El poema
De pequeña hallé un poema en una página que había sido rasgada de un folleto que alguien había hecho pedacitos y arrojado a la acera. Me crié en viviendas cedidas por el gobierno y siempre estaba sola, pero había tres cosas que me gustaban: los libros, las películas de Elvis Presley y la poesía. Me encantaba la poesía porque le hablaba a una parte de mi ser que desconocía. Parecía no haber palabras para describirla. Sintiendo curiosidad por el poema, lo tomé y lo llevé a casa.
Leía el poema todos los días, a veces varias veces al día, durante los años siguientes. Estando sentada en clase, mientras caminaba por los pasillos entre las clases o estando sola durante el recreo, partes de aquel poema afloraban en mi mente. Jamás había memorizado un poema, pero aquél era diferente. Había algo en él que me hablaba y me llegaba al corazón.
Pero algo a menudo dice:
“Tú errante vas”;
siento que un peregrino soy,
de donde Tú estás.
Siempre me consideré diferente de los demás niños. A veces tenía la impresión de que había otro hogar en alguna parte, y si de veras me empeñaba, lograría recordarlo. El poema alimentaba estos sentimientos y de vez en cuando lo sacaba del cajón para leerlo. Me preguntaba cuántas personas como yo habría en el mundo y si alguna vez conocería a alguna de ellas.
Pues, por tu gloriosa mira
vine al mundo a morar,
olvidando los recuerdos
de mi vida premortal.
Imagínense mi sorpresa cuando, años más tarde, como una investigadora que estaba sentada en mi primera reunión sacramental, abrí el himnario en la página indicada y vi el poema que había encontrado años atrás. El arreglo era diferente del que había cantado para mí cuando no lograba dormir o cuando me despertaba llorando en mitad de la noche, pero reconocí hasta las notas que salían del piano.
Oh mi Padre, Tú que moras
en el celestial hogar,
¿cuándo volveré a verte
y Tu santa faz mirar?
Mientras todos cantaban “Oh mi Padre” (Himnos, Nº 187), yo sólo pude permanecer sentada y llorar, sabiendo que Dios había puesto aquella canción en mi camino cuando era pequeña.
¿Tu morada antes era
de mi alma el hogar?
En mi juventud primera,
¿fue Tu lado mi altar?
Sentada en aquella reunión sacramental, escuchando mi poema interpretado por la congregación, supe que me hallaba en el camino correcto. Supe que lo que los misioneros me estaban enseñando era verdad. Supe que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la única Iglesia de Dios sobre la tierra. Así que, cuando me arrodillé y le pregunté a Dios si le parecía correcto que fuera bautizada y confirmada en la Iglesia, no me sorprendió que la respuesta fuera afirmativa.
Después de tres semanas de lecciones con los élderes Walker y Whittaker, el élder Walker me sumergió en las aguas del bautismo. Quedé limpia, más limpia de lo que nunca me había sentido ni podría haberme imaginado. Acompañando a estos élderes en el círculo de po-seedores del sacerdocio que participaron en mi confirmación como miembro, se encontraba mi primer obispo, el hombre que contestó el teléfono el día que llamé para pedir que los misioneros me visitaran.
Podía oír las palabras de mi amado poema como un dulce refrán que flotaba en el aire y que desplazaba por entre cada persona a la que conocía y cada acto que me acercaba a la Iglesia: palabras que habían tocado un dolorido corazón que anhelaba saber una vez más de su Padre Eterno.
Antes te llamaba Padre,
sin saber por qué lo fue,
mas la luz del Evangelio
aclaróme el porqué.