Lealtad
Sean leales a lo mejor que está dentro de ustedes; sean fieles y verídicos a los convenios que están relacionados con el sacerdocio de Dios.
En todo el mundo, no hay otra reunión que se compare a ésta. Dondequiera que estemos, cualquiera sea el idioma que hablemos, todos somos hombres sobre cuya cabeza se han impuesto las manos para recibir el sacerdocio de Dios. Ya seamos jovencitos que hayan recibido el Sacerdocio Aarónico o menor, u hombres que hayan recibido el Sacerdocio de Melquisedec o mayor, sobre cada uno de nosotros se ha conferido algo maravilloso y magnífico, una porción de la esencia misma de la divinidad.
Repito, en todo el mundo no hay una congregación como ésta. Nos encontramos reunidos en los lazos de hermandad, en una vasta congregación de hombres que han sido investidos con cierto poder o autoridad, que se sienten honrados con el privilegio de hablar y de actuar en el nombre del Todopoderoso. El Señor Dios de los cielos ha considerado apropiado conferir sobre nosotros algo que es exclusivamente Suyo. A veces me pregunto si somos dignos de él; me pregunto si en verdad lo valoramos. Me maravilla el carácter infinito de este poder y autoridad; tiene que ver con la vida y la muerte, con la familia y la Iglesia, con la grandiosa y trascendente naturaleza de Dios Mismo y Su obra eterna.
Hermanos, les saludo como miembros de quórumes del santo sacerdocio; les saludo como siervos del Dios viviente quien ha depositado sobre cada uno de nosotros una responsabilidad que no debemos ni podemos eludir.
En armonía con ese saludo, he elegido hablar sobre los diversos aspectos de una palabra; esa palabra es lealtad.
Pienso en la lealtad desde el punto de vista de ser fieles a nosotros mismos; desde el punto de vista de ser absolutamente fieles a la compañera que hemos escogido; desde el punto de vista de ser absolutamente fieles a la Iglesia y a sus muchas facetas de actividad; desde el punto de vista de ser absolutamente fieles al Dios del cielo, nuestro Padre Celestial, y a Su Amado Hijo, nuestro Redentor, el Señor Jesucristo.
Debemos ser fieles a lo mejor que llevamos en nuestro interior. Somos hijos de Dios que tienen el honor de poseer Su autoridad divina. Pero vivimos en un mundo de maldad; hay un poder constante que nos está tirando, que nos tienta a participar de aquello que es totalmente contradictorio al divino sacerdocio que poseemos. Es interesante observar la forma en que el padre de las mentiras, ese astuto hijo de la mañana, que fue expulsado de los cielos, siempre tiene los medios y la capacidad para tentar, persuadir y atraer a sus sendas a aquellos que no son fuertes y alertos. Recientemente, cierta película conmovedora fue aclamada como la mejor del año; no la he visto y no creo que vaya a hacerlo, pero me han dicho que está llena de escenas de sexo y de obscenidades.
La pornografía es una de las características de nuestros días; los que la producen se enriquecen a expensas de la credulidad de aquellos que disfrutan de ella. En las primeras líneas de la revelación que conocemos como la Palabra de Sabiduría, el Señor declara: “Por motivo de las maldades y designios que existen y que existirán en el corazón de hombres conspiradores en los últimos días, os he amonestado y os prevengo, dándoos esta palabra de sabiduría por revelación” (D. y C. 89:4).
Luego prosigue a hablar acerca de los alimentos que llevamos a la boca. Esas mismas palabras se podrían aplicar en lo referente a lo que llevamos a nuestra mente cuando nos entregamos a la pornografía.
Hermanos, todo hombre y jovencito que me esté escuchando sabe lo que es degradante; no necesitan un mapa para predecir a dónde les llevará ese hábito. Comparen eso con la belleza, la paz y el maravilloso sentimiento que provienen del vivir cerca del Señor y de alzarse por encima de las prácticas engañosas y entorpecedoras que nos rodean.
Esto se aplica a ustedes, mis queridos jovencitos que están en esta reunión; ustedes son blancos específicos del adversario. Si él les puede dominar ahora, sabe que podrá controlarlos toda la vida. Ustedes llevan en su interior maravillosos poderes e instintos para un propósito divino. No obstante, si se utilizan indebidamente, se convierten en algo que destruye en vez de que edifique.
Estoy profundamente agradecido por la fortaleza de nuestra juventud, pero también soy consciente de que algunos se nos escabullen. Toda pérdida es una tragedia. El reino de nuestro Señor les necesita; sean dignos de ello; sean leales a lo mejor de ustedes mismos; nunca se degraden haciendo lo que les robaría la fortaleza para abstenerse.
