La primera de un millar de almas
Mi compañero y yo servíamos en la Misión Japón Fukuoka, y trabajábamos en un área llamada Kasuga, ubicada cerca de la estación de Kumamoto. La gente de aquella zona se mostraba muy escéptica respecto a la religión; pero aun cuando nuestro presidente de misión se daba cuenta de ello, nos dijo: “Hay un millar de personas en Kumamoto que han sido preparadas por el Señor. Hagan el favor de encontrarlas”.
Un día de lluvia decidimos intentar encontrar a Noboru Yamagata, un miembro menos activo al que aún no conocíamos. Al acercarnos a su casa, vimos un letrerito en el que se leía: “No se admite propaganda religiosa”, una advertencia típica de la cultura japonesa; pero siguiendo las impresiones del Espíritu, llamamos a la puerta.
La madre del hermano Yamagata abrió la puerta y nos dijo que su hijo estaba fuera de la ciudad, pero añadió que recibiría amablemente a cualquier persona que conociera a su hijo, algo habitual en las familias niponas; así que nos invitó a pasar. Sin embargo, a pesar de la aparente hospitalidad, su rostro ocultaba una expresión amenazante.
Al sentarnos, nos advirtió: “No deseo saber nada de religión”, y comenzó a hablar de ella y expresó su firme creencia en determinados valores de su vida.
Para nuestra sorpresa nos habló de fe, de amor y de las Bienaventuranzas, así que aprovechamos para decirle que esos principios también eran importantes para nosotros. Le relatamos la gloriosa visión fruto de la fe de José Smith y le describimos la importancia de Libro de Mormón en la restauración del Evangelio.
Qué interesante fue observar el cambio que se obró en la señora Yamagata mientras atendía a nuestro mensaje. Las lágrimas le bañaban las mejillas mientras testificábamos de la divinidad de Jesucristo y de la restauración del Evangelio por conducto de José Smith, a lo que ella respondió: “José Smith fue un hombre afortunado”.
Al despedirnos de ella, su rostro era resplandeciente, sus ojos le brillaban de felicidad, y nos dijo: “Gracias por su visita hoy. Mi hijo debe de haberles conducido hasta mí”. Le estrechamos la mano y nos dijo de broma: “¡Hoy no me lavaré la mano!”.
Al ir caminando a casa, nos dimos cuenta de que esa mujer era una de las personas, de acuerdo con la descripción de nuestro presidente de misión, que estaba lista para recibir el Evangelio. Obviamente, el Espíritu había preparado su corazón para recibir nuestro mensaje y sabíamos que era la primera de un millar de almas que debíamos encontrar.