Un himno en la catedral
En septiembre de 2004, viajé a los Países Bajos con dos de mis nietos, Jim y Arianne, para la conmemoración del sexagésimo aniversario de la liberación holandesa durante la Segunda Guerra Mundial. El Grupo Histórico holandés nos había invitado a participar porque mi hermano Evan, que era copiloto de un bombardero B-24, había muerto en 1944 ayudando en la liberación.
Mientras estábamos allá, viajamos hasta Hommersum, del otro lado de la frontera de Alemania, para asistir a la ceremonia dedicatoria de una placa en el lugar donde se estrelló el avión de mi hermano. El padre Gerard Thuring, uno de los organizadores del evento, y yo hablamos durante la ceremonia, después de la cual Arianne, que tenía diecisiete años, cantó el himno nacional de los Estados Unidos, “The Star-Spangled Banner”, y Jim, de quince años, ayudó a izar la bandera estadounidense.
Después, le dije al padre Thuring que me gustaría ir a la misa especial, llamada de la Liberación, que tendría lugar al día siguiente en su iglesia, en Oosterhaus. Él se quedó complacido ante nuestro interés y nos invitó a asistir; a continuación, reuní el valor para decirle que Arianne, a la que había consultado previamente, estaba dispuesta a cantar durante la reunión.
Sorprendido, él me preguntó: “¿Y qué va a cantar?”.
“‘Soy un hijo de Dios’”,1 le contesté.
Aquel hombre bueno y amable pensó un momento y me dijo: “Todos somos hijos de Dios; hagámoslo”.
Temprano a la mañana siguiente llegamos para la misa de la Liberación y encontramos la iglesia llena de gente. En medio de la ceremonia, el padre Thuring invitó a Arianne a pasar adelante y cantar. Después de acompañarla al frente, anunció: “Ahora escucharemos una canción interpretada por una jovencita mormona de Utah”.
Sin tener música ni ningún tipo de acompañamiento, Arianne comenzó a cantar; cuando el sonido de su voz se elevó haciendo eco en los altos techos de la iglesia, los ojos de los feligreses se llenaron de lágrimas al percibir el mensaje reconfortante del himno.
Después que terminó la reunión, muchos de los de la congregación expresaron a Arianne su gratitud y afecto por haberlo cantado. La experiencia fue un fuerte recordatorio de que todos nosotros —sean cuales sean nuestra raza, religión o idioma— somos hijos de Dios.