El testimonio de mi sobrina
Mi sobrina Mariela no tenía más de ocho años cuando falleció su madre. Poco después, su padre (mi hermano), la tomó a ella, a su hermano y a la abuela de los niños, y se los llevó a otra parte del país.
Por ese entonces, soñé con la madre de mi sobrina y a causa del sueño, tuve la impresión de prestar atención especial a Mariela. Tomé la determinación de hacerlo; sin embargo, resultó difícil porque vivía lejos. Por lo general sólo nos veíamos durante las vacaciones, pero aun en esos momentos le hablé de la Iglesia, de las normas del Evangelio y del amor que Dios tiene por Sus hijos.
Con el paso de los años, Mariela se convirtió en una jovencita y yo llegué a sentir un amor de madre por ella. Con el tiempo completó sus estudios universitarios y empezó a trabajar. Los misioneros la visitaron en varias ocasiones y yo ansiaba fervientemente que se bautizara. Luego la trasladaron en su trabajo y se mudó aún más lejos, pero yo seguí orando por ella.
No mucho tiempo después, Mariela se sintió muy triste ante la muerte de tres personas a las que quería mucho: su abuela, que la había criado, murió; luego su novio falleció en un accidente automovilístico; a esta pérdida le siguió poco después la de su padre. Estos acontecimientos hundieron a mi sobrina en una depresión y perdió gran parte de su interés por la vida. Yo seguí intentando animarla y consolarla y traté de explicarle que podía soportar incluso estas experiencias tristes.
Un año después de la muerte de su padre, hice los arreglos para que se efectuaran las ordenanzas del templo en su favor. Su esposa y una hija que había muerto de pequeña le fueron sellados a él, y tanto él como su esposa fueron sellados a sus respectivos padres.
La siguiente ocasión en que Mariela fue a verme, le mostré los registros de grupo familiar y le dije que se habían hecho las ordenanzas del templo por sus familiares. A continuación le expliqué que tendrían la oportunidad de aceptar el Evangelio y estas ordenanzas que se habían efectuado en su favor, y le aseguré que las familias pueden estar juntas para siempre. Ella estaba profundamente conmovida y pidió prestados tres ejemplares de la revista Liahona , tras lo cual empezó a visitarme con mayor frecuencia y a menudo hablábamos del Evangelio.
Un día, Mariela me dijo que los misioneros le habían enseñado las charlas y que había aceptado el Evangelio. Dijo que estaba convencida de la veracidad del Evangelio gracias a la importancia que da a la familia. Yo lloré de felicidad.
Doy gracias a mi Padre Celestial. Creo que esto es lo que Él deseaba por tanto tiempo: que se llevara el Evangelio a los familiares de ambos lados del velo.
Irma de Mackenna es miembro del Barrio Quilpué Centro, Estaca Marga Marga, Quilpué, Chile.