2004
Cómo mejorar nuestras oraciones
agosto de 2004


Cómo mejorar nuestras oraciones

¿Sienten que el tiempo que dedican a orar enriquece y eleva su alma? ¿Se puede mejorar?

Toda persona que actualmente vive en la tierra moró alguna vez con nuestro Padre Celestial; estuvimos con Él, lo conocimos, oímos Su voz y lo amamos; y si bien estábamos ansiosos por entrar en la vida terrenal y proseguir con nuestro progreso, debimos haber lamentado la separación que eso significaría. Seguro que lamentamos el que un velo cubriera nuestros ojos y que los vívidos recuerdos de nuestra vida tuvieran que quedar cubiertos en el olvido de la vida terrenal. Cuánto habremos anhelado permanecer cerca de nuestro Padre Celestial; cómo habremos hecho convenio de buscarlo y estar en íntima comunión con Él.

Sin duda alguna, la separación de nuestro Padre Celestial se vio aliviada con Su promesa de que, si lo buscábamos por medio de la oración, Él acudiría a nosotros.

Y aquí estamos; nuestros recuerdos de la vida premortal son vagos y oscuros. Hemos olvidado aquellas cosas que suponíamos que no podríamos olvidar jamás. Lamentable y trágicamente, a veces hasta olvidamos a nuestro Padre Celestial, a quien tanto amamos.

¿Han reflexionado en la eficacia de sus oraciones y sus esfuerzos por llegar a Él desde esta vida terrenal? ¿Cuán cerca se sienten de su Padre Celestial? ¿Creen que sus oraciones son contestadas? ¿Sienten que el tiempo que dedican a orar enriquece y eleva su alma? ¿Se puede mejorar?

Hagamos oraciones llenas de significado

Existen muchos motivos por los que nuestras oraciones quizás carezcan de poder. A veces se convierten en algo rutinario; las oraciones se tornan vacías cuando decimos palabras similares una y otra vez con tanta frecuencia que éstas se convierten en una recitación en vez de en un acto de comunicación. Eso es lo que el Salvador describió como “vanas repeticiones” (véase Mateo 6:7). Tales oraciones, agregó, no serán escuchadas.

Nuestro amado profeta, el presidente Gordon B. Hinckley, señaló:

“El problema de la mayoría de nuestras oraciones es que las ofrecemos como si tomáramos el teléfono y realizáramos un pedido a la tienda: hacemos el pedido y colgamos. Es necesario meditar, contemplar, pensar en aquello por lo que oramos y luego conversar con el Señor tal y como un hombre habla con otro”1.

¿Suenan a veces sus oraciones casi igual? ¿Han orado alguna vez mecánicamente, como si las palabras salieran de una máquina? ¿Suelen aburrirse cuando oran?

Las oraciones que no exigen gran parte de nuestra dedicación, ¿merecerán que nuestro Padre Celestial les preste demasiada atención? Si se dan cuenta de que sus oraciones se están convirtiendo en algo rutinario, deténganse y piensen. Mediten un momento en las cosas por las que se sienten agradecidos; búsquenlas, no tienen que ser grandes ni gloriosas. A veces se hace necesario manifestar nuestra gratitud por las cosas pequeñas y sencillas, como el olor de la lluvia, el sabor de su comida favorita o el sonido de la voz de un ser querido.

El mero hecho de pensar en las cosas por las que estamos agradecidos es un bálsamo sanador que nos ayuda a olvidarnos de nosotros mismos, nos permite modificar nuestra perspectiva del dolor y las pruebas a la abundancia de este hermoso mundo en el que vivimos.

Piensen en lo que realmente necesitan. Lleven ante el Señor sus metas, sus esperanzas y sus sueños, y deposítenlas en Él. Nuestro Padre Celestial desea que acudamos a Él y le solicitemos Su ayuda divina. Explíquenle las pruebas por las que están pasando; establezcan sus justos deseos ante Él.

Nuestras oraciones pueden y deben centrarse en cosas prácticas, en las dificultades cotidianas. Si debemos orar por nuestras cosechas (véase Alma 34:24), ¿por qué no hacerlo por las dificultades a las que hacemos frente?

Hay quienes creen que cuanto más elocuente sea una oración, más eficaz será. A menudo, esas oraciones no van dirigidas a los oídos del Todopoderoso, sino a los de los presentes. ¿Desean estar en íntima comunión con el Infinito? Acérquense entonces a Él con reverencia y humildad. No se preocupen tanto por lo refinado de sus palabras, sino de hablar con el corazón.