A ustedes, hermanos, extiendo un desafío: aléjense de la oleada de vulgaridad que los destruiría; aléjense de las maldades del mundo; sean leales a lo mejor de ustedes mismos; sean leales a lo mejor que está dentro de ustedes; sean fieles y verídicos a los convenios que están relacionados con el sacerdocio de Dios. Ustedes no deben revolcarse en la lascivia, no deben mentir, no deben hacer trampas, no deben aprovecharse de los demás injustificadamente sin denegar esa chispa de divinidad con la que cada uno de nosotros vino a esta tierra. Ruego con todas mis fuerzas, hermanos, que nos elevemos por encima de eso y seamos leales a lo mejor de nosotros mismos.
Sean leales en sus relaciones familiares. He sido testigo de mucho de lo mejor y de mucho de lo peor en el matrimonio. Todas las semanas tengo la responsabilidad de actuar tocante a las solicitudes de cancelación de sellamientos en el templo. El divorcio se ha convertido en algo muy común en todo el mundo. Aun en los lugares donde no es legal, hombres y mujeres simplemente pasan por alto la ley y viven juntos. Estoy agradecido por poder decir que el divorcio es mucho menos frecuente entre los que están casados en el templo; pero incluso entre éstos, hay más divorcios que los que debería haber.
La novia y el novio van a la Casa del Señor profesándose amor el uno por el otro; entran en convenios solemnes y eternos el uno con el otro y con el Señor. Su relación queda sellada en un pacto eterno. Nadie espera que un matrimonio funcione a la perfección, pero uno esperaría que todo matrimonio que se efectúa en la Casa del Señor llevase consigo un convenio de lealtad mutua.
Por mucho tiempo he pensado que el factor más importante en un matrimonio feliz es la preocupación solícita por la comodidad y el bienestar de nuestro cónyuge. En la mayoría de los casos, el egoísmo es el factor principal que ocasiona discusión, separación, divorcio y corazones destrozados.
Hermanos, el Señor espera algo mejor de nosotros; Él espera algo mejor de lo que se encuentra en el mundo. Nunca olviden que fueron ustedes quienes seleccionaron a su compañera; fueron ustedes los que pensaron que no había nadie más en el mundo como ella; fueron ustedes los que desearon tenerla para siempre. Pero en demasiados casos, la imagen de la experiencia en el templo se desvanece. La causa de ello podría ser un deseo lujurioso. La crítica reemplaza el elogio. Si buscamos lo peor en alguna persona, lo encontraremos, pero si nos concentramos en lo mejor, ese elemento crecerá hasta que resplandezca.
En ello no me encuentro sin experiencia personal. Mi esposa y yo pronto cumpliremos 66 años de casados. No sé cómo ha podido soportarme todo este tiempo. Ya hemos envejecido. Pero cuán agradecido estoy por ella. Cuán deseoso estoy de que se encuentre cómoda; cuánto deseo lo mejor para ella. ¡Qué gran compañera ha sido! ¡Qué esposa tan maravillosa y qué formidable madre, abuela y bisabuela!
De seguro habrán oído del hombre que vivió hasta una edad avanzada y le preguntaron a qué atribuía su longevidad. Respondió que cuando él y su esposa se casaron, acordaron que cuando discutieran, uno tendría que salir de la casa. Él dijo: “Caballeros, atribuyo mi longevidad al hecho de que he aspirado mucho aire fresco durante todos estos años”.
Hermanos, sean leales a su compañera. Que su matrimonio sea bendecido con una inquebrantable lealtad mutua. Busquen su felicidad el uno con el otro; den a su compañera la oportunidad de progresar en las cosas que a ella le interesen, de desarrollar sus talentos, de desarrollarse a su propia manera, y de experimentar su propio sentido de realización.
Permítanme ahora decir algo en cuanto a la lealtad a la Iglesia.
Vemos tanta indiferencia; hay aquellos que dicen: “La Iglesia no me va a dar órdenes de cómo debo de pensar sobre esto ni aquello, ni cómo vivir mi vida”.
No, contesté, la Iglesia no le va a dar órdenes a ningún hombre sobre cómo debe pensar ni lo que debe hacer. La Iglesia señalará el camino e invitará a todo miembro a vivir el Evangelio y disfrutar de las bendiciones que provienen del vivir de esa manera. La Iglesia no le dará órdenes a ningún hombre, sino que aconsejará, persuadirá, instará y esperará lealtad de aquellos que profesan ser miembros de ella.
