Recibí consuelo en mi aflicción
Después de mi divorcio, mis hijos y yo hallamos solaz en las sencillas prácticas del Evangelio.
Llevaba 18 años casada cuando mi matrimonio en el templo terminó en separación y luego en divorcio. ¿Cómo podríamos mi familia y yo sobrevivir espiritual y emocionalmente? Durante ese difícil periodo, los principios básicos de un hogar centrado en Cristo se convirtieron en nuestro fuerte y defensa. Ésta es la forma en que la aplicación de esas prácticas familiares y fundamentales del Evangelio nos brindó apoyo y consuelo, nos unió más y nos ayudó a conocer más plenamente el amor del Salvador.
El amoroso milagro de la noche de hogar
Mientras las olas de incertidumbre azotaban a nuestra puerta durante los trámites del divorcio y después del mismo, nuestro compromiso de celebrar la noche de hogar adquirió más importancia que nunca. Sin importar si tuviésemos ganas o no de asistir, perseveramos y cada semana celebramos una noche de hogar “oficial”. A veces la precedían pequeñas rabietas, pero una vez empezado el himno de apertura, el Espíritu se manifestaba y por lo general todo estaba en calma.
Aun aquellos que se negaban a unirse al grupo dejaban abierta la puerta de su dormitorio, lo que permitía que los dulces sonidos de los himnos, las oraciones y las Escrituras realizaran su santa obra. Para cuando entonábamos el himno de clausura, con frecuencia, desde mi sitio al piano, veía a todos mis hijos sentados juntos, un milagro amoroso y un testimonio del espíritu que se recibe únicamente cuando seguimos el consejo del Profeta.
El poder consolador de la música
Durante aquella difícil etapa, adquirí el hábito de sentarme al piano al final de cada día y, con una mano, tocar la melodía de mis himnos favoritos y mis canciones preferidas de la Primaria; solía tocar “El amor del Salvador”, “Cuando venga Jesús”, “Siento el amor de mi Salvador”, “Soy un hijo de Dios” y muchos otros, terminando siempre con “Conmigo quédate, Señor”. Ese ritual nocturno se convirtió en un consuelo para mi familia. No importaba cómo hubiera sido el día, si mamá se sentaba al piano y tocaba algunos himnos, parecía que todo iba bien, o al menos todo era más llevadero.
Un día, en el que me parecía que ya no podía más, pedí a los niños que entraran en la casa y yo me quedé en el automóvil, para llorar y desahogarme. Después de calmarme y orar, entré yo también. Al abrir la puerta, oí las dulces notas de uno de mis himnos favoritos. Era mi hijo, sentado al piano, tocando himnos para apaciguar y consolarme en mi aflicción, tal como yo lo hacía con frecuencia para él y sus hermanas.
El ancla vital de las Escrituras
Durante esa época de pruebas, las Escrituras se convirtieron en un ancla vital para nuestra salud y progreso espirituales. Aun cuando no las leíamos juntos cada día, estaban presentes en nuestra vida y en nuestras conversaciones cotidianas. Acudíamos a ellas cuando surgían controversias o conflictos, para confirmar nuestras decisiones y recibir dirección para nuestra vida. Tras analizar nuestros sentimientos e inquietudes, solíamos compartir un versículo o parte de un discurso de una conferencia para fortalecernos, demostrar nuestra mutua aprobación o consolarnos. Nuestro gastado juego de las Escrituras casi se convirtió en una extensión de nuestras manos y corazones.
Una noche, al irme a acostar, tomé mis Escrituras, las abrí, pero no podía centrar la vista en ellas. Tras un largo día en la escuela, dos empleos, las tareas escolares —y mis habituales cuatro horas de sueño—, me encontraba literalmente sin energías. Llamé a mi hija, que estaba terminando sus tareas, y le pedí que me leyera las Escrituras. ¡Qué momento tan especial fue el dulce ministerio de aquella hija amada! No recuerdo lo que leyó, pero jamás olvidaré su amor y ternura al arroparme en la cama esa noche, tal y como yo había hecho con ella tantas veces antes.
La unidad de la oración
El arrodillarnos por la mañana y por la tarde para orar no sólo hizo que nuestra familia se reuniera en un mismo cuarto, sino que también nos unió espiritualmente. La oración nos brindó un medio de calmar el enojo, de expresar amor, de compartir nuestras cargas y de unirnos para enfrentarnos al mundo. La oración volvió nuestra atención al Señor, concentró nuestros esfuerzos como familia y reafirmó nuestra fortaleza. No importaba lo que afrontaríamos individualmente aquel día, cada uno sabía, sin dudar en nada, que nos amábamos y apoyábamos mutuamente y que nos ayudaríamos como hiciera falta. Atesoro el recuerdo de aquellas ocasiones en las que no sabíamos qué hacer, pero nos tomamos de la mano en silencio y oramos. Después de aquellas sagradas oraciones, siempre nos sentíamos fortalecidos por Su amor para hacer frente a lo que fuera: el alejamiento de los amigos, la consternación en los tribunales o las dificultades para pagar las cuentas. Siempre seguimos adelante, con la oración como aliciente.
Fortaleza para cada momento
En los momentos de prueba y de transición, el perseverar hasta el fin se convierte en una cuestión de perseverar día a día, hora a hora, momento a momento. No sé cuál será la siguiente prueba o transición en mi vida, pero sí sé que al apoyarnos en el Salvador por medio de las sencillas —pero profundas— prácticas del Evangelio, podemos seguir hallando fortaleza para cada momento, cada hora y cada día de nuestra vida.
Colleen M. Pate pertenece al Barrio West Valley 2, Estaca West Valley, Utah.