Oremos con fe

Otra razón por la que las oraciones tienen poca eficacia es que carecemos de fe. Acudimos a nuestro Padre Celestial como el niño que pide algo de sus padres y sabe que se lo negarán. Sin fe, nuestras oraciones no son más que palabras. Con fe, nuestras oraciones conectan con los poderes del cielo y nos proporcionan mayor entendimiento, esperanza y poder. Si por la fe se crearon mundos, entonces por la fe podemos crear y recibir los justos deseos de nuestro corazón.

¿Qué es fe? Fe es confianza absoluta en aquello que está en total armonía con la voluntad del cielo. Al combinar esa confianza con una acción plena por parte nuestra, se tiene fe.

La fe sin obras es muerta. A veces esperamos que nuestro Padre Celestial responda a nuestras oraciones cuando lo único que hemos hecho es expresar una oración. Las puertas de los cielos permanecerán cerradas para aquellos que extiendan las manos y aguardan a que el cielo derrame sus bendiciones sobre ellos.

La acción es el catalizador de los poderes de la fe. Debemos hacer nuestra parte, prepararnos, hacer todo lo que esté a nuestro alcance, y entonces nuestros esfuerzos se verán recompensados.

La oración es una cuestión privada entre ustedes y nuestro Padre Celestial. Tanto Él como ustedes saben cuándo han hecho todo lo posible. Por ninguna razón se comparen con los demás, pues a los ojos de nuestro Padre Celestial, eso carece de importancia.

El reto de la prosperidad

Tal vez uno de los más grandes retos a los que se enfrenta actualmente la Iglesia sea el de la prosperidad. El presidente Brigham Young (1801–1877) dijo:

“Lo que más me preocupa es que esta gente se haga rica en este país y olvide a Dios… Esta gente resistirá las chusmas, el robo, la pobreza y toda clase de persecución, y triunfará. Pero mi gran temor es que no puedan resistir las riquezas”2.

La prosperidad puede insensibilizarnos a las cosas espirituales, darnos la ilusión de tener poder. Cuando enfermamos, acudimos a un médico y sanamos. Cuando tenemos hambre, nos alimentamos. Si tenemos frío, nos calentamos. Es decir, podemos solucionar la mayoría de los problemas cotidianos por nosotros mismos; podemos responder a muchas de nuestras propias oraciones.

Dada la relativa facilidad con la que muchos logran el pan de cada día, se engañan cuando llegan a considerarse salvadores de sí mismos. Su orgullo y vanidad les hace pensar que poco necesitan a su Padre Celestial; menosprecian el poder que creó el universo o a Aquel que dio Su vida para que ellos pudieran vivir.

En Doctrina y Convenios se nos advierte sobre estos idólatras modernos: “No buscan al Señor para establecer su justicia, antes todo hombre anda por su propio camino, y en pos de la imagen de su propio dios, cuya imagen es a semejanza del mundo” (D. y C. 1:16).

Los que adoran las cosas de este mundo un día les llorarán a sus riquezas y les suplicarán que los salven. En ese día conocerán la frialdad de su dios y se apercibirán del terrible error de sus caminos.

La necesidad de la caridad

Otra razón por la que nuestras oraciones tienen poca eficacia es que no socorremos a los necesitados que nos rodean. El Libro de Mormón enseña: “Si… volvéis la espalda al indigente y al desnudo, y no visitáis al enfermo y afligido, y si no dais de vuestros bienes, si los tenéis, a los necesitados, os digo que si no hacéis ninguna de estas cosas, he aquí, vuestra oración es en vano y no os vale nada” (Alma 34:28).

Nuestra disposición de ayudar a los necesitados que están a nuestro alrededor siempre ha caracterizado a los discípulos de Cristo. De hecho, el Salvador enseñó que nuestra salvación misma depende de nuestro nivel de compasión por los demás (véase Mateo 25:31–46). Si damos la espalda al pobre y al necesitado, ¿podemos suponer que nuestro Padre Celestial será misericordioso con nosotros? Así como obremos con los necesitados, así obrará con nosotros nuestro Padre Celestial en nuestra hora de necesidad.

Un modelo de oración

En el salmo 37, David reveló un inspirado proceso de la oración y la fe activas; se trata de un proceso detallado que puede servirnos de modelo a medida que procuremos incrementar nuestra fe y mejorar la eficacia de nuestras oraciones.

