“Si estáis preparados, no temeréis”
Podemos vivir de tal manera que podamos suplicar al Señor Su protección y guía… No podemos esperar recibir Su ayuda si no estamos dispuestos a guardar Sus mandamientos.
Mis amados hermanos del sacerdocio, dondequiera que se encuentren en este amplio mundo, ¡qué grupo tan enorme han llegado a ser!, hombres y jovencitos de toda raza y pueblo, siendo todos parte de la familia de Dios.
¡Cuán sumamente valioso es el don que nos ha dado el Señor!; nos ha otorgado una parte de lo que es Su autoridad divina, el sacerdocio eterno, el poder mediante el cual Él lleva a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre. Se deduce que cuando mucho se nos ha dado, mucho se requiere de nosotros (véase Lucas 12:48; D. y C. 82:3).
Sé que no somos hombres perfectos; conocemos el camino perfecto, pero no siempre actuamos de acuerdo con ese conocimiento. Pero creo que, en general, nos esforzamos; hacemos el esfuerzo por ser la clase de hombres que nuestro Padre desea que seamos. Ése es un objetivo sumamente elevado, y felicito a todos los que se estén esforzando por lograrlo. Ruego que el Señor los bendiga al buscar vivir de manera ejemplar en todo concepto.
Ahora bien, como todos sabemos, la región de los estados del Golfo de México hace poco ha sufrido de manera terrible a causa de la furia del viento y de las aguas. Muchos han perdido todo lo que tenían. Los daños han sido astronómicos; literalmente millones de personas han sido afectadas. El temor y la preocupación se han apoderado del corazón de muchos; se han perdido vidas.
A consecuencia de todo eso, se ha visto un enorme ofrecimiento de ayuda; los corazones se han enternecido y se han abierto las puertas de los hogares. A los críticos les encanta hablar en cuanto a las fallas del cristianismo. Esas personas deberían echar un vistazo a lo que las Iglesias han hecho en estas circunstancias. Los miembros de muchas religiones han logrado maravillas, y, sin quedarse atrás, entre ellas ha estado nuestra propia Iglesia. Grupos numerosos de nuestros hermanos han viajado distancias considerables, llevando consigo herramientas, tiendas de campaña y radiante esperanza. Los hermanos del sacerdocio han brindado miles y miles de horas de trabajo de rehabilitación; ha habido entre tres y cuatro mil trabajando a la vez. Algunos de ellos se encuentran con nosotros en esta ocasión. No nos cansamos de darles las gracias. Por favor, sepan de nuestra gratitud, de nuestro amor y de nuestras oraciones a favor de ustedes.
Dos de nuestros Setenta de Área, el hermano John Anderson, que reside en Florida, y el hermano Stanley Ellis, que vive en Texas, han dirigido gran parte de esa labor; pero ellos serían los primeros en afirmar que el mérito lo merece el gran número de hombres y de jovencitos que han prestado ayuda. Muchos de ellos han llevado puestas camisas que tienen inscritas estas palabras: “Manos mormonas que ayudan”. Se han ganado el amor y el respeto de las personas a las que han ayudado. Su colaboración no sólo ha sido para los miembros de la Iglesia necesitados, sino para un gran número de personas cuya afiliación religiosa se desconoce.
Ellos han seguido el modelo de los nefitas, tal como se encuentra registrado en el libro de Alma: “…no desatendían a ninguno que estuviese desnudo, o que estuviese hambriento, o sediento, o enfermo, o que no hubiese sido nutrido; y no ponían el corazón en las riquezas; por consiguiente, eran generosos con todos, ora ancianos, ora jóvenes, esclavos o libres, varones o mujeres, pertenecieran o no a la iglesia, sin hacer distinción de personas, si estaban necesitadas” (Alma 1:30).
Las hermanas y las jovencitas de la Iglesia de muchas partes han llevado a cabo una labor de enormes proporciones al suministrar decenas de miles de estuches de higiene personal y de limpieza. La Iglesia ha proporcionado equipo, alimentos, agua y consuelo.
