2007
Nuestro matrimonio en el templo valía cualquier precio
Agosto de 2007


Nuestro matrimonio en el templo valía cualquier precio

Empecé a dudar de si lograría llevar a mi prometida, Beny, al templo después de que mi primer negocio fracasara y de que el segundo quedara reducido a cenizas. Habíamos oído decir que ir al templo supondría una prueba de fe, pero cuando hicimos del matrimonio en el templo nuestra meta, ni imaginábamos lo intensa que iba a ser esa prueba.

Beny y yo nos conocimos en Panamá, nuestro país natal, después de que ambos servimos misiones. En aquella época, los panameños que querían comenzar su vida matrimonial en el templo se casaban primero por el civil antes de viajar al templo más cercano, el Templo de la Ciudad de Guatemala, Guatemala. Iba a ser un viaje caro y difícil, pero ser sellados era una bendición sin la cual no deseábamos vivir.

Perdí mi empleo al día siguiente de pedir su mano. Sin desanimarme, decidí ganar dinero ofreciendo visitas turísticas guiadas en autobús, pero mi vehículo se averió la primera noche. Preocupado, pero decidido, opté por vender camisetas. La mañana que fui a recoger las prendas a la fábrica me encontré con que el edificio se había incendiado la noche anterior; parecía que mis esperanzas también habían quedado reducidas a cenizas.

Sólo faltaban unos meses para el siguiente viaje programado para ir al templo, y hasta ese punto, cada esfuerzo que había realizado para ganar dinero había resultado en un rotundo fracaso. Dejé atrás los humeantes escombros y me fui en busca de Beny.

“No tengo nada”, le dije. “Tal vez no debieras casarte conmigo”.

“Si fuera a casarme por dinero, ya estaría casada”, respondió. “Pero no voy a casarme por dinero, sino porque te amo”.

Aquél fue un momento crucial; ambos sentimos que habíamos superado una prueba importante. Las puertas comenzaron a abrirse a medida que seguimos adelante con fe. Encontré trabajo como fabricante de muebles, aunque el sueldo no alcanzaba para todas nuestras necesidades; pero entonces un amable obispo se ofreció a ayudarnos con el costo del viaje. Su oferta era interesante, pero no me parecía bien. Intentábamos ser autosuficientes, pero como su ofrecimiento era tan sincero, le preguntamos si en vez del dinero podría darle empleo a Beny. Y lo hizo.

Después de ganar el dinero suficiente para viajar al templo, nos casamos por el civil y por fin nos dirigimos a Guatemala en compañía de otros diez miembros de la Iglesia. Pero las pruebas aún no habían terminado.

Huelgas generalizadas en el sector del transporte nos detuvieron en la frontera con Costa Rica. Después de una espera de dos días, el conductor decidió regresar. Pero Beny y yo, junto con un par de hermanos y otro matrimonio, decidimos no darnos por vencidos. Después de ver al autobús dar vuelta y dejarnos, entramos a pie en Costa Rica. Seguimos caminando, durmiendo en albergues a la orilla del camino, hasta que llegamos a la frontera con Nicaragua. Allí pudimos tomar un taxi que nos llevó hasta la capital, donde compramos unos billetes de autobús para llegar a Honduras. Dos días —y dos autobuses— más tarde, llegamos por fin al templo. Nos sentíamos felices, pero también estábamos cansados y sucios, y habíamos gastado más dinero del que habíamos pensado.

Después de asearnos, mi esposa y yo nos dimos cuenta de que ¡no encontrábamos las recomendaciones para entrar en el templo y recibir nuestras ordenanzas personales! Y para colmo, nuestro obispo en Panamá partiría ese mismo día en viaje de negocios. Estábamos desolados. ¿Habíamos pasado por todas aquellas pruebas para nada? Planchamos el vestido de novia de Beny y confiamos en que si el Señor nos había ayudado a llegar hasta allí, nos ayudaría a alcanzar nuestra meta final.

Aunque suponíamos que nuestro obispo ya se había ido, decidimos llamarle de todas maneras. Para sorpresa nuestra, resultó que no había salido de viaje; nos dijo que había sentido que debía quedarse en casa. ¡Estábamos contentísimos! Prometió enviarnos la documentación por fax en cuanto encontrara uno.

Esperamos y esperamos mientras orábamos en la sala de espera para los que van a casarse en el templo. Era sábado y en dos horas el templo cerraría hasta el lunes. ¿Por qué tardaba tanto? Por fin llegó el fax con una disculpa del obispo: se había cortado la electricidad cuando estaba a punto de enviar el fax.

Finalmente, después de todas nuestras pruebas y retrasos, nos sellamos por la eternidad como marido y mujer. ¡Nuestro gozo —que mereció la pena los esfuerzos, la espera y las preocupaciones— era pleno!

No todo el que vaya a casarse en el templo enfrentará semejantes retos, pero para Beny y para mí (y las demás personas con las que fuimos al templo), esas experiencias fueron un proceso purificador. Tres de los cuatro hermanos que viajaron con nosotros al templo más tarde fueron llamados a servir como obispos y dos de ellos sirven actualmente como consejeros de presidencias de estaca. Todos hemos sido bendecidos. Aquélla fue una de las experiencias más grandiosas de mi vida.

Si nuestra meta de casarnos en el templo se basara únicamente en un amor terrenal, no la habríamos alcanzado; pero puesto que creíamos en el poder sellador del sacerdocio restaurado en nuestra época, no nos dimos por vencidos, ya que sabíamos que nuestro matrimonio en el templo —por esta vida y por toda la eternidad— valía cualquier sacrificio que tuviésemos que hacer.