“No te impacientes” es el primer paso (véase el versículo 1). Impacientarse significa preocuparse u obsesionarse con algo. Lo primero que debemos hacer es dejar de preocuparnos. Cuando nos preocupamos por el futuro sólo creamos infelicidad en el presente. El inquietarnos adecuadamente por algo puede llevarnos a tomar una decisión acertada, pero el preocuparse por aquello que escapa a nuestro control puede llegar a paralizarnos y desmoralizarnos.

En lugar de preocuparse, concéntrense en hacer todo lo que esté a su alcance y dejen las preocupaciones a nuestro Padre Celestial. Si su corazón está en armonía con Dios, Él se hará cargo de la preocupación y del temor. Debemos aprender a no impacientarnos.

El segundo paso es “confía en Jehová” (véase el versículo 3). ¿Por qué debemos confiar en Él? Porque Él es nuestro amoroso y omnisciente Padre Celestial; el dador de todo buen don; porque nos conoce y desea que seamos felices, que tengamos éxito y que regresemos a Él. Dios está en Su cielo; es perfecto y nos ama.

Recuerdo las muchas ocasiones en que mi querida madre confió mi seguridad en nuestro Padre Celestial. Yo era el capitán del equipo de fútbol americano de la escuela de secundaria East en Salt Lake City y en la Universidad de Utah. Durante todo ese tiempo, no creo que mi madre dejara de orar por mi seguridad. Confiaba en nuestro Padre Celestial y dependía de Él para protegerme de graves daños infligidos en los partidos. Aunque resulté con un buen número de golpes y moretones, jamás sufrí una lesión de trascendencia.

Supongo que mi madre suspiró aliviada cuando le dije que iba a dejar el fútbol durante una temporada. Me reuní con mi amado obispo, Marion G. Romney, para expresarle mi deseo de servir en una misión de tiempo completo. Pero esa breve temporada libre de preocupaciones llegó pronto a su fin cuando fui llamado a servir en la Misión Austriacoalemana. Tres meses después de mi llegada a Salzburgo, el nombre de la misión se cambió al de Misión Suizoaustriaca.

Era 1937. Llegué a Salzburgo, Austria, en la misma fecha que Hitler reunía 300.000 tropas en la frontera para el Anschluss , la invasión de Austria.

Mis padres congregaban a la familia para arrodillarse en oración por la mañana y por la noche y suplicaban por mi seguridad. Sé que percibí la influencia de esas oraciones; confiaba en que nuestro Padre Celestial escucharía sus súplicas; en mis oraciones, yo confiaba en que Él preservaría mi vida.

Un mes antes de que Hitler invadiera Austria fui trasladado a Suiza. Tengo un testimonio de que nuestras oraciones fueron contestadas.

En las Escrituras leemos: “Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5–6).

El tercer paso es “haz el bien” (véase Salmos 37:3). Hacemos el bien porque somos seguidores de Cristo; hacemos el bien porque somos miembros de Su Iglesia; hacemos el bien porque hemos concertado solemnes convenios de ser como una luz al mundo. Nuestro Padre Celestial espera que nuestras obras sean un testimonio viviente de nuestras palabras. Al hacer el bien, el Señor bendecirá nuestros esfuerzos.

Con ello no estoy diciendo que jamás debemos cometer un error, “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). El Señor requiere que lo busquemos con un corazón humilde, que nos arrepintamos de nuestros pecados y que sigamos dando lo mejor de nosotros mismos. Al cometer errores, aprendamos de ellos y esforcémonos por no repetirlos. Así podremos ser más como Cristo y más hombres y mujeres de Dios.

Si nuestras obras contradicen nuestra profesión de fe, nuestras oraciones se debilitan. Al hacer el bien, el Señor puede obrar por conducto nuestro y magnificar nuestros esfuerzos.

El cuarto paso dice así: “Deléitate asimismo en Jehová” (véase Salmos 37:4). ¡Qué doctrina tan maravillosa! En vez de preocuparnos o murmurar porque nuestras oraciones han quedado sin respuesta, debiéramos deleitarnos en el Señor. Sean agradecidos; sean felices. Sepan que el Señor, en Su tiempo, hará realidad todos los deseos justos de ustedes, a veces de forma predecible y otras de manera inimaginable. ¡Qué magnífica receta para lograr felicidad y paz!

El quinto paso es: “Encomienda a Jehová tu camino” (véase el versículo 5). No importa cuáles sean sus preocupaciones, comprométanse a guardar los mandamientos. Hermanos, honren su sacerdocio; hermanas, aférrense a los principios de luz y verdad.