Cuando yo era estudiante universitario, le dije a mi padre en una ocasión que pensaba que las Autoridades Generales habían sobrepasado sus derechos al proponer cierta cosa. Él dijo: “El Presidente de la Iglesia nos lo ha pedido y yo lo sostengo como Profeta, Vidente y Revelador, y estoy resuelto a seguir su consejo”.
He prestado servicio en los consejos generales de esta Iglesia durante 45 años. He sido Ayudante de los Doce, miembro de los Doce, consejero de la Primera Presidencia, y ahora, durante ocho años, Presidente. Quiero darles mi testimonio de que aunque he estado presente en literalmente miles de reuniones donde se ha hablado de las normas y los programas de la Iglesia, nunca he estado en una donde no se hubiese buscado la guía del Señor ni donde hubiese el deseo, por parte de cualquiera de los presentes, de proponer o hacer nada que fuese perjudicial u obligatorio para nadie.
En el Libro de Apocalipsis dice: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!
“Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:15–16).
Les hago una promesa, mis queridos hermanos, que mientras esté desempeñando mi actual responsabilidad, nunca daré mi consentimien- to ni recomendaré ninguna norma, ningún programa, ninguna doctrina que no sea para otra cosa más que para el beneficio de los miembros de ésta, la Iglesia del Señor.
Ésta es Su obra; Él la estableció; Él ha revelado su doctrina; Él ha señalado sus prácticas; Él ha creado su gobierno; es Su obra y Su reino, y Él ha dicho: “…porque aquellos que no son conmigo, contra mí son” (2 Nefi 10:16).
En 1933, hubo un movimiento en los Estados Unidos para anular la ley que prohibía la producción y venta de bebidas alcohólicas. A la hora de votar, el voto del estado de Utah fue el decisivo.
Yo me encontraba en una misión, en Londres, Inglaterra, cuando leí el titular del diario que proclamaba: “El estado de Utah pone fin a la prohibición”.
El presidente Heber J. Grant, en aquel entonces Presidente de esta Iglesia, había suplicado a nuestros miembros que no votasen para anular la prohibición. Le descorazonó que tantos miembros de la Iglesia de este estado no hicieron caso a su consejo.
En esta ocasión no voy a hablar acerca de lo bueno o lo malo de la prohibición, sino sobre la lealtad inquebrantable hacia la Iglesia.
Mis hermanos, cuán agradecido me siento, cuán profundamente agradecido por la gran fe de tantos Santos de los Últimos Días que, al enfrentar una decisión importante sobre la cual la Iglesia ha expresado su postura, se ciñen a esa postura. Y estoy especialmente agradecido de expresar que entre los que son leales hay hombres y mujeres sobresalientes, de éxito, con educación, influencia, fortaleza… personas sumamente inteligentes y capaces.
Cada uno tiene que hacer frente a la cuestión: o la Iglesia es verdadera, o es un fraude. No hay puntos intermedios. Es la Iglesia y el reino de Dios o no es nada.
Gracias, mis queridos hermanos, hombres de gran fortaleza, gran fidelidad, gran fe y gran lealtad.
Finalmente, lealtad a Dios nuestro Padre Eterno y Su Amado Hijo, el Señor Jesucristo.
En esta Iglesia, todo hombre tiene derecho al conocimiento de que Dios es nuestro Padre Eterno y Su Amado Hijo es nuestro Redentor. El Salvador dio la clave mediante la cual podemos obtener ese conocimiento. Él dijo:
“El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17).
Judas Iscariote ha pasado a la historia como el gran traidor, el que vendió su lealtad por 30 piezas de plata (véase 26:15).
Cuántos en nuestros días, para citar las palabras de Pablo, “[crucifican…] de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y [lo exponen] a vituperio” (véase Hebreos 6:6).
Ustedes saben de las obscenidades que se dicen en la escuela y en la calle; evítenlas; nunca las dejen salir de sus labios. Para demostrar su lealtad al Dios del cielo y al Redentor del mundo mantengan sagrados los nombres de Ellos.
Oren a su Padre Celestial en el nombre del Señor Jesucristo, y siempre, bajo toda circunstancia, mediante la naturaleza misma de sus vidas, demuestren su lealtad y su amor.
¿Quién sigue al Señor?
Toma tu decisión.
Clamamos sin temor;
¿Quién sigue al Señor?
(Himnos, Nº 170.)
Que las bendiciones del cielo estén con ustedes y sus familias, mis queridos hermanos. Que a cada uno de nosotros siempre se le encuentre como una persona veraz y fiel, hombres y jovencitos de integridad y absoluta lealtad, ruego en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.