2003
Convenios
enero de 2003


Ven y escucha la voz de un profeta

Convenios

Siempre debemos honrar y guardar sagrados los convenios de salvación que hemos hecho con el Señor y, si lo hacemos, Él nos ha prometido: “…recibirás revelación tras revelación, conocimiento sobre conocimiento, a fin de que conozcas los misterios y las cosas apacibles, aquello que trae gozo, aquello que trae la vida eterna” (D. y C. 42:61).

Muchos convenios [se tienen que hacer y observar a fin de tener] felicidad tanto aquí como en la vida venidera. Entre los más importantes se encuentran los convenios del matrimonio hechos entre marido y mujer; de esos convenios emana la dicha más grande de la vida.

El convenio del bautismo, con la ordenanza de la confirmación que le acompaña, abre la puerta para la vida eterna.

Los convenios del templo son la base para obtener las bendiciones más grandes que el Señor tiene para nosotros.

Nosotros tenemos el gran privilegio de participar de la Santa Cena, la Cena del Señor. La renovación de nuestros convenios bautismales al participar de la Santa Cena nos protege contra toda clase de mal. Al participar dignamente del pan y del agua, en memoria del sacrificio del Salvador, testificamos ante Dios el Padre que estamos dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de Su Hijo, y a recordarle siempre, y a guardar Sus mandamientos qué Él nos ha dado. Si hacemos eso, siempre tendremos Su Espíritu con nosotros (véase D. y C. 20:77, 79). Si participamos de la Santa Cena con regularidad y somos fieles a esos convenios, la ley estará en nuestras entrañas y estará escrita en nuestro corazón. Permítanme contar un relato del “ Church News ” con el fin de ilustrar lo antedicho:

“Un grupo de maestros de religión estaba tomando un curso de verano sobre la vida del Salvador; dicho curso se concentraba de manera particular en las parábolas.

“Al llegar el día del examen final… los alumnos llegaron al salón de clases y encontraron una nota que decía que el examen se presentaría en otro edificio que quedaba del otro lado del campo universitario. Más aún, la nota decía que era necesario terminarlo dentro del término de dos horas, que comenzarían a contar casi de inmediato.

“Los alumnos se apresuraron a cruzar el campo universitario. En el trayecto, pasaron junto a una pequeña que lloraba junto a su nueva bicicleta a la que se le había reventado un neumático; un anciano cojeaba dolorosamente en camino a la biblioteca con un bastón en una mano mientras que con la otra trataba de sujetar una pila de libros que se le iban cayendo. Cerca de uno de los edificios vieron sentado en un banco a un hombre barbudo y mal vestido (obviamente acongojado).

“Al entrar apresurados al salón de clases, los recibió el maestro, quien les dijo que todos habían salido mal en el examen final.

“Les expresó que la única prueba para saber si habían comprendido la vida y las enseñanzas del Salvador había sido la forma en que tratarían a la gente necesitada.

“Las semanas de estudio a los pies de un excelente profesor les habían enseñado mucho acerca de lo que Cristo había dicho y hecho”. Habían aprendido la letra pero no el espíritu; habían hecho caso omiso de la pequeña y de los dos hombres, lo que demostró que el intenso mensaje del curso no había hecho mella en su mente.

A veces debemos mirar dentro de nuestra alma y ver lo que en realidad somos. Por más que quisiéramos, nuestra verdadera forma de ser no se puede ocultar puesto que emana de forma diáfana de nuestro interior; los intentos que hacemos para engañar a los demás sólo nos engañan a nosotros mismos. En ocasiones somos como el emperador del cuento de hadas que pensó que estaba ataviado con hermosos vestidos cuando en realidad estaba desnudo.

El comportamiento cristiano fluye del manantial más recóndito del corazón y del alma humana. Lo guía el Espíritu Santo del Señor, que se promete en las ordenanzas del Evangelio. Nuestra esperanza más grande debiera ser el de disfrutar de la santificación que se recibe de esa guía divina; nuestro mayor temor debiera ser el de perder esas bendiciones.

Tomado de un discurso de la Conferencia General de abril de 1998.

Imprimir