Mensaje de la Primera Presidencia
Que así vivamos
En la ciudad de Nueva York, en un hermoso día de septiembre hace casi siete años, súbitamente y sin advertencia, dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas del “World Trade Center” [Centro Mundial de Comercio], dejando devastadora destrucción y muerte. En la ciudad de Washington, D.C., y en Pennsylvania, se estrellaron otros dos aviones, también resultado de un complot terrorista. Esas tragedias quitaron la vida a miles de hombres, mujeres y niños y, por su causa, se truncaron muchos planes proyectados para un buen futuro; en su lugar hubo lágrimas de pesar y lamentos de dolor de muchas almas heridas.
Las historias que hemos escuchado de los que fueron afectados —ya sea directa o indirectamente— por los acontecimientos de ese día son innumerables. La mañana del martes 11 de septiembre de 2001, Rebecca Sindar se hallaba en un vuelo de Salt Lake City, Utah, a Dallas, Texas. Como ocurrió con todos los demás vuelos de los Estados Unidos inmediatamente después de la tragedia, su vuelo fue interrumpido y el aparato se vio obligado a aterrizar en Amarillo, Texas. La hermana Sindar dijo: “Todos salimos del avión y buscamos televisores en el aeropuerto, agrupándonos a su alrededor para ver las noticias de lo que había pasado. La gente empezó a formar filas frente a los teléfonos para llamar a sus seres queridos y asegurarles que estaban a salvo en tierra firme. Siempre recordaré a unos doce misioneros que iban en nuestro vuelo, en camino a sus misiones; hicieron las llamadas telefónicas y después los vimos agrupados en círculo en un rincón del aeropuerto, arrodillados ofreciendo una oración. Cuánto hubiera deseado captar aquel momento para compartirlo con las madres y los padres de aquellos agradables jóvenes que sintieron la necesidad de arrodillarse de inmediato para orar”.
Se disipa la oscuridad de la muerte
A todo ser humano le llega la muerte en algún momento. Llega a los ancianos que caminan con paso vacilante; su llamado llega a oídos de otros que apenas han alcanzado la mitad de la jornada de la vida; y muchas veces apaga la risa de niños pequeños. La muerte es un hecho del que nadie puede escapar y que no se puede negar.
Con frecuencia, llega como un intruso; es un enemigo que aparece súbitamente en medio de la celebración de la vida, apagando sus luces y su alegría. La muerte descarga su pesada mano sobre nuestros seres queridos y en ocasiones nos deja perplejos y llenos de interrogantes. En ciertas situaciones, como cuando hay mucho sufrimiento y malestar, viene como un ángel de misericordia; pero la mayoría de las veces la consideramos el enemigo de la felicidad humana.
Sin embargo, la oscuridad de la muerte puede disiparse siempre con la luz de la verdad revelada.
“…Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”1.
Esta seguridad de la vida más allá de la tumba —sin duda una confirmación sagrada— puede traer consigo la paz que el Salvador prometió cuando tranquilizó a Sus discípulos, diciéndoles: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”2.
En medio de las tinieblas y el horror del Calvario, se oyó la voz del Cordero, diciendo: “…Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”3, y la oscuridad dejó de ser porque Él estaba con Su Padre. Había venido de Dios y a Él regresó. Todos los que andan con Dios en este peregrinaje terrenal saben, por venturosa experiencia, que el Padre no abandona a Sus Hijos que confían en Él. En la noche de la muerte, Su presencia será “más luminosa que una luz y más segura que un sendero conocido”4.
En el camino a Damasco, Saulo tuvo una visión del Cristo resucitado y exaltado. Más adelante, ya como Pablo, defensor de la verdad e intrépido misionero al servicio del Maestro, testificó del Señor resucitado cuando dijo a los santos de Corinto:
“…Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras;
“y… fue sepultado, y… resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;
“y… apareció a Cefas, y después a los doce.
“Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez…
“Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles;
“y al último de todos… me apareció a mí”5.
En nuestra dispensación, el profeta José Smith expresó ese mismo testimonio cuando él y Sidney Rigdon testificaron:
“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;
“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios”6.
Éste es el conocimiento que sostiene, es la verdad que reconforta. Es la seguridad y tranquilidad que guía fuera de las sombras y hacia la luz a los que están abrumados de pesar. Y está al alcance de todos.
