Fortalece a tus hermanos
Debes hacer lo que nuestro Salvador y Sus profetas… han enseñado siempre: servir, fortalecer la fe y nutrir a los que precisan de tu amor y bendición.
Para responder a la pregunta: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?”, Jesús contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas”.
Al antiguo Israel y a través de todas las generaciones, Sus profetas pasados y presentes han enseñado siempre la verdad que es eterna y todo lo abarca de que, para heredar la vida eterna, debemos tener amor en nuestra alma: amor por Dios nuestro Eterno Padre y amor por nuestros semejantes.
En las últimas horas de Su ministerio terrenal, Jesús dijo a Pedro: “Pero yo he rogado por ti, que tu fe no te falte; y tú, una vez [convertido, fortalece] a tus hermanos”.
Pedro tenía un testimonio, proveniente del Espíritu, de la divinidad de Jesucristo. Pedro lo sabía, y recibió su conocimiento de la revelación; pero su conversión, el cambio de todo su estilo de vida y de la naturaleza misma de su ser, fue más evidente después del día de Pentecostés, cuando recibió el don y el testimonio del Espíritu Santo que efectúa el cambio en el corazón.
Sí, hermanos y hermanas, tal como Pedro, tenemos un testimonio, pero, ¿es la conversión un proceso continuo en tu vida? ¿Es cada uno de nosotros una obra en formación en las manos de nuestro Hacedor? ¿Está Dios bendiciendo a otras personas por medio de ti? ¿Oras y preguntas a quién quiere el Señor que bendigas, y le sobrelleves la carga? ¿Amas a los demás como te amas a ti mismo?
Cuando Jesús le dijo al intérprete de la ley que para heredar la vida eterna debía amar a su prójimo como a sí mismo, él le preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús le respondió con la parábola del buen samaritano y luego le preguntó: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de misericordia con él”. Con esa parábola, Jesús enseñó que cada uno de nosotros debe demostrar amor activo y benevolencia hacia cada uno de los otros hijos de Su Padre.
El rey Benjamín enseñó a los santos de su época: “…a fin de retener la remisión de vuestros pecados de día en día… quisiera que de vuestros bienes dieseis al pobre… tal como alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo, y ministrar para su alivio, tanto espiritual como temporalmente”. ¿Ministras alivio espiritual y temporal a los que lo necesitan? ¿Extiendes la mano a los demás y fortaleces la fe de los que llegan al redil, tal como los profetas de nuestros días nos lo piden?
La conversión significa consagrar tu vida al cuidado y al servicio de los que necesiten tu ayuda, y compartir con los demás tus dones y bendiciones. El Señor no nos dijo que “apacentemos Sus ovejas cuando sea conveniente, que las cuidemos cuando no estemos ocupados”, sino que dijo, “apacentad mis ovejas y mis corderos, ayudadles a sobrevivir en este mundo, mantenedlos cerca de vosotros. Dijo que los lleváramos a lugar seguro, a la seguridad de las decisiones correctas que los prepararán para la vida eterna”.
Todo acto abnegado de bondad y servicio aumenta tu espiritualidad. Dios trabajará por medio de ti para bendecir a otras personas. Tu incremento espiritual y progreso eterno continuos están estrechamente ligados en tus relaciones, a la manera en que tratas a los demás. ¿De verdad amas a los demás y eres una bendición para ellos? ¿No se mide el grado de tu conversión según la forma en que tratas a otras personas? La persona que haga en la Iglesia estrictamente lo que le concierna y nada más, nunca alcanzará la meta de la perfección. El servicio a los demás es el punto clave del Evangelio y de la vida exaltada.
En tu jornada por la vida debes extender tu vida hacia los demás y bendecir la vida de tus compañeros de camino, dar de ti a los que te necesiten. “Porque todo el que quiera salvar su vida”, dijo el Maestro, “la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará”.
Santiago dirigió su epístola “a las doce tribus que están en la dispersión”. Sus enseñanzas pueden aplicarse a nosotros, el pueblo del Señor que en días postreros iba a aceptar el Evangelio restaurado, y nos instruye en principios que debían guiar tus relaciones con otros miembros de la Iglesia. Él considera el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo una “ley real”. Para Santiago, el testimonio en sí no es suficiente: el Evangelio tiene que ser una realidad activa en tu vida. “…y yo te mostraré mi fe por mis obras”. “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores”. La definición que hace Santiago de la conversión es: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”. Y termina su breve epístola para nosotros con estas palabras: “Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará… un alma, y cubrirá multitud de pecados”. Rescatando a un hermano errante se salvarán ambos, él y tú mismo. Tus pecados se cubren o remiten porque habrás ministrado para la salvación de otra persona.
He tenido la gran bendición de pasar mi vida en América Latina y de presenciar el cumplimiento de profecías y promesas hechas por los profetas del Señor y por Él mismo.
“…recogeré a mi pueblo de su larga dispersión, oh casa de Israel, y estableceré otra vez entre ellos mi Sión…
“…estableceré mi iglesia entre ellos; y entrarán en el convenio, y serán contados entre este resto de Jacob, al cual he dado esta tierra por herencia”.