El sexto paso es: “Espera en [Jehová]” (véase el versículo 7). A veces, esperar es lo más difícil. El Señor tiene su propio horario y aunque puede llegar a frustrarnos, Su horario siempre es perfecto. Cuando esperamos en el Señor, le permitimos obrar Su voluntad por nosotros en Su propio tiempo y a Su propia manera.

La oración brinda luz

Al estar en comunión con nuestro Padre Celestial mediante la humilde oración, nuestro corazón recibe el delicado derramamiento del Espíritu Santo. El Señor nos dice: “Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto” (D. y C. 50:24).

Los que carecen de esta luz luchan con la incredulidad; son incapaces de comprender las cosas de Dios porque sus almas tienen poca luz. Por el contrario, cuando nuestra alma se llena de luz, comenzamos a entender con claridad las cosas que una vez fueron oscuras.

Recordarán la experiencia que tuvo José Smith con las tinieblas y la luz en la Arboleda Sagrada. El presidente Lorenzo Snow (1814–1901) escribió sobre una experiencia personal:

“Dos o tres semanas después de mi bautismo… comencé a reflexionar en el hecho de que no había logrado un conocimiento de la verdad de la obra… y empecé a sentirme muy incómodo. Hice a un lado mis libros, salí de casa y vagué por los campos bajo la opresión de un sentimiento lúgubre y desconsolador, mientras que una nube indescriptible de oscuridad parecía envolverme. Tenía la costumbre, al final de cada día, de retirarme a orar en secreto a una arboleda cercana a mi residencia, pero en aquel momento no sentía la inclinación de hacerlo. El espíritu de oración se había ido y el cielo sobre mi cabeza parecía impenetrable. Finalmente, percatándome de que había llegado la hora en la que solía retirarme a orar, decidí no posponer mi actividad y, como mera formalidad, me arrodillé como acostumbraba, en mi lugar habitual de retiro, pero sin el sentimiento que solía tener.

“Tan pronto abrí los labios en mi esfuerzo por orar, oí un sonido, justo arriba de mi cabeza, semejante al roce de ropas de seda, e inmediatamente el Espíritu de Dios descendió sobre mí, rodeándome por completo, llenándome de la cabeza a las plantas de los pies. ¡Qué gozo y felicidad sentí! No hay palabras que puedan describir la transición casi instantánea de la densa niebla de obscuridad mental y espiritual hacia la refulgencia de luz y conocimiento que se me impartió en aquella ocasión. Entonces recibí un conocimiento perfecto de que Dios vive; de que Jesucristo es el Hijo de Dios, y de la restauración del Santo Sacerdocio y la plenitud del Evangelio…

“…aquella noche, al retirarme a descansar, se repitieron las mismas manifestaciones maravillosas, las cuales continuaron durante varias noches seguidas. El dulce recuerdo de aquellas experiencias gloriosas, desde entonces hasta el día de hoy, las conservo vívidas en mi mente, derramando una inspiradora influencia que penetra en todo mi ser, y que confío que permanezca hasta el final de mi existencia terrenal”3.

Hermanos y hermanas, las experiencias espirituales están al alcance de todo el que se presente ante su Padre Eterno con un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Una de las cosas que debemos hacer en esta vida terrenal es alejar las tinieblas; debemos llenar nuestras almas de la luz del Espíritu Santo.

Bendiciones para todos

Las ricas bendiciones que vienen a nuestra vida a través de la oración están al alcance de todos, tanto el pobre como el rico. La estrella de cine no tiene ventaja sobre el obrero; todos somos iguales en nuestra capacidad de acercarnos al trono de nuestro Rey Celestial.

El Salvador nos dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).

Cuando nos acercamos a nuestro Padre Celestial en el nombre de Cristo, abrimos las ventanas de los cielos, ya que de Él recibimos verdad, luz y conocimiento.

La oración es el umbral que cruzamos al iniciar nuestro discipulado de las cosas celestiales y eternas. Nunca estaremos solos en tanto sepamos cómo orar.

Mi ruego y mi deseo es que los miembros de la Iglesia reexaminen sus vidas desde el contexto de la oración, a fin de que elevemos nuestras voces a nuestro Padre y llenemos nuestra alma de luz celestial.

Adaptado de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young, Provo, el 21 de enero de 2003.

Notas

  1. Teachings of Gordon B. Hinckley, 1997, pág. 469.

  2. Citado en James S. Brown, Life of a Pioneer, 1971, págs. 122–123.

  3. Citado en Eliza R. Snow Smith, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 1884, págs. 7–9.