Hagamos algo hoy mismo
¡Qué frágil es la vida y qué certera la muerte! No sabemos cuándo se nos requerirá partir de esta existencia terrenal. Por eso, pregunto: “¿Qué estamos haciendo con el hoy?”. Si vivimos sólo para el mañana, al final tendremos muchos ayeres vacíos. ¿Se nos podría culpar de decir: “He estado pensando en corregir el curso de mi vida y pienso dar el primer paso… mañana”? Con esa manera de pensar, el mañana nunca llega. Esos mañanas raramente llegan a menos que hoy hagamos algo con respecto a ellos. Como nos enseña el conocido himno:
Por doquier se nos da oportunidad
de servir y amor brindar.
No la dejes pasar; ya debes actuar.
Haz algo sin demorar7.
Hagámonos las preguntas nosotros mismos: “¿En el mundo acaso he hecho… hoy bien? ¿O acaso al pobre logré ayudar?” ¡Qué gran fórmula para la felicidad! Qué gran receta para obtener contentamiento y paz interior la de haber inspirado gratitud en otro ser humano.
Las oportunidades que tenemos de dedicarnos al servicio a los demás son verdaderamente ilimitadas, pero también son frágiles y se disipan. Hay corazones para alegrar; hay palabras amables para decir; hay regalos para obsequiar; hay acciones para llevar a cabo; hay almas para salvar.
Si recordamos que “cuando [nos hallamos] al servicio de [nuestros] semejantes, sólo [estamos] al servicio de [nuestro] Dios”8, no nos encontraremos en la desagradable situación del espíritu de Jacob Marley, que habla a Ebenezer Scrooge en Cuento de Navidad, la novela inmortal de Charles Dickens. Marley se refiere tristemente a las oportunidades que perdió, diciendo: “No haber sabido que cualquier espíritu cristiano que actúe bondadosamente en su pequeña esfera, sea ésta cual sea, hallará su vida terrenal demasiado corta para la inmensidad de acciones útiles que pueda realizar. ¡No haber sabido que todo el remordimiento del mundo no puede compensar por una oportunidad desperdiciada en la vida! No obstante, ¡así fui yo! ¡Ah, así fui yo!”
Después, Marley agrega: “¿Por qué caminé entre multitudes de mis semejantes con los ojos bajos, sin levantarlos jamás hacia la bendita estrella que guió a los Reyes Magos a aquel humilde establo? ¿No había hogares pobres a los que su luz me hubiera guiado a mí?”
Felizmente, como sabemos, Ebenezer Scrooge cambió su vida para mejorarla. Me encantan estas palabras suyas: “No soy el mismo hombre que fui”9.
¿Por qué es tan popular el Cuento de Navidad de Dickens? ¿Por qué resulta siempre nuevo? Personalmente, pienso que fue inspirado por Dios, pues saca a relucir lo mejor de la naturaleza humana; brinda esperanza y motiva al cambio. Podemos volvernos de los senderos que nos lleven hacia abajo y, con un canto en el corazón, seguir una estrella y caminar hacia la luz. Podemos acelerar el paso, fortalecer el valor y deleitarnos en los rayos de luz de la verdad. Podemos oír más claramente la risa de los niños pequeños, enjugar las lágrimas de los que lloran y consolar a los moribundos compartiendo con ellos la promesa de la vida eterna. Si levantamos una mano que haya caído, si llevamos paz a un alma atormentada, si damos como dio el Maestro, podemos —al mostrar el camino— llegar a ser una estrella que guíe a algún marino extraviado.
Llenemos de amor el corazón de los demás
Precisamente porque la vida es frágil y la muerte inevitable, debemos aprovechar al máximo cada día que pase.
Hay muchas maneras en las que podemos desperdiciar las oportunidades que se nos presentan. Hace un tiempo leí un conmovedor relato, escrito por Louise Dickinson Rich, que ilustra esa verdad. Esto es lo que escribió:
“Mi abuela tenía una enemiga, la Sra. de Wilcox. De recién casadas, mi abuela y ella se habían mudado a casas contiguas en la calle principal del diminuto pueblo en el que iban a vivir toda su vida. No sé qué fue lo que inició la guerra entre ellas, y creo que cuando yo nací, más de treinta años después, ninguna de las dos recordaba cuál había sido el comienzo. No se trataba de una cortés antipatía; era guerra declarada…
“No hubo nada en el pueblo que escapara a las repercusiones. La iglesia de trescientos años de antigüedad, que se había mantenido en pie a través de la Revolución, de la Guerra Civil y de la Guerra Hispanoamericana, estuvo a punto de derrumbarse cuando la abuela y la Sra. de Wilcox pelearon la Batalla de la Sociedad de Damas de Caridad. Mi abuela la ganó, pero fue una victoria pasajera. Al no haber podido ser la presidenta, la Sra. de Wilcox renunció furiosa [a la sociedad]. De nada valía dirigir algo si no se podía hacer morder el polvo al enemigo. La Sra. de Wilcox ganó la Batalla de la Biblioteca Pública cuando logró que nombraran bibliotecaria a su sobrina Gertrude en lugar de a la tía Phillys. El día en que Gertrude se hizo cargo del empleo, mi abuela dejó de leer libros de la biblioteca; de la noche a la mañana, éstos se convirtieron en ‘cosas sucias, llenas de microbios’. La Batalla de la Escuela Secundaria resultó en un empate: el director consiguió un trabajo mejor y renunció antes de que la Sra. de Wilcox lograra que lo despidieran o que la abuela pudiera conseguirle un puesto vitalicio.
