La plenitud del Evangelio
Despojémonos del hombre natural
Una serie de artículos que examinan las doctrinas que son exclusivas de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Durante siglos, filósofos y teólogos han debatido la cuestión de la naturaleza humana. Con los años, han llegado a sobresalir tres filosofías generales: que las personas son básicamente buenas, que son fundamentalmente malas y que son neutras (una especie de pizarra en blanco en la que se puede escribir). Podemos estar agradecidos por que el Evangelio restaurado de Jesucristo revela la verdadera naturaleza del hombre y da sentido, propósito y dirección al reto de la vida que supone el despojarse del “hombre natural” (Mosíah 3:19).
Una naturaleza dual
A causa de la caída de Adán y Eva, “toda la humanidad llegó a ser pueblo perdido y caído” (Alma 12:22). El rey Benjamín enseñó que el hombre caído, o “el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural, y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19).
El presidente David O. McKay (1873–1970) enseñó que a causa de la Caída, tenemos una naturaleza dual: “Una relativa a la vida terrenal o animal; la otra, relacionada con la divinidad. El que un hombre quede satisfecho con lo que llamamos el mundo animal, con lo que éste le brinda, cediendo sin oponer resistencia a los deseos, los apetitos y las pasiones para caer cada vez más en el reino del placer propio, o si mediante el autodominio se eleva hacia el gozo intelectual, moral y espiritual, depende del tipo de decisión que tome cada día; no, cada hora de su vida”1.
Nuestro espíritu procede de la presencia de Dios y “todos los espíritus de los hombres fueron inocentes en el principio” (D. y C. 93:38). El cuerpo físico también es un don de Dios. Una razón por la que deseábamos venir a la tierra era para llegar a ser más como nuestro Padre Celestial, pues Él tiene un cuerpo físico. En consecuencia, uno de nuestros retos de la vida terrenal es aprender a gobernar, cuidar y utilizar el cuerpo correctamente. Si somos capaces de gobernar las tendencias naturales de la carne, nos elevaremos hacia el tipo de vida espiritual que describe el presidente McKay. Pero si permitimos que el “hombre natural” esté al mando, llegaremos a ser enemigos de Dios y de Sus propósitos (véase Mosíah 3:19).
La batalla
El élder Melvin J. Ballard (1873–1939), del Quórum de los Doce Apóstoles, enseñó que “todos los asaltos que realice el enemigo de nuestra alma para capturarnos serán a través de la carne, porque está hecha de tierra sin redimir y él tiene poder sobre los elementos de la tierra. Para lograr su propósito, se vale de la lujuria, los apetitos y las ambiciones de la carne. Toda la ayuda que recibimos del Señor para socorrernos en esta batalla se recibe por el espíritu que mora en este cuerpo terrenal. Así tenemos dos fuerzas poderosas que influyen en nosotros por medio de estos dos conductos.
“…Si desean tener un espíritu fuerte que domine el cuerpo, deberán asegurarse de que su espíritu reciba alimento y ejercicio espirituales…
“El hombre o la mujer que no tome ni alimento espiritual ni realice ejercicio espiritual no tardará en convertirse en un ser débil y la carne será su amo. Mas el que obtenga alimento espiritual y se ejercite espiritualmente tendrá control sobre el cuerpo y lo mantendrá sujeto a la voluntad de Dios”2.
El élder Ballard mencionó varias manifestaciones del alimento y del ejercicio espiritual: orar, participar de la Santa Cena y servirse unos a otros. Las Escrituras y los profetas nos recuerdan otras formas, tales como asistir a las reuniones dominicales, servir en el templo y estudiar las Escrituras.
Cómo modificar nuestra naturaleza
El ejercicio y el alimento espirituales pueden fortalecernos en nuestra búsqueda por gobernar el cuerpo, pero el hacerlo es mucho más fácil si el cuerpo puede ser santificado de su estado corrupto o “natural” (véase Moroni 10:32–33). Esta santificación procede de la gracia de Cristo y del ministerio del Espíritu Santo. El élder Parley P. Pratt (1807–1857), del Quórum de los Doce Apóstoles, enseñó que “el don del Espíritu Santo… aviva las facultades intelectuales; aumenta, agranda, expande y purifica todas las pasiones y los afectos naturales, y los adapta, mediante el don de la sabiduría, a su uso legítimo”3. Las pasiones no son en sí algo malo; en las personas rectas pueden ser un vehículo para producir una abundancia de obras buenas.
El mensaje del Evangelio, por ende, es que no tenemos por qué rendirnos a nuestras debilidades y a los deseos de la carne. Las buenas nuevas del Evangelio es que, por medio de la Expiación de nuestro Salvador y del uso correcto del albedrío, podemos experimentar un cambio fundamental en nuestra naturaleza. El presidente Ezra Taft Benson (1899–1994) enseñó que el mundo intenta “amoldar el comportamiento del hombre, pero Cristo puede cambiar la naturaleza humana”4. De hecho, tal y como dijo Pedro, por el poder del Señor podemos “ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:3–4). Por medio de la expiación de Cristo, podemos despojarnos del hombre natural y llegar a ser santos, sumisos, mansos, humildes, pacientes y llenos de amor (véase Mosíah 3:19).