Cientos de miles de personas han sido literalmente recogidas de casi todas las naciones de América Latina, y las profecías aseguran que ese aumento continuará. El crecimiento de la Iglesia es nuestro desafío más grande, pero también una mayor oportunidad para cada uno de nosotros.
El apóstol Pablo dijo a los nuevos miembros de su época: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios”.
Parece que donde la Iglesia ha tenido un crecimiento rápido todavía hay muchos a quienes se les hace pensar que son extranjeros y advenedizos y que han sido dejados junto al camino. Si queremos ver el cumplimiento de las promesas, debemos hacer lo que Moroni describió: “Y después que habían sido recibidos por el bautismo… eran contados entre los del pueblo de la iglesia de Cristo; y se inscribían sus nombres a fin de que se hiciese memoria de ellos y fuesen nutridos… para guardarlos en el camino recto…”.
Muchos miembros activos creen que los menos activos y los conversos que caen junto al camino se comportan así porque no creen en la doctrina de la Iglesia. Los estudios que se han hecho no concuerdan con esa suposición, sino que indican que la mayoría de los miembros menos activos a quienes se entrevistó creen que Dios existe, que Jesús es el Cristo, que José Smith era Profeta y que la Iglesia es verdadera.
En infinidad de barrios y ramas hay muchos hombres y mujeres buenos, íntegros y honrados que simplemente no saben cómo volver a la Iglesia. Entre ellos hay madres y padres buenos. Se han apartado, y nadie ha ido a ver qué les pasaba, haciéndoles pensar que nadie les daba importancia. Si hay hombres y mujeres de fe que visiten a esas personas y se conviertan en sus amigos, las fortalezcan, oren con ellas y les enseñen el Evangelio, ellas y su familia regresarán. “…en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. ¿Y quiénes son esos “hermanos más pequeños”? ¿Se referiría el Señor a los más nuevos que lleguen al redil, o quizás a los que se hayan desviado en las sombras de la inactividad y volverían si se les extendiera una mano de verdadera hermandad?
En esta gran batalla que libramos por las almas de los hombres, las reglas para embarcarse en la obra misional están claramente definidas para cada uno de nosotros. Los miembros deben acompañar a las parejas de misioneros de tiempo completo cuando éstos enseñen las lecciones y tengan una función esencial en el proceso de la conversión de las personas. Los misioneros deben “predicar mi evangelio por el Espíritu” con palabras que les salgan del corazón, palabras de verdad atesoradas gracias al estudio y a la oración intensos. La función de nuestros misioneros en el proceso continuo de la conversión de otras personas no se termina con el bautismo. Ellos deben continuar enseñando a los miembros nuevos y a otros que necesiten nutrición espiritual.
Cartas recientes de la Primera Presidencia hacen recordar a los líderes del sacerdocio la responsabilidad que tienen de fortalecer y apoyar a los miembros nuevos. “Todos los miembros del barrio deben extender una mano de hermandad… los maestros orientadores y las maestras visitantes desempeñan una importante función… se deben considerar oportunidades para que los miembros nuevos sirvan y contribuyan a la fortaleza del barrio”.
Hermanos y hermanas, si el proceso de conversión y transformación va a continuar en cada uno de nosotros, tanto los miembros nuevos como los antiguos, debemos amar, prestar servicio y nutrir espiritualmente a los demás, ayudarles a recibir todas las bendiciones de la Restauración, incluso las bendiciones del templo.
El profeta José Smith escribió una carta a los santos de su época: “Queridos hermanos: Éste es un deber que todo santo debe cumplir generosamente con sus hermanos: el de amarlos siempre y prestarles ayuda. Para ser justificados ante Dios, debemos amarnos unos a los otros; podemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos y ser fieles en la tribulación”.
Nuestro presidente Gordon B. Hinckley ha dicho: “Ruego que cada uno de nosotros… tome la resolución de buscar a aquellos que necesiten ayuda… y que los levanten, con el espíritu de amor, hasta ser recibidos en los brazos de la Iglesia, donde habrá manos fuertes y corazones tiernos que los reanimen, los consuelen, los sostengan y los encaminen hacia una vida feliz y productiva”.
El amor no es simplemente una palabra ni una declaración, sino el primer y gran mandamiento, un mandamiento exige acción: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”, y “¿Me amas?… Apacienta mis ovejas”.
Debes hacer lo que nuestro Salvador y Sus profetas, tanto del pasado como del presente, han enseñado siempre: servir, fortalecer la fe y nutrir a los que precisan de tu amor y bendición. Tienes la promesa del Señor: “Y quienes os reciban, allí estaré yo también, porque iré delante de vuestra faz… mi Espíritu estará en vuestro corazón…”.
Hermanos y hermanas, al extender una mano de ayuda con amor para bendecir la vida de otra persona, las dos partes recibiremos la bendición del Espíritu del Señor. El Señor enseña que “nos comprenderemos el uno al otro, y ambos seremos edificados nos regocijaremos juntamente”.
Es mi oración que nuestro Padre Celestial nos bendiga a cada uno de nosotros con ese amor por los demás “que él ha otorgado a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo…”. En el nombre de Jesucristo. Amén.