“Cuando éramos niños y visitábamos a mi abuela, parte de nuestra diversión consistía en hacerles muecas a los nietos de la Sra. de Wilcox. Un día memorable se nos ocurrió poner una culebra en el barril donde ella juntaba el agua de la lluvia; la abuela formuló débiles protestas, pero percibimos en ella una tácita solidaridad.
“Ni por un momento imaginen que aquello era una campaña desigual; la Sra. de Wilcox también tenía nietos y la abuela no podía escapar a las consecuencias. No hubo un solo día airoso en el que se lavara la ropa que la cuerda del tendedero no se rompiera misteriosamente dejando caer la ropa limpia a tierra.
“No sé cómo mi abuela habría podido soportar sus problemas tanto tiempo si no hubiera sido por la página del hogar del periódico de Boston que recibía diariamente. Esa página del hogar era un maravilloso ritual; aparte de las sugerencias culinarias y de limpieza, tenía una sección compuesta de cartas que las lectoras se intercambiaban. La idea era que si alguien tenía un problema —o sólo necesitaba desahogar sus frustraciones—, escribía una carta firmada con un seudónimo imaginario como, por ejemplo, Arbutus; ése era el seudónimo de mi abuela. Las otras señoras que habían tenido un problema similar contestaban y le decían a la persona lo que ellas habían hecho al respecto, firmando “Una que te comprende” o “Rosa Blanca” o lo que fuera. Muchas veces, después de haberse librado del problema, seguían manteniendo esa correspondencia durante años por medio de la columna del diario, hablándose la una a la otra de los hijos, del envasado de alimentos o de los muebles nuevos que habían comprado. Eso le sucedió a mi abuela; ella y otra mujer con el seudónimo “Gaviota” intercambiaron cartas durante un cuarto de siglo. Gaviota era para la abuela una verdadera amiga.
“Cuando yo tenía unos dieciséis años, murió la Sra. de Wilcox. En un pueblo pequeño, por mucho que se haya odiado al vecino de al lado, el ir a averiguar si se puede prestar algún servicio a los deudos es una cuestión de simple decencia. Por lo tanto, la abuela, muy aseada y con un delantal de percal para indicar que realmente esperaba hacer algo por ellos, cruzó el césped hasta la casa de su vecina, cuyas hijas aceptaron el ofrecimiento y le pidieron que limpiara la sala, que ya estaba inmaculada, a fin de prepararla para el servicio funerario. Y allí, en la mesa de ese cuarto, en el lugar de honor, encontró un gran álbum de recortes; y en él, pegadas prolijamente en columnas paralelas, estaban las cartas de la abuela a Gaviota y las cartas de ésta a la abuela. Aunque ninguna de las dos se había dado cuenta, la peor enemiga de mi abuela había sido su mejor amiga. Ésa fue la única vez que recuerdo haber visto a mi abuela llorar. En aquel momento no supe exactamente el porqué de su llanto, pero ahora lo sé: Lloraba por todos los años desperdiciados que nunca podría recuperar”10.
De hoy en adelante, resolvamos llenar de amor nuestro corazón. Recorramos la segunda milla para incluir en nuestra vida a los que estén solos o desanimados o sufriendo por cualquier otra razón. Que sepamos que a alguien le hemos “hecho sentir que es bueno vivir… [que le hemos] hecho ligera la carga”11. Que vivamos de tal modo que cuando nos llegue el momento de partir, no tengamos remordimientos graves, que no hayamos dejado ningún asunto importante sin atender, sino que podamos decir con el apóstol Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe”12.