Mary Jane presta atención
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10:27).
Basado en un hecho real
“¡Apúrate!”, gritaban las amigas de Mary Jane mientras corrían por la calle.
“Ya voy, ya voy”, respondía ella mientras se agachaba para meter otra piedra en el de por sí abultado bolsillo de su mandil (delantal) azul claro.
En 1846, para una niña de nueve años de Gales, la presencia de misioneros Santos de los Últimos Días en el pueblo era todo un acontecimiento. Tanto ella como sus amigos habían oído relatos terribles acerca de los “mormones”; semejante gente merecía ser apedreada.
Al doblar una esquina oyeron música. Un pequeño grupo de personas estaba cantando un himno conocido. Mary Jane era una buena cantante, por lo que se unió al grupo luego que hubo recuperado el aliento. No conocía toda la letra, pero le encantaba tararear la melodía.
Al terminar de cantar, Mary Jane siguió el ejemplo de los élderes y se arrodilló para orar, pero al hacerlo, una por una las piedras se le cayeron del mandil. A la conclusión de la oración, una de sus amigas le dijo: “¡Recojamos las piedras!”, dijo.
“No”, dijo Mary Jane calladamente. “Quiero prestar atención a lo que dicen”.
Volvió la vista hacia los misioneros y escuchó con detenimiento. Uno de los élderes dijo que un profeta llamado José Smith había visto a nuestro Padre Celestial y a Su hijo Jesucristo en una arboleda. Otro explicó por qué venimos a la tierra. Mientras Mary Jane escuchaba, sus amigas se escabulleron entre la multitud y se fueron a jugar. Cuando los élderes terminaron de predicar, Mary Jane se fue lentamente a casa, pensando en lo que había oído.
Pasaron los días y Mary Jane siguió escuchando a los élderes, pues le encantaba lo que aprendía sobre nuestro Padre Celestial. Pero a su madre no. Se oponía tanto a las enseñanzas de los misioneros, que a veces le escondía la ropa a Mary Jane o no le daba de comer para que dejara de ir a la iglesia.
Pero Mary Jane amaba el Evangelio cada vez más. Había aprendido a orar y sus oraciones para recibir un testimonio recibieron respuesta. Deseaba bautizarse y finalmente, una fría noche de diciembre, fue bautizada en un río helado. Los élderes tuvieron que utilizar un hacha para quebrar el hielo. Aunque aquella noche Mary Jane tuvo mucho frío, sentía gran calidez en el corazón, pues sabía que había tomado la decisión correcta.
Sin embargo, estaba triste porque su madre no podía entender el Evangelio verdadero. Cada día, Mary Jane se arrodillaba para orar. “Padre Celestial, estoy muy contenta de ser miembro de la Iglesia, pero quiero que mi madre también se bautice”, decía. “Por favor, ayúdale a entender el mensaje; haz que suceda algo que le ayude a aceptar el Evangelio”. Mary Jane oró por su madre durante tres años; jamás perdió la esperanza.
Cuando Mary Jane tenía 13 años, su madre enfermó gravemente de un pie; era muy doloroso.
Un día, Mary Jane le dijo a su madre: “¿Por qué no les dices a los élderes que vengan y te den una bendición del sacerdocio?”. Como el pie le dolía tanto, la madre por fin accedió y los élderes le dieron una bendición. Para su sorpresa, el pie dejó de dolerle de inmediato. Mary Jane sabía que sus oraciones habían sido contestadas.
Poco tiempo después, la madre de Mary Jane empezó a asistir a las reuniones de la Iglesia y no tardó mucho en bautizarse. Mary Jane estaba más feliz que nunca.
Cuando Mary Jane tenía 17 años, ella y su madre embarcaron rumbo a América a bordo del Jersey y viajaron a Utah. El resto de sus días, Mary Jane siguió al Salvador tal como se le había enseñado en la esquina de una calle de Gales. Siempre estuvo agradecida por haber prestado atención a los élderes aquel día. Estaba especialmente feliz de que cuando tenía nueve años había decidido no tirar las piedras que se le habían caído del bolsillo de su mandil azul.
Mary Ann Snowball pertenece al Barrio Little Valley 1, Estaca Washington Fields , St. George, Utah.
“El Señor confía en Sus verdaderos discípulos. Él envía personas preparadas a Sus siervos preparados. A ustedes les habrá ocurrido, como me ha ocurrido a mí, conocer a personas en circunstancias en las que, sin lugar a dudas, el llegar a conocerlas no fue por casualidad”.
Élder Henry B. Eyring, del Quórum de los Doce Apóstoles, “Hijos y discípulos”, Liahona, mayo de 2003, pág. 31.