Hemos aportado sumas considerables de dinero a la Cruz Roja y a otras agencias; hemos hecho aportaciones de millones de dólares de las ofrendas de ayuno y de los fondos de ayuda humanitaria. A todos y a cada uno de ustedes les expreso agradecimiento en nombre de sus beneficiarios, y gracias en nombre de la Iglesia.
Ahora bien, no digo, y repito enfáticamente que no digo ni insinúo que lo que ha ocurrido es un castigo del Señor. Muchas buenas personas, entre ellas algunos de nuestros fieles Santos de los Últimos Días, se encuentran entre los que han sufrido. Habiendo aclarado esto, no dudo en decir que las calamidades y las catástrofes no le son desconocidas a este mundo nuestro. Los que leemos las Escrituras y creemos en ellas nos damos cuenta de las amonestaciones de los profetas en cuanto a las catástrofes que se han llevado a cabo y que aún están por suceder.
Hubo el gran Diluvio, en el que las aguas cubrieron la tierra y cuando, como dice Pedro, pocas personas, es decir, “ocho, fueron salvadas” 1 Pedro 3:20).
Si alguien tiene alguna duda en cuanto a las cosas terribles que pueden afligir y que afligirán a la humanidad, lea el capítulo 24 de Mateo. Entre otras cosas, el Señor dice: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras…
“Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares.
“Y todo esto será principio de dolores…
“Mas ¡ay de las que estén encintas, y de las que críen en aquellos días!…
“porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá.
“Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados” (Mateo 24:6–8, 19, 21–22).
En el Libro de Mormón leemos en cuanto a la inimaginable destrucción que ocurrió en el hemisferio occidental en el momento de la muerte del Salvador en Jerusalén. De nuevo, cito:
“Y sucedió que en el año treinta y cuatro, en el cuarto día del primer mes, se desató una gran tormenta, como jamás se había conocido en toda la tierra.
“Y hubo también una grande y horrenda tempestad; y hubo terribles truenos de tal modo que sacudían toda la tierra como si estuviera a punto de dividirse.
“Y hubo relámpagos extremadamente resplandecientes, como nunca se habían visto en toda la tierra.
“Y se incendió la ciudad de Zarahemla.
“Y se hundió la ciudad de Moroni en las profundidades del mar, y sus habitantes se ahogaron.
“Y se amontonó la tierra sobre la ciudad de Moroníah, de modo que en lugar de la ciudad, apareció una enorme montaña…
“…toda la faz de la tierra fue alterada por causa de la tempestad, y los torbellinos, y los truenos, y los relámpagos, y los sumamente violentos temblores de toda la tierra;
“y se rompieron las calzadas, y se desnivelaron los caminos, y muchos terrenos llanos se hicieron escabrosos.
“Y se hundieron muchas grandes y notables ciudades, y muchas se incendiaron, y muchas fueron sacudidas hasta que sus edificios cayeron a tierra, y sus habitantes murieron, y los sitios quedaron desolados” (3 Nefi 8:5–10, 12–14).
¡Qué terrible catástrofe debió de haber sido!
La Peste Negra del siglo XIV cobró millones de vidas. Otras enfermedades pandémicas, como la viruela, han sido la causa de incalculable sufrimiento y muerte a través de los siglos.
En el año 79 de nuestra era, la gran ciudad de Pompeya fue destruida cuando el Vesubio entró en erupción.
La ciudad de Chicago fue asolada por un incendio espantoso; los maremotos han azotado regiones de Hawai; el terremoto de San Francisco en 1906 arrasó la ciudad y cobró aproximadamente 3.000 vidas; el huracán que azotó Galveston, Texas, en 1900, mató a 8.000 personas; y más recientemente, como saben, ocurrió el gigantesco maremoto en el sureste de Asia, donde se perdieron miles de vidas y donde aún se necesitan labores de socorro.
Cuán portentosas son las palabras de la revelación que se encuentra en la Sección 88 de Doctrina y Convenios en cuanto a las calamidades que sobrevendrían tras el testimonio de los élderes. El Señor dice:
“Porque después de vuestro testimonio viene el testimonio de terremotos que causarán gemidos en el centro de la tierra, y los hombres caerán al suelo y no podrán permanecer en pie.
“Y también viene el testimonio de la voz de truenos, y la voz de relámpagos, y la voz de tempestades, y la voz de las olas del mar que se precipitan allende sus límites.
