Para que todos sean uno en nosotros
No seremos uno con Dios y con Cristo hasta que logremos que la voluntad y el interés de Ellos sean nuestro mayor deseo.
Al llegar al fin de Su ministerio terrenal, y saber que “su hora había llegado” (Juan 13:1), Jesús reunió a Sus apóstoles en un aposento alto en Jerusalén. Después de la cena y de haberles lavado los pies y haberles enseñado, Jesús ofreció una oración sublime e intercesora a favor de esos apóstoles y de todos los que creerían en Él. Suplicó al Padre con estas palabras:
“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,
“para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste.
“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno.
“Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad” (Juan 17:20–23).
¡Cuán glorioso es el contemplar que se nos ha invitado a esa unidad perfecta que existe entre el Padre y el Hijo! ¿Cómo puede suceder eso?
Al meditar en esa pregunta, queda claro que debemos comenzar por llegar a ser uno dentro de nosotros mismos. Somos seres duales, con un cuerpo y un espíritu, y a veces no nos sentimos en armonía o tenemos conflictos. La conciencia, la luz de Cristo (véase Moroni 7:16; D. y C. 93:2) ilumina nuestro espíritu, y naturalmente, éste responde a los susurros del Espíritu Santo y desea seguir la verdad. Pero los apetitos y las tentaciones a los que está sujeta la carne pueden, si lo permitimos, vencer y dominar el espíritu. Pablo dijo:
“Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.
“Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
“pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Romanos 7:21–23).
Nefi expresó sentimientos semejantes.
“Sin embargo, a pesar de la gran bondad del Señor al mostrarme sus grandes y maravillosas obras, mi corazón exclama: ¡Oh, miserable hombre que soy! Sí, mi corazón se entristece a causa de mi carne. Mi alma se aflige a causa de mis iniquidades.
“Me veo circundado a causa de las tentaciones y pecados que tan fácilmente me asedian” (2 Nefi 4:17–18).
Mas, al recordar al Salvador, Nefi pronuncia esta conclusión llena de esperanza: “…no obstante, sé en quien he confiado” (2 Nefi 4:19). ¿Qué quiso decir?
Jesús fue también un ser de carne y espíritu, pero no cedió a la tentación (véase Mosíah 15:5). Al buscar unidad y paz dentro de nosotros, podemos volvernos a Jesucristo porque Él comprende; comprende qué significa afrontar la lucha y también cómo ganarla. Como dijo Pablo: “…no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).
Lo más importante es que podemos acudir a Jesús para que nos ayude a restaurar la unión interior de nuestras almas cuando hayamos caído ante el pecado y destruido nuestra paz. Poco después de Su súplica intercesora para que fuésemos “perfectos en unidad”, Jesús sufrió y dio Su vida para expiar el pecado. El poder de Su expiación puede eliminar los efectos del pecado. Cuando nos arrepentimos, Su gracia expiadora nos justifica y purifica (véase 3 Nefi 27:16–20). Es como si no hubiéramos sucumbido, como si no hubiéramos cedido a la tentación.
Al esforzarnos día a día y semana tras semana por seguir el camino de Cristo, nuestro espíritu afirma su preeminencia, la pugna interior decrece y las tentaciones cesan de causar preocupación. Hay una armonía cada vez mayor entre lo espiritual y lo físico hasta que nuestros cuerpos físicos se transforman, como dijo Pablo, de “instrumentos de iniquidad” en “instrumentos de justicia” ante Dios (véase Romanos 6:13).
Llegar a ser uno dentro de nosotros mismos nos prepara para la bendición aún más grandiosa de llegar a ser uno con Dios y Jesucristo.
Jesús logró una unidad perfecta con el Padre al someterse, tanto en cuerpo como en espíritu, a la voluntad del Padre. Su ministerio estuvo siempre claramente definido porque en Él no había una doble mentalidad que le debilitara ni le distrajera. Al referirse a Su Padre, Jesús dijo: “porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29).
Por ser la voluntad del Padre, Jesús se sometió aun hasta la muerte, “la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).
Indudablemente, no fue cosa insignificante. Ese sufrimiento dijo: “…hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.
“Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres” (D. y C. 19:18–19).
Esas declaraciones revelan que la aspiración suprema del Salvador es glorificar al Padre. El Padre es “en” el Hijo en el sentido de que la gloria y la voluntad del Padre son la preocupación máxima del Hijo.
Durante la Última Cena con Sus apóstoles, el Salvador dijo:
“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador.
“Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (Juan 15:1–2).
Es posible que no sepamos con anticipación qué forma de expiación personal sea necesaria ni qué sacrificios implique, pero si preguntáramos como lo hizo el joven rico: “¿Qué más me falta?” (Mateo 19:20), la respuesta del Salvador sería la misma: “Ven y sígueme” (Mateo 19:21); sé mi discípulo, así como yo soy discípulo del Padre, llega a ser “como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a [someterte] a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre [ti], tal como un niño se somete a su padre” (Mosíah 3:19).
El presidente Brigham Young habló de forma comprensiva del reto que enfrentamos, cuando dijo:
“Después de todo lo que se ha dicho y hecho, después que Él ha guiado a Su pueblo por tanto tiempo, ¿no perciben una falta de confianza en nuestro Dios? ¿La perciben en ustedes? Podrían preguntar: ‘Hermano Brigham, ¿la percibe en usted mismo?’. Sí, me doy cuenta de que todavía me falta confianza, sí hasta cierto punto, en Él, en quien confío. ¿Por qué? Porque no tengo el poder, como resultado de lo que la Caída ha producido en mí…
“…En ocasiones algo nace en mi interior que… traza una línea divisoria entre mi interés y el interés de mi Padre Celestial, que hace que mi interés y el interés de mi Padre Celestial no sean uno precisamente.
“…Nosotros debemos sentir y comprender, hasta donde nos resulte posible, hasta donde nuestra naturaleza caída nos permita, hasta el punto en que podamos obtener fe y conocimiento para entendernos a nosotros mismos, que el interés del Dios al que servimos es nuestro interés y que no tenemos ningún otro, ni en el tiempo ni en la eternidad” (Deseret News, 10 de septiembre de 1856, pág. 212).
No cabe la menor duda de que no seremos uno con Dios y con Cristo hasta que logremos que la voluntad y el interés de Ellos sean nuestro mayor deseo. Esa sumisión no se logra en un día, pero mediante el Espíritu Santo, el Señor nos ayudará si estamos dispuestos, hasta que, con el tiempo, podamos decir con certeza que Él es en nosotros como el Padre es en Él. A veces tiemblo al pensar en lo que ello pueda requerir, pero sé que es sólo en esa unión perfecta que se puede hallar una plenitud de gozo. Me siento agradecido más allá de lo que las palabras puedan expresar de haber sido invitado a ser uno con esos Seres Santos que venero y adoro como mi Padre Celestial y mi Redentor.
Ruego que Dios escuche la oración del Salvador y nos guíe a todos a ser uno con Ellos, es mi oración en el nombre de Jesucristo. Amén.