El apreciar el consejo de los ya “entrados en años”
Que tengamos una comprensión mayor y un aprecio más grande por el poder del testimonio, especialmente cuando lo expresan [aquellos que tienen una edad avanzada].
Mis queridos hermanos y hermanas, al prepararnos para escuchar los comentarios finales del presidente Gordon B. Hinckley, al término de esta maravillosa conferencia general, deseo fervientemente que cada uno de nosotros sienta cuán bendecidos somos al haber recibido la sabiduría y la exhortación combinadas de los profetas y apóstoles del Señor, las cuales, si les prestamos atención y obedecemos, nos ayudarán a mantenernos más cerca de nuestro Salvador. Debemos estar particularmente agradecidos por vivir en una época en la que nuestros líderes de la Iglesia, aunque avanzados en años, continúan recibiendo la revelación y la inspiración que impulsan el reino hacia delante, día a día.
Cuando era joven, recibí por escrito una amonestación muy firme de que demostrara ser un hijo fiel y obediente, a fin de que al crecer y al necesitar de consejo y asesoramiento, fuera a mis padres, aunque estuvieran “entrados en años”, para recibir de ellos sabiduría, consuelo y guía. Mi padre falleció hace más de veinte años, habiendo sido para mí una grande y ejemplar fuente de sabiduría todos los días de mi vida. Acabamos de enterrar a mi madre de 101 años, en una tumba junto a su compañero eterno, el lunes pasado. Cuando cumplió 100 años, ella aseveró su testimonio de toda la vida con estas palabras: “El Evangelio es un estilo de vida, es parte del plan para ayudarnos a evitar la amargura. Más que nunca, creo que esta vida es buena, pero que la vida venidera es mejor” (“Growing Old Graciously: Lessons from a Centenarian”, Religious Educator 5, Nº 1, 2004, pág. 11).
Mi madre a menudo me decía que ella oraba todos los días por mí y por nuestra familia. Al acercarse más y más a la muerte, para mí sus oraciones eran especialmente fervorosas y significativas. Mis dos progenitores, así como mis queridos suegros, perseveraron y están perseverando hasta el fin en senderos de justicia, dejando un legado de fiel dedicación para toda su posteridad.
Al presidente Ezra Taft Benson, en la revista Liahona de enero de 1990, se le cita como sigue: “El Señor conoce y ama a la gente mayor de Su pueblo; siempre ha sido así; y a ellos les ha conferido muchas de Sus mayores responsabilidades. En distintas dispensaciones ha guiado a Su pueblo por medio de profetas de edad avanzada; Él ha necesitado la sabiduría y la experiencia de la madurez, la dirección inspirada de aquellos que por largos años han demostrado fidelidad a Su Evangelio” (“A la gente mayor de la Iglesia”, Liahona, enero de 1990, pág. 4).
Estos pensamientos me han hecho meditar en los grandes sermones, en las bendiciones, en los testimonios y en las advertencias que los profetas y los apóstoles han dejado a lo largo del tiempo, especialmente cuando sintieron que envejecían o se preparaban para “descender al polvo”. Algunos de estos pasajes finales están entre los pasajes de las Escrituras más notables y más citados. Por ejemplo, en Moisés 6:57, Enoc afirma sin lugar a dudas: “Enséñalo, pues, a tus hijos, que es preciso que todos los hombres, en todas partes, se arrepientan, o de ninguna manera heredarán el reino de Dios, porque ninguna cosa inmunda puede morar… en su presencia”. Estos principios básicos del Evangelio se enseñaron desde la época de Adán y Eva, y pasaron de generación en generación, tal como dan fe las Escrituras, una y otra vez.
José, que fue vendido para Egipto, dejó estas palabras de consejo para su pueblo, Israel: “…Yo voy a morir; mas Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob” (Génesis 50:24).
Varias generaciones más adelante, al estar por cumplirse la profecía de José, Moisés bendijo a todas las tribus de Israel y pasó el manto de liderazgo a Josué, quien guió al pueblo de regreso a la tierra prometida. Al acercarse el final de sus días, Josué dejó las inmortales palabras: “…escogeos hoy a quién sirváis… pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15).
Profetas posteriores, tales como Jeremías, Isaías y Malaquías dejaron de igual manera testimonios indelebles mediante sus ministerios, profetizando de la venida del Mesías y de Su infinita expiación.