“Y todas las cosas estarán en conmoción; y de cierto, desfallecerá el corazón de los hombres, porque el temor vendrá sobre todo pueblo” (D. y C. 88:89–91).
Qué interesantes son las descripciones del maremoto y de los huracanes recientes en vista del lenguaje de esta revelación, que dice: “…la voz de las olas del mar que se precipitan allende sus límites”.
La crueldad del hombre para con el hombre, manifestada en conflictos pasados y presentes, ha sido y sigue siendo la causa de sufrimiento indescriptible. En Darfur, una región de Sudán, han matado a decenas de millares de personas, y más de un millón se han quedado sin hogar.
Todo lo que hemos experimentado en el pasado fue predicho, y aún no ha llegado el fin. Así como en el pasado han ocurrido calamidades, esperamos más en el futuro. ¿Qué haremos?
Alguien ha dicho que no llovía cuando Noé construyó el arca; pero la construyó y empezó a llover.
El Señor ha dicho: “…si estáis preparados, no temeréis” (D. y C. 38:30).
La preparación fundamental también se expone en Doctrina y Convenios, donde dice: “Por tanto, permaneced en lugares santos y no seáis movidos, hasta que venga el día del Señor…” (D. y C. 87:8).
Entonamos el himno:
Al sentir temblar la tierra,
danos fuerzas y valor.
Al venir tus grandes juicios,
cuídanos con tu amor.
(“Jehová, sé nuestro guía”, Himnos, Nº 39.)
Podemos vivir de tal manera que podamos suplicar al Señor Su protección y guía; eso es algo primordial. No podemos esperar recibir Su ayuda si no estamos dispuestos a guardar Sus mandamientos. En esta Iglesia tenemos suficiente evidencia de los castigos de la desobediencia en los ejemplos tanto de la nación jaredita como de la nefita. Cada una de ellas pasó del esplendor a la destrucción total debido a la iniquidad.
Sabemos, por supuesto, que la lluvia cae sobre justos e injustos (véase Mateo 5:45), pero aunque los justos mueran, no se pierden, sino que son salvos mediante la Expiación del Redentor. Pablo escribió a los romanos: “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos” (Romanos 14:8).
Debemos prestar oídos a las advertencias. Hemos sabido que se expresaron muchas de ellas en cuanto a la vulnerabilidad de Nueva Orleáns. Los sismólogos indican que el valle del Lago Salado es una zona de posibles terremotos. Ésa es la razón principal por la que estamos llevando a cabo la extensa renovación del Tabernáculo de la Manzana del Templo. Ese histórico y extraordinario edificio se debe adecuar para resistir el temblor de la tierra.
Hemos edificado depósitos de grano y almacenes que hemos abastecido con lo indispensable para sostener la vida en caso de un desastre. Pero el mejor almacén es el almacén familiar. En palabras de revelación el Señor ha dicho: “…organizaos; preparad todo lo que fuere necesario” (D. y C. 109:8).
A nuestra gente se le ha aconsejado y alentado durante tres cuartos de siglo a hacer los preparativos necesarios que les asegure la supervivencia en caso de que sobrevenga una calamidad.
Podemos guardar en reserva agua, alimentos básicos, medicina y ropa que nos abrigue, y debemos guardar un poco de dinero para los tiempos de necesidad.
Ahora bien, lo que he dicho no es para que salgan corriendo a la tienda de comestibles o supermercado ni nada por el estilo. Lo que digo no es nada que no se haya dicho desde hace mucho tiempo.
Nunca perdamos de vista el sueño de Faraón en cuanto a las vacas gordas y las flacas, las espigas llenas y las espigas menudas, el significado de las cuales interpretó José para indicar años de abundancia y años de escasez (véase Génesis 41:1–36).
Tengo fe, mis queridos hermanos, en que el Señor nos bendecirá, nos protegerá y nos ayudará si somos obedientes a Su luz, a Su Evangelio y a Sus mandamientos. Él es nuestro Padre y nuestro Dios, y nosotros somos Sus hijos, y debemos ser en todo concepto merecedores de Su amor y de Su interés. Ruego que lo hagamos así, es mi humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.