Qué estaba pasando por alto?
Me tiré encima del cubrecama verde y me quedé mirando al techo. Tenía la garganta tensa por tratar de contener las lágrimas. No era capaz de entender qué era lo que me pasaba. Había sido un hermoso día de primavera, mi compañera y yo estábamos enseñando a unas personas maravillosas en Kecskemét, Hungría, me hallaba sirviendo al Señor y debía sentirme dichosa. Entonces, ¿por qué tenía ese constante sentimiento de fracaso?
Conocía a muchos misioneros que tenían que luchar de vez en cuando contra esos sentimientos de ineptitud, pero últimamente parecía que éstos formaban parte permanente de mi estado de ánimo. ¿Acaso no estaba haciendo lo correcto, como orar con frecuencia, leer las Escrituras, trabajar arduamente y obedecer las reglas de la misión? A pesar de ello, me sentía imperfecta. Me parecía como si mis faltas impidieran que el Señor llegara hasta las personas que necesitaban recibir el Evangelio.
Mi compañera estaba en su cama, leyendo una carta de casa. Deseaba hablar con ella, pero era una hermana nueva en el país y tenía dificultades para adaptarse a la vida misional y aprender húngaro, por lo que no tenía por qué oír mis problemas.
Abrí las Escrituras y empecé a leer en Éter 12:27: “y si los hombres vienen a mí, les mostraré su debilidad. Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí…”.
Me detuve. Ese pasaje era uno de mis predilectos. Lo había leído muchas veces y hasta había orado al respecto en el Centro de Capacitación Misional, pidiéndole al Señor que me concediera humildad y me ayudara a ser fuerte. Sabía que el Señor suele enseñarnos a ser humildes por medio de nuestras debilidades. ¿Acaso no era eso lo que Alma dijo a los pobres que habían sido expulsados de las sinagogas (véase Alma 32:6–16)? Sabía que si era capaz de aprender a ser humilde, el Señor me haría fuerte. Pero no me sentía fuerte y día tras día mis debilidades se hacían cada vez más evidentes. ¿Qué estaba pasando por alto?
Decidí volver a leer el versículo y esa vez fue diferente. Fue como si hubiese pasado algo por alto en las anteriores lecturas. “…basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí”. Releí esa línea y el Espíritu me sobrecogió. “¡La gracia de Cristo es suficiente!”. Gracias a la perspectiva del Espíritu, sentí que las cosas empezaban a encajar.
Me fui al final del Libro de Mormón, donde se halla la hermosa invitación de Moroni: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo” (Moroni 10:32).
El Espíritu intentaba enseñarme. Mi problema no era que hubiese hecho algo malo, sino que había algo que no había hecho bien. En mi orgullo, intentaba ser perfecta en vez de humillarme ante Jesucristo y pedirle ayuda para vencer mi debilidad. ¡Claro que estaba fallando! Nadie puede hacerlo solo; sólo podemos ser perfectos en Cristo, con Su ayuda. Debemos hacer nuestra parte, claro está, pero a menos que verdaderamente acudamos a Cristo, no podremos ser salvos ni la Expiación tendrá efecto alguno en nuestra vida. Mas si acudimos a Cristo, entonces Su gracia nos es suficiente; no será ni más ni menos de lo que necesitemos, sino lo suficiente.
Las cosas no cambiaron de la noche a la mañana, pero la paz empezó a abrirse camino en mi corazón. Aun cuando me costaba trabajo de vez en cuando, lo que aprendí sobre la Expiación me sirvió para mantener una perspectiva eterna y me recordó que no era necesario afrontarlo todo a solas.
Siempre estaré agradecida por la oportunidad de servir en una misión, y especialmente por aquella apacible noche en Kecskemét, Hungría, cuando aprendí sobre el poder de la Expiación para curar y sanar.
Rosalyn Collings Eves pertenece al Barrio State College University, Estaca Altoona, Pensilvania.