Aprendo la ley de Dios
“Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa” (Malaquías 3:10).
Basado en un hecho real
“Ésta será la décima carga”, le dijo su padre a David. “Recógela de ese terreno más elevado”. El joven David O. McKay miró a la parte del campo que señalaba su padre. Las primeras nueve cargas que habían recogido eran de un heno de inferior calidad. David sabía que su padre reservaba la décima parte con el mejor heno para llevarla al almacén del obispo a modo de diezmo. Sin embargo, no entendía por qué no le podían dar al Señor el mismo tipo de heno que se quedaban para sí.
David le respondió a su padre: “No, recojamos el heno tal como venga”.
El padre de David no respondió. David estaba a punto de repetir sus últimas palabras cuando vio a su padre volverse y dirigirse hacia donde él estaba. De repente, la brisa desapareció del campo de heno y el sol se tornó abrasador. David se secó el sudor de la frente y de la nuca. Sabía que su padre no estaba cruzando el campo para darle una palmadita de aprobación en la espalda por su brusca respuesta, sino que atravesaba esa distancia porque deseaba asegurarse de que David entendiera algo.
“No, David”, respondió su padre con severidad, aunque la tranquilidad de su voz invitó a David a prestar mucha más atención. “Ésta es la décima carga, y nunca debemos considerar lo mejor como demasiado bueno para Dios”. El padre de David acercó su cara a la de su hijo para asegurarse de que prestara atención; entonces se dio la vuelta y se alejó.
David tragó intentando deshacerse del nudo que tenía en la garganta y luego guió la yunta hacia el terreno más elevado que había indicado su padre. Mientras cargaba el heno cortado en el carro, comenzó a pensar en lo que su padre trataba de enseñarle. Sabía que el diezmo era una ley, como lo eran la obediencia y el sacrificio, pero David quería poner las necesidades de su familia en primer lugar. Sin embargo, Dios ha dicho que tomemos las primicias de los rebaños —lo mejor— y se lo demos a Él (véase Deuteronomio 12:6).
“Mi padre da lo mejor a Dios y nosotros nos quedamos con lo mejor que viene después”, pensó David. “Tal vez sea así como hacemos del Señor el centro de nuestros pensamientos y de nuestra vida”.
En ocasiones, David había visto a su madre pagar el diezmo con dinero. En vez de gastarse lo que necesitaba y luego esperar que le quedara algo para el diezmo, enviaba el dinero de inmediato al obispo y luego se las arreglaba con lo que le quedaba. Dios siempre recibía lo primero y lo mejor.
David llevó el carro de heno por el polvoriento camino hasta el almacén del obispo, entró en el patio y descargó el heno. Para su padre suponía un sacrificio dar su mejor heno al Señor, pero David sabía que su padre no estaba dispuesto a hacerlo de ningún otro modo. Él deseaba dar lo mejor al Señor, así como nuestro Padre Celestial había dado Su Hijo perfecto al mundo.
Cuando David giró la yunta para dirigirse a casa, le sobrevino un buen sentimiento. Le alegraba que su padre le hubiera enseñado la ley del diezmo. Era una lección que recordaría toda su vida.
Adaptado de Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: David O. McKay (2004), pág. XVI. El presidente McKay (1873–1970) fue el noveno Presidente de la Iglesia y sirvió desde 1951 hasta 1970.
“Pagar el diezmo es evidencia de que aceptamos la ley de sacrificio; también nos prepara para la ley de consagración y para las otras leyes más elevadas del reino celestial”.
Véase Élder Dallin H. Oaks, del Quórum de los Doce Apóstoles, “El diezmo”, Liahona, julio de 1994, págs. 38–41.