La luz de Su amor
Nuestro Padre Celestial nos comprende a cada uno. Él sabe cómo amarnos de la manera que más lo necesitamos.
Cuando yo tenía nueve años, nuestra familia se mudó a una casa con un sótano sin terminar donde dormíamos mi hermana y yo. A veces, al estar acostada, las paredes parecían figuras misteriosas que me hacían tener pesadillas. En ocasiones caminaba dormida por toda la casa y de repente despertaba en un lugar extraño.
Una de esas noches, desperté muy confusa y asustada. Traté de gritar para que me ayudaran, pero no me salió la voz. Estaba tan oscuro que ni podía ver la mano frente a mis ojos. De repente, alguien encendió una luz y pude darme cuenta de dónde me encontraba. Mamá debió haberme oído caminar dormida y bajó al sótano. Al no encontrarme en la cama, encendió la luz para buscarme.
Al sólo ver la luz, supe claramente dónde me encontraba, lo mucho que mi madre me amaba, y cómo volver al calor de mi cama. Por el miedo que yo le tenía a las sombras, le pedí a mamá que dejara encendida una luz, lo cual hizo. Doy gracias de que ella me haya amado lo suficiente para bajar al sótano y encender una luz.
Hoy sentimos que otra clase de luz se encendió en nuestro interior al escuchar al coro de niños cantar: “El Señor me da… Su amor” (“Le seguiré con fe”), Liahona, febrero de 2003, pág. 16). Ésa es la razón por la que cada semana vamos a la Iglesia y cantamos himnos y canciones de la Primaria, y los repetimos una y otra vez. Sabemos la letra, pero, de pronto, las palabras llenan nuestro corazón de luz y amor; es como si recordáramos quiénes somos en realidad. Por ser hijos de nuestro Padre Celestial, es como si Él bajara y encendiera la luz para que podamos ver.
Ese sentimiento de luz que sentimos en la Iglesia es como el amor y la seguridad que sentí cuando mi madre encendió la luz en el sótano.
Una doctora llamada Rachel Remen relata la historia de un apuesto y joven jugador de fútbol que pierde el sentimiento de amor que nos da la luz. Su vida había sido buena, con amigos y un cuerpo lleno de vigor. Un día le encontraron cáncer en una pierna y se la tuvieron que amputar arriba de la rodilla. El jugar fútbol y ser famoso era algo del pasado. Se sentía muy enojado y su vida era triste y confusa. Era difícil para él saber quién era en verdad.
La doctora Remen le pidió al joven que hiciera un dibujo de la apariencia de su cuerpo. Trazó un simple jarrón; luego, con un lápiz de cera, trazó una rajadura de arriba abajo. Era obvio que él pensaba que su cuerpo era como un jarrón quebrado que jamás volvería a ser útil, lo cual no era así. Le hicieron una pierna artificial para que pudiera caminar, pero el corazón de él estaba tan lleno de tristeza que su cuerpo no sanaba.
Luego habló con algunas personas que tenían problemas similares a los de él y comprendió lo que sentían. Empezó a ayudar a los demás a sentirse mejor y al llegar la luz a su propio corazón, empezó a sanar.
Conoció a una jovencita que tenía una condición similar a la de él; ella tenía el corazón lleno de temores. Cuando él entró en la habitación de ella por primera vez en el hospital, ella se negó a mirarle y siguió acostada, con los ojos cerrados. Él hizo todo lo posible por captar su atención: encendió la radio, contó chistes, y por fin se quitó la pierna artificial y la dejó caer en el suelo. Asombrada, ella abrió los ojos y lo vio por primera vez cuando comenzaba a saltar alrededor del cuarto, chasqueando los dedos al compás de la música. Ella soltó la carcajada y dijo: “Si tú puedes bailar, tal vez yo pueda cantar”. Se hicieron amigos; compartieron sus temores y se ayudaron y animaron el uno al otro.
En la última visita que tuvo con la doctora, el joven miró el antiguo dibujo del jarrón con la rajadura y dijo: “Ese dibujo de mi persona no está terminado”. Tomó un lápiz de cera amarillo y trazó líneas que salían de la rajadura hacia los bordes de la hoja. Puso el dedo en la fea rajadura negra y dijo: “La luz sale de aquí”. (Véase Kitchen Table Wisdom, 1996, pág. 114–118.) Creo que quiso decir que las experiencias difíciles y oscuras nos sirven para sentir la luz del amor de nuestro Padre Celestial.
La noche en que caminaba dormida y desperté asustada me encontraba a un lado de mi hermana; ella estaba bien, pero yo necesitaba que alguien me ayudara a encontrar la luz.
Eso nos sucede a todos. El tener experiencias diferentes no es lo bello de todo eso, sino el hecho de que nuestro Padre Celestial nos comprende a cada uno. Él sabe cómo amarnos de la manera que más lo necesitamos. A veces sentimos Su amor por medio de nuestros padres, maestros y amigos. A veces lo sentimos por la inspiración del Espíritu Santo. Otras veces lo sentimos mediante la música y los abrazos, las Escrituras y las oraciones. Él nos puede rodear con Su luz cuando lo necesitemos porque somos Sus hijos.
Sé que nuestro Padre Celestial nos ama a todos. “Teniendo el amor de Dios en [nuestros] corazones” (Alma 13:29) nos da la confianza para hacer las cosas difíciles. Siento ese amor al dirigirme a ti hoy. Espero que recuerdes lo que sientes al escuchar testimonios sobre el amor que nuestro Padre Celestial tiene por ti, y que luego trates de estar en los lugares donde puedas sentir la luz de Su amor.
Ruego que todos los niños sientan y atesoren el amor de nuestro Padre Celestial, en el nombre de Jesucristo. Amén.