género humano. Y, en calidad de pacificadores, seremos llamados los hijos de Dios. De ello testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.