Mi inesperado festín de Pascua de Resurrección
La Pascua de Resurrección siempre fue un día festivo especial cuando era niña. Después de ir a la iglesia, mis padres enseñaban a la familia una lección sobre la Expiación y la Resurrección; por la tarde disfrutábamos de un delicioso festín. A menudo nos acompañaban algunos amigos para la cena, que era deliciosa y al mismo tiempo constituía una ocasión alegre. Debido a esas tradiciones, la Pascua de Resurrección llegó a ser mi día festivo favorito: un tiempo sagrado para celebrar con la familia la resurrección del Salvador.
Un año, mientras estudiaba en Londres, me encontré sola durante la Pascua de Resurrección. Mi barrio no se reunía sino hasta ya entrada la tarde, por lo que la mañana parecía alargarse. Pensé en mi familia, a muchos kilómetros de distancia, que estaba celebrando ese día sin mí, y sentí el corazón vacío y triste.
Al principio sólo quería compadecerme de mí misma, pero después comencé a preguntarme qué podría hacer para que ese día fuese memorable. Pensé en las personas a las que pasaba a diario en los abarrotados trenes subterráneos. Al igual que en muchas de las grandes ciudades, los trenes subterráneos a menudo servían de refugio para hombres y mujeres sin hogar que pedían limosna. Muchas veces había sentido compasión debido a sus necesidades, y me di cuenta de que yo no era la única persona en Londres que pasaría la Pascua sola. De pronto, el ayudar a gente desconocida me pareció una buena manera de demostrar mi gratitud por los maravillosos días de Pascua de Resurrección que había disfrutado de niña.
Preparé varias bolsas con almuerzos, que consistían en emparedados, fruta, galletas y bebidas; entonces me dirigí a la estación del tren subterráneo para buscar a las personas que, a veces, había evitado. La mayoría de ellos estuvieron verdaderamente agradecidos por la comida, y a cada uno le decía: “¡Feliz día de Pascua!”.
Cuando sólo me quedaba un almuerzo, encontré a un hombre que tenía un aspecto particularmente deplorable; tenía la ropa sucia, en su rostro llevaba marcado el sufrimiento y sus ojos tenían una mirada de profundo pesar. Al ofrecerle el almuerzo, me miró sorprendido.
“¿Qué es esto?”, preguntó.
“Es un almuerzo, señor”, le respondí.
“Gracias, muchas gracias”, dijo. La expresión le cambió repentinamente, reflejando gozo y gratitud. Tomó la bolsa con firmeza, sujetándola como si fuese un preciado tesoro.
“De nada”, le dije, conmovida por la expresión de su rostro. “Feliz día de Pascua, señor”.
“¡Feliz día de Pascua!”, contestó.
Al volver a casa, acudieron a mi mente las palabras del rey Benjamín: “Pues he aquí, ¿no somos todos mendigos?” (Mosíah 4:19). Comprendí que sin el Salvador, todos nosotros seríamos echados fuera, estaríamos oprimidos y abandonados; pero el Salvador nos brinda Su mano y nos ofrece algo que queremos desesperadamente: la esperanza de que seamos puros, de que vivamos otra vez y de que volvamos a Él algún día.
Ante el pecado y la muerte, yo también estoy ante el Salvador como mendiga. Él me tiende Su mano y me brinda misericordia. Algún día, cuando esté frente a Él, mi rostro expresará inmensa gratitud, la cual vi, en cierta forma, en el rostro de aquel hombre humilde.
Al caminar hacia casa, empecé a llorar; mi soledad había desaparecido y en su lugar había gozo y una comprensión más profunda de las palabras del rey Benjamín y de la misericordia del Salvador. En silencio agradecí al Señor la dádiva que este hombre inesperadamente me había dado. Le había ofrecido un simple almuerzo, y él me había devuelto un verdadero festín de Pascua.