Encontramos un patrón similar a lo largo del Libro de Mormón en el hincapié que se hace al final de los discursos de Nefi, de Jacob y del rey Benjamín, cuyos poderosos discursos cambiaron el corazón de una nación entera, sin dejar de mencionar las magistrales palabras de Abinadí, quien con denuedo, habló sabiendo muy bien que sus días estaban contados: “…enseñadles que la redención viene por medio de Cristo el Señor, que es el verdadero Padre Eterno” (Mosíah 16:15). La lista sigue con Alma y su hijo Alma, y también con Helamán, hijo de Helamán, quien le dio un invalorable consejo a sus hijos: “Y ahora bien, recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento… que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán” (Helamán 5:12).
Éstos y los demás profetas del Libro de Mormón, incluso Mormón mismo, escribieron para nuestro día, sabiendo que necesitaríamos su conocimiento y sabiduría para ayudarnos en estos tiempos peligrosos. El Libro de Mormón mismo finaliza con el incomparable mandamiento de Moroni, el hijo de Mormón, que nos dice: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente” (Moroni 10:32).
Tenemos “testimonios finales” similares en el Nuevo Testamento, tal como la gran declaración de Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7), que testifica que perseveró hasta el fin.
Obtenemos una gran comprensión del crecimiento (espiritual) de Pedro, poderoso apóstol mayor, en su declaración: “…revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo” (1 Pedro 5:5–6).
Y, ciertamente, el más grande personaje de todo los tiempos de quien aprender es el mismo Señor resucitado, que encargó a Sus apóstoles y discípulos: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19–20).
Qué caudal de convicción y de conocimiento nos bridan estas Escrituras en conjunto. ¿Podemos hallar temas inspiradores comunes en cada una de ellas? Creo que se les puede reconocer fácilmente:
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Que Cristo, el Hijo de Dios, vive y es nuestro Redentor y Salvador.
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Que debemos seguirlo y demostrar nuestro amor hacia Él al recordarlo y al guardar con humildad Sus mandamientos.
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Que mediante Su expiación podemos arrepentirnos y ser purificados.
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Que somos Su pueblo del convenio y que debemos siempre guardar los convenios que hayamos hecho.
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Que tenemos que propagar Su Evangelio por todo el mundo.
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Que debemos tener fe, arrepentirnos, ser bautizados, recibir el Espíritu Santo y perseverar hasta el fin.
En nuestra dispensación, los profetas modernos de la restauración reiteran una y otra vez estos mismos principios. En las enseñanzas del presidente John Taylor aprendemos que, “el Hijo del Hombre, padeció todo lo que la carne y sangre puede resistir; como el Hijo de Dios, triunfó sobre todo y ascendió para siempre y se sentó a la derecha de Dios” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia, John Taylor, pág. 49).
Una de mis citas favoritas del presidente Spencer W. Kimball:
“A los testimonios de estos poderosos hombres de la antigüedad —nuestros hermanos en el ministerio del Maestro mismo — quiero agregar el mío. Sé que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, y que fue crucificado por los pecados del mundo. Él es mi amigo, mi Salvador, mi Señor y mi Dios. Con todo mi corazón ruego para que los santos puedan… ganar su herencia eterna con Él, en la gloria celestial” (véase “Cristo, nuestra eterna esperanza”, Liahona, febrero de 1979, pág. 106).
Nuestro profeta de la actualidad, el presidente Gordon B. Hinckley, sigue guiándonos con sus poderosas convicciones, como lo declaró en un reciente discurso pronunciado en una conferencia de estaca: “Tengo un testimonio verdadero, vibrante y vital de la veracidad de esta obra. Sé que Dios nuestro Eterno Padre vive, y que Jesús es el Cristo, mi Salvador y mi Redentor. Es Él quien está a la cabeza de esta Iglesia. Lo único que deseo es seguir adelante con esta obra tal como Él desearía que siguiera adelante” (“Pensamientos inspiradores”, Liahona, octubre de 2003, pág. 5).
Resumiendo los testimonios de todos los apóstoles y profetas, tanto antiguos como modernos, tenemos las inmortales palabras del profeta José Smith, quien declaró: “Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre” (D. y C. 76:22–23).
Deseo agregar mi propia y humilde aseveración de la veracidad de los testimonios antes mencionados. Sé que nuestro Padre Celestial es literalmente el Padre de nuestro espíritu y que Jesucristo es nuestro Salvador, nuestro Redentor, nuestro Señor y, al obedecer Sus mandamientos: nuestro amigo (véase Juan 15:14). Que al estudiar las Escrituras tengamos una comprensión mayor y un aprecio más grande por el poder del testimonio, especialmente cuando lo expresan aquellos que tienen una gran sabiduría y una edad